Opinión

Tiempo nuevo para acoger la gracia divina de la santificación

Comienza un tiempo nuevo que nos pone en marcha hacia un camino que nos dirige a la gran fiesta de los cristianos: la Pascua de Resurrección. En esta etapa litúrgica se nos otorga la gracia de vislumbrar ante nuestros ojos la senda para retornar al Padre, regresar a Dios de todo corazón, abandonar el pecado y alcanzar la luz del Señor Resucitado que se nos concede por medio de su perdón.

Sin duda, es la ocasión ideal para examinar los distintos cauces que tomamos para volver a disponer la vuelta a casa, redescubriendo el vínculo fundamental con Dios del que depende todo. Con lo cual, la Cuaresma es discernir hacia dónde está orientado el corazón. Ello comporta adentrarnos en lo recóndito de nosotros mismos, prestar la debida atención a la Palabra del Señor y descubrir hacia dónde estamos transitando. O séase, qué valores gobiernan ese día a día; cuál es la disposición de nuestro vivir de cara a la voluntad de Dios; qué anhela y busca verdaderamente nuestro corazón y con todo ello, acogernos a la misericordia y compasión infinita de Dios.

Y es que, a menudo el ser humano discurre errante y por accesos extraviados. Pero aparece un instante crucial en que se vuelve a Dios Padre que lo cita y le invita a reanudar sus trayectos descaminados, hasta hallar la alegría plena de sentirse amado. La parábola del Hijo pródigo retrata este retorno. Como es sabido, el hijo menor emancipado decidió marcharse a un país distante y allí dilapidó irracionalmente su fortuna. Extenuado en extrema desdicha, reconsideró y se dijo a sí mismo: “me pondré en camino y volveré a la casa de mi padre”.

El cuadro de pobreza y desamparo en que se ve abatido y extenuado el hijo pródigo, es la misma fotografía de tantísimos hombres y cristianos que han creído estar en la verdad errada de poseerlo todo y disfrutarlo lejos de la casa paterna. Lo más espinoso no reside únicamente en caer en un entorno de miseria moral y pecado, sino conformarse y amoldarse a esta realidad improcedente que acaba esclavizándole. Amén, que regresar al hogar de Dios, el Padre, después de haber merodeado por tierras remotas y extrañas sin techo, eso es la conversión.

“Como bálsamo suave y cargado de dones espirituales, llega hasta nosotros el Tiempo de Cuaresma, momento propicio que se desgrana en cuarenta días revestidos del amor imperecedero de Dios”

Dicho esto, para llegar a la experiencia de una conversión íntima, ésta ha de estar sustentada en la base de la vida cristiana y en el centro del mensaje de Jesús, porque implica nada más y nada menos, que la apertura de la mente y el corazón del hombre para abrazar la gracia divina de la salvación.

Sin embargo, esta apertura de la mente y el corazón es un don gratuito de Dios. El hombre por sí mismo no puede procurársela ni plasmarla, sino que ha de responder mansamente a la acción vivificante del Espíritu Santo que transforma los corazones. Por eso, es indispensable que imploremos esta gracia con humildad en un momento favorable de preparación como es el Tiempo de Cuaresma.

El Papa Francisco (1936-87 años) nos ofrece cuatro ideas clave para celebrar con el corazón confortado la Pascua, el Misterio de la Muerte y Resurrección de Jesucristo, manantial de vida y renovación para cada cristiano y comunidad.

Primero, la buena nueva de la Muerte y Resurrección de Jesucristo nos reporta a la memoria el núcleo de la fe cristiana, fundamento de nuestra alegría: que Dios es Padre y nos quiere con un amor “tan real, tan verdadero, tan concreto, que nos ofrece una relación llena de diálogo sincero y fecundo. Quien cree en este anuncio rechaza la mentira de pensar que somos nosotros quienes damos origen a nuestra vida, mientras que en realidad nace del amor de Dios Padre, de su voluntad de dar vida en abundancia”. La prueba es Jesucristo.

Por eso el Vicario de Cristo nos revela: “Mira a los brazos abiertos de Cristo Crucificado, déjate salvar una y otra vez. Y cuando te acerques a confesar tus pecados, cree firmemente en su misericordia que te libera de la culpa. Contempla su sangre derramada con tanto cariño y déjate purificar por ella. Así podrás renacer, una y otra vez”.

Segundo, la oración que no es una obligación, sino un menester fundamental, porque es una manera primordial de corresponder al amor que Dios no tiene, al igual que nos precede y sostiene. Es un diálogo en el silencio de corazón a corazón. De hecho, el cristiano ora con la conciencia de saber que es amado sin merecerlo. La oración puede contraer distintas formas, pero lo que incumbe a los ojos de Dios es que se impregne en nosotros con ternura, hasta llegar a palpar el endurecimiento de corazón y reportarla a la voluntad del Señor.

Escuchar la Palabra de Dios es una parte de la oración y del diálogo de amor. Dice al Santo Padre: “Dejémonos guiar como Israel en el desierto para que Él nos hable al corazón y escuchemos su voz, dejemos que resuene en nosotros con mayor profundidad y disponibilidad. Cuanto más nos dejemos fascinar por su Palabra, más lograremos experimentar su misericordia gratuita hacia nosotros”.

Tercero, apartar el letargo en el que estamos sumidos y percatarse de la voluntad de Dios. De ahí, que sea ineludible un giro en el rumbo y así perseverar en la voluntad de Dios como Jesucristo. No marchemos como quienes comentan o escuchan la última exclusiva; eso es palabrería impuesta por la curiosidad vacía y vana que en nuestros días puede apuntarse en la inercia artificiosa de los medios de comunicación.

Y cuarto, palpar sin miedo la carne de Cristo en las personas que sufren. El Misterio de la Pascua de Jesús no es un acontecimiento del pasado: por la eficacia del Espíritu Santo se hace continuamente actual. Las llagas de Cristo nos invitan a sentir piedad por las llagas de Cristo crucificado presentes en muchas víctimas inocentes de los conflictos bélicos, o los atropellos contra el anciano o la vida del no nacido.

Conjuntamente, los múltiples procederes de violencia en sus más diversas formas, más las calamidades medioambientales, la distribución indebida, indigna e improcedente de los bienes de la tierra, la trata de personas o el tráfico humano en todas sus maneras y la ambición descomedida de ganancias que, a su vez, es una práctica que se convierte en idolatría.

Por lo tanto, la Cuaresma nos recuerda que debemos compartir nuestros bienes con los pobres mediante la limosna. Así contribuiremos por sí mismo en la edificación de una aldea global más equilibrada. Compartir en la caridad hace al hombre más humano y bondadoso, mientras que acumular conlleva el peligro de enrocarse en el materialismo y egoísmo.

Francisco nos invita a reflexionar con estas palabras: “Jesús vino para darnos la vida plena. En la medida en que Él está en medio de nosotros, la vida se convierte en un espacio de fraternidad, justicia, paz y dignidad para todos. Este tiempo penitencial, donde estamos llamados a vivir la práctica del ayuno, la oración y la limosna, nos hace percibir que todos somos hermanos”.

“Dejemos que el amor de Dios se vuelva visible entre nosotros, nuestras familias, las comunidades y en la sociedad. El perdón de las ofensas es la expresión más elocuente del amor misericordioso y, para nosotros cristianos, es un imperativo del que no podemos prescindir”.

En definitiva, el Santo Padre hace un llamamiento a lo profundo de nuestro corazón para que seamos conscientes de lo que nos acecha: “Seamos protagonistas de la superación de la violencia haciéndonos heraldos y constructores de la paz. Una paz que es fruto del desarrollo integral de todos, una paz que nace de una nueva relación, también con todas las criaturas. La paz se teje en el día a día con paciencia y misericordia, en el seno de la familia, en la dinámica de la comunidad, en las relaciones de trabajo, en las relaciones con la naturaleza”.

Con estos mimbres, este volver a Dios se interpreta en actitudes nuevas y vitales de arrepentimiento, como de empeños de reparación, criterios y conducta, siempre bajo la atenta inspiración del Espíritu Santo. En cierto sentido, la conversión es dejarnos asistir por Dios, porque Él quiere contar con nosotros en primerísima persona para transformarnos en criaturas nuevas. He aquí el prodigio de la Cuaresma.

Con la celebración del rito de la imposición de las cenizas, nos hemos adentrado en el Tiempo de Cuaresma como un itinerario de preparación espiritual para la Pascua de Resurrección, siendo la parte central del Año Litúrgico para la Iglesia. Pero, ¿cómo es posible acoger con corazón agradecido este inmenso don que el Señor nos brinda? Entra con todo tu ser y quédate solo ante el Señor.


Qué dificultoso es entrar en la Cuaresma tal y como somos, sin enmascarar nada y permitir al Señor que nos ilumine y nos transforme. Luego, “Intra totus”: entra con todo tu ser. “Mane solus”: quédate solo. En este intervalo de tiempo favorable precisamos de manera concreta, hacer silencio dentro de nosotros y experimentar la aspereza del desierto, permaneciendo aislados para escuchar al Señor, profundizar en su Palabra y escrutar nuestro corazón y la conciencia.

¡Cuánto ruido existe a nuestro alrededor y dentro de nosotros! Una ebullición de sonidos que nos hace ser indiferentes a la voz de Dios. Exi alius: sal transformado. La magnitud del curso cuaresmal es capaz de cambiar nuestra vida. En ocasiones expresamos: ¡Cuántos deseos unidos a propósitos he tratado de realizar y los resultados han sido insulsos! En cambio, hoy y no mañana, el Señor te dice: ¡Este es el momento! ¡Vuelve a comenzar, porque yo estoy contigo! Entonces: Intra totus. Mane solus. Exi alius… He aquí una invitación de parte del Señor para vivir la Cuaresma en su plenitud.

Haciendo un recorrido sucinto de los primeros pasos en cuanto a los indicios de la Cuaresma, la primitiva celebración de la Pascua del Señor observó la praxis de un ayuno preparatorio el viernes y sábado anteriores a dicha conmemoración.

A esta práctica podría mencionarse la Traditio Apostólica, documento de comienzos del siglo III, cuando propone que los candidatos al bautismo ayunen el viernes y permanezcan la noche del sábado en vigilia. Por otro lado, en el siglo III la Iglesia de Alejandría, de profundos y recíprocos vínculos con la sede romana, vivía una semana de ayuno anticipado a las fiestas pascuales.

Aunque según consta el testimonio del escritor y prelado cristiano griego Eusebio de Cesarea, desde la última etapa del siglo II e inicios del III, concurrían certezas de actividades cuaresmales. Los diversos estudios del calificado como ‘Padre de la historia eclesiástica’, corroboran que en el año 332 ya existían referencias de la Cuaresma en Oriente y en Roma se había oficiado en el año 385.

Posteriormente, en el siglo IV, se apuntala el armazón cuaresmal de cuarenta días y se aprecian los primeros rastros de una configuración orgánica de este tiempo litúrgico. Con todo, mientras en este período aparece ya afianzada en poco más o menos todas las iglesias el establecimiento de la Cuaresma con los días antes señalados, la extensión del prólogo pascual se ajustaba en Roma a tres semanas de ayuno diario, menos sábados y domingos. Este ayuno pre pascual duró poco tiempo, pues a finales del siglo IV ya se observaba la disposición cuaresmal de cuarenta días.

Recuérdese al respecto, que la determinación de esta cantidad de días conserva evocaciones bíblicas. Así, el número cuarenta, tanto en días como en años, es característico en las Sagradas Escrituras y la tradición hebraica. Los Padres de la Iglesia lo unen a “dificultad, tribulación y punición”. Contemplando algunos ejemplos, en el Antiguo Testamento el diluvio en tiempos de Noé se mantuvo durante cuarenta días; Moisés y Elías, modelos de la Ley y de la Profecía, respectivamente, ayunan cuarenta días; Jonás profetiza que Nínive si no se convierte, sería devastada al cabo de cuarenta días; Israel al salir de Egipto atraviesa el desierto durante cuarenta años; y bajo la opresión de los filisteos, Israel perdura cuarenta años.

El espacio cuaresmal de seis semanas de duración apareció posiblemente coligado al hábito penitencial: los penitentes emprendían su instrucción más intensa el VI Domingo antes de Pascua y experimentaban un ayuno hasta la jornada de la reconciliación, que acontecía en la asamblea eucarística del Jueves Santo. Además, este período de penitencia recibió el nombre de Quadragésima o Cuaresma.

Asimismo, durante los primeros destellos de organización cuaresmal se celebraban únicamente las reuniones eucarísticas dominicales. Aunque los miércoles y viernes constaban asambleas no eucarísticas. Pero en las postrimerías del siglo IV, los encuentros del lunes, miércoles y viernes ya celebraban la eucaristía. Subsiguientemente, los martes y sábados se incorporaron a otras asambleas eucarísticas.

Alcanzado el siglo VII se añadieron cuatro días antes del I Domingo de Cuaresma, disponiendo los cuarenta días de ayuno al objeto de reproducir el ayuno de Cristo en el desierto. También era una actividad acostumbrada en Roma que los penitentes inauguraran su penitencia pública el primer día de Cuaresma, siendo rociados de cenizas, envueltos en sayal y obligados a permanecer lejos hasta que se reconciliaran con la Iglesia el Jueves antes de Pascua.

En suma, el proceso se concluyó bajo el pontificado de Gregorio II (715-731), con la asignación de un formulario eucarístico para los jueves de Cuaresma. Cuando estas prácticas fueron cayendo en desuso a partir del siglo VIII hasta el X, el comienzo de la etapa penitencial de la Cuaresma se encarnó colocando ceniza en las cabezas de los feligreses.

De manera, que con la imposición solemne de las cenizas se emprende una estación espiritual, especialmente destacada para todo cristiano que desee prepararse dignamente para vivir el Misterio Pascual. Este tiempo vigoroso del Año Litúrgico se define por el mensaje bíblico que puede ser simplificado y aunado en una sola palabra: “matanoeite”. Es decir, “convertíos”.

Este imperativo es presentado en la mente de los fieles mediante el rito austero de la imposición de la ceniza, el cual, con las palabras “Convertíos y creed en el Evangelio” y con la expresión “Acuérdate que eres polvo y al polvo volverás”, nos llama a recapacitar acerca de la trascendencia de la conversión, recapitulando la inexorable caducidad y efímera fragilidad de la vida humana encadenada a la muerte.

Un signo junto a unas palabras que denotan perceptiblemente la caducidad, la conversión y la aceptación del Santo Evangelio. O sea, la primicia de vida que Cristo desea transmitirnos en la Pascua. Y se visibiliza como declaración de intenciones a la Palabra de Dios presta a la conversión, como preámbulo y abertura del ayuno cuaresmal y del recorrido de preparación a la Pascua.

Curiosamente, la Cuaresma comienza con ceniza y concluye majestuosamente con el fuego, el agua y la luz de la Vigilia Pascual. Porque en el fondo, algo ha de quemarse y destruirse en nosotros, imagen del hombre viejo vendido al poder del pecado, para dar origen a la majestad del hombre nuevo recreado en la vida pascual de Cristo.

El sugerente ceremonial de la ceniza encumbra nuestras mentes a la realidad eterna que no pasa en absoluto, a Dios: principio y fin, alfa y omega de nuestra existencia. La conversión no es, en efecto, sino un retornar a Dios Padre, apreciando las situaciones terrenales bajo el albor evidente de su verdad y misericordia.

Una valoración que entraña una conciencia cada vez más cristalina en el hecho de que estamos de paso en esta compleja travesía sobre la tierra, y que nos induce e inspira a obrar rectamente hasta el final, a fin de que el Reino de Dios se establezca dentro de nosotros y prevalezca su justicia. Indudablemente, sinónimo de conversión es así mismo la palabra penitencia, como cambio de mentalidad y actitud en el seguimiento de Cristo. El trecho cuaresmal nos proporciona a los bautizados la ocasión de conmemorar y evocar el sacramento de nuestro bautismo, por el que renacimos a la vida nueva de los hijos de Dios y fuimos incorporados a la Iglesia.

Es una oportunidad sublime para renovar la fe y la vida cristiana, personal y comunitariamente, vivificando el amor a Dios y los hermanos con el trípode de la oración, el ayuno y las obras de la caridad, robusteciendo la adhesión a Jesús en el seno de la comunidad y vivir las enseñanzas del Evangelio en el día a día.

Dios no deja de conversar con nosotros y no cesa en su ahínco de salir a nuestro encuentro. Ya en lo más secreto e introspectivo de cada persona, tintinea su voz pausada. Cuando Dios nos habla al corazón, hemos de escuchar afablemente su Palabra, acogerla y entregarnos enteramente a ella, dejarnos guiar por Él como llevados de la mano. Dios se nos da a sí mismo en su Hijo, Jesús. Por eso, nos podemos fiar de Dios, al igual que un niño se abandona en los brazos de su madre y se deja llevar por ella.

Tal vez, por el endurecimiento que reina en nuestro corazón, nos resistamos a Dios y nos cerremos radicalmente a su voz. Con asiduidad el corazón del hombre está corrompido: son los sesgos desordenados que nos arrastran al pecado, dando la espalda al Señor y obrando al margen de Jesucristo. A su vez, persistimos convencidos en la mentalidad de un mundo que se contrapone al proyecto de Dios; o quizás, nos dejamos embaucar por el señuelo pernicioso del maligno que ambiciona apartarnos de la integridad.

“La Cuaresma es una ocasión vivencial más fuerte, intensa y solemne, unido a un paréntesis catequético para crecer como personas, pero sobre todo, como cristianos”

Del mismo modo, es sencillo enmarañar las muchas opiniones o pretensiones con la llamada de Dios, al igual que nos dejarnos llevar por la subjetividad y arbitrariedad, alejándonos de la verdad que se halla en la Palabra de Dios y que nos llega por medio de su Iglesia.

Retomando una parte sustancial de lo antes expuesto, de entre las diversas prácticas cuaresmales que nos propone la Iglesia, la vivencia de la caridad ocupa un lugar destacado. Así, no lo resurge literalmente San León Magno: “Estos días cuaresmales nos invitan de manera apremiante al ejercicio de la caridad; si deseamos llegar a la Pascua santificados en nuestro ser, debemos poner un interés especialísimo en la adquisición de esta virtud, que contiene en sí a las demás y cubre multitud de pecados”.

Esta vivencia de la caridad ha de vivirse fundamentalmente con quien tenemos más próximo, o en el entorno concreto en el que nos desenvolvemos. De modo, que como refiere San Juan Pablo II (1920-2005), vamos edificando en el otro “el bien más precioso y efectivo, que es el de la coherencia con la propia vocación cristiana”.

En consecuencia, como bálsamo suave y cargado de dones espirituales, llega hasta nosotros el Tiempo de Cuaresma, momento propicio que se desgrana en cuarenta días revestidos del amor imperecedero de Dios, y como expectativa que nos hace salir de nosotros mismos hacia un ritual encaminado al encuentro personal con Dios, predispuesto a renovarse y remodelar y reorientar nuestra vida al verdadero camino de salvación.

Si cabe, una ocasión vivencial más fuerte, intensa y solemne, unido a un paréntesis catequético para crecer como personas, pero sobre todo, como cristianos. Invitándonos a desprendernos de las cosas materiales, o de aquello que nos mantiene firmemente anclados y abstraídos en el egoísmo, haciéndonos más inaccesibles por dentro y menos abiertos a Dios y al prójimo.

Finalmente, atrevámonos a llevar la mirada y el corazón a Dios, dejémonos encontrar por su amor compasivo y vivamos en adhesión entrañable sus mandamientos. Como nos alienta textualmente el Papa Francisco: “No nos cansemos de hacer el bien. No nos cansemos de orar, porque nadie se salva sin Dios. No nos cansemos de extirpar el mal de nuestra vida; el ayuno cuaresmal fortalece nuestro espíritu en la lucha contra el pecado. No nos cansemos de pedir perdón en el sacramento de la Penitencia, porque Dios no se cansa de perdonar. No nos cansemos de luchar contra la concupiscencia, esa fragilidad que nos lleva a toda clase de mal. Y no nos cansemos de hacer el bien en la caridad activa hacia el prójimo”.

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