En una somera aproximación sucinta a los ‘Tercios de Flandes’, con el protagonismo denodado de los Soldados Hispanos, allá por los siglos XVI y XVII, respectivamente, formando parte del exponente en lo que evidenció el paradigma de un Ejército mostrado como un microcosmos intrínsecamente adherido en la sociedad, no ya sólo en el entorno de España como Nación, sino en las señas de identidad de la Europa del momento.
Y es que, el talante en su organización y estrategia militar, ensamblado en cuantos conflictos armados se iniciaron en 1572 perpetuándose hasta 1659, se convierten sin parangón en la traza de estas milicias, con el incremento progresivo en las cifras que lo aglutinan. Sin duda, será la figura prominente del Renacimiento italiano, Nicolás Maquiavelo (1469-1527), el que proyecte la metamorfosis originada en el arte bélico, formulando un estudio al que le acompañan otros conceptos que auguran cambios significativos, tanto en la materia técnica como teórica.
De manera, que el Arma de Infantería está en condiciones de vencer a la Caballería, deslindándose que la cuantía de efectivos es más eficiente que la misma disposición. Aparentemente, esta vicisitud hace que se libren batallas colosales, y por ende, guerras más efímeras y resolutivas que de ningún modo se darán en el Viejo Continente, siempre sumido en incesantes disputas. Así, desde 1530, existe el menester de contingentes con dígitos imponentes: en 1574, el ‘Ejército de Flandes’ agrupa a más de 86.000 hombres; mientras, en 1624, lo realiza con 71.288, cuyo peso numeral y estratégico lleva en volandas a la Infantería con los ‘Tercios de Flandes’.
Obviamente, en este escenario centellean y lucen los progresos en el adiestramiento, la disciplina y el armamento desplegado, que al conjugarse se nutren convenientemente en el ‘Ejército de Flandes’.
Toda vez, que en sobradas coyunturas estas huestes se hallan ante otros avances técnicos como la ‘trace italienne’, vislumbrando que la defensa está por encima de la ofensiva en la ‘Guerra de Sitio’. Cuestión abordada en los pasajes que anteceden a esta disertación.
Entretanto, el conflicto contra los Países Bajos parece algo así como una sucesión de colisiones de guerrilla sin coordinación, más que propiamente una guerra a gran escala, donde la colaboración civil es tan sublime como la militar. Siendo dificultoso averiguar la singularidad de los activos pobremente dotados y que compiten enojados y los civiles impulsivos, así como asentar la generatriz donde se emprende la ‘guerra convencional’ y concluye la ‘guerrilla’.
“Los Tercios de Flandes demostraron ser el recurso más cualificado en el trípode administrativo, organizativo y de mando, que fundido a la extraordinaria eficacia y excelencia operativa, le auparon en la cúspide y a ostentar el honor de ser acreditados como los Viejos Tercios”
Por lo cual, lo que aquí se desgrana es una guerra con impronta intensa y agotadora, e indicadores y variables dependientes, intervinientes, independientes e identificativas, pasando finalmente a denominarse la “Guerre aux vaches”, con el protagonismo audaz e intrépido de los ‘Tercios de Flandes’.
Al ceñirme en los cimientos de este Ejército, por sí mismo, establece la raíz en el que convergen militares de diversa procedencia, tanto cultural, como económica y étnica; donde el contraste jerárquico es implacable. En otras palabras: subyacen Tropas a las que por diversos raciocinios y lógicas, les aguardan cientos por miles de civiles prestos a involucrarse.
Ni que decir tiene, que desde la proclamación de Carlos I (1500-1558) hasta el fallecimiento sin sucesión directa de Carlos II (1661-1700), la incorporación de las partidas imprescindibles para las guerras imperantes, se convierte en uno de los mayores inconvenientes a los que hubo de enfrentarse la Dinastía Habsburgo.
La praxis del reclutamiento voluntario, bien por medio de las Comisiones o Asientos, puede precisarse que se desenvolvió adecuadamente hasta los años noventa del siglo XVI. Habitualmente, se pretendió que estas fuerzas enarbolasen la casta hispana.
De hecho, en atención al destino para combatir, a través de las Comisiones se materializaban levas en varias regiones. Así, en Castilla la Vieja y los sectores cántabros, eran las esferas predestinadas para que la designación recayese en los Países Bajos. Por medio de los Capitanes a los que Su Majestad el Rey otorgaba una comisión, se insistía en el enganche estimulado con asignaciones de uno a tres escudos en el mismo instante de la afiliación.
Así, la amplia mayoría de los interesados que finalmente decidían enrolarse, pertenecían a la clase campesina, lastrados con flacos ingresos y ahogados por registros hipotecarios. Conjuntamente, se inscribían ciudadanos discriminados, aunque no todos eran plebeyos, también existían caballeros dispuestos como particulares. Amén, que por méritos de guerra se encaramaban en el escalafón.
En esta tesitura los Soldados españoles eran los más cotizados, con el convencimiento que en su naturaleza despuntaba la valentía, osadía y bravura, teniendo los sueldos más altos y agraciados con numerosas recompensas.
En las postrimerías del siglo XVI se origina el requerimiento de incorporar Tropas, porque en el horizonte se divisa: primero, la conquista del Reino de Portugal en 1580; segundo, la intervención de la ‘Armada Invencible’ en 1587 y 1588; y tercero, la participación en Francia en 1589. Además, Felipe II (1527-1598) se implica de lleno en seis frentes abiertos: Inglaterra, Lombardía, Languedoc, Franco-Condado, Guerra Marítima y Países Bajos. Simultáneamente, la epidemia de peste asola la Península Ibérica (1598-1602) aniquilando el 8% de la urbe. De ahí, que la leva se generase en otras comarcas con los asentistas o personas encargadas de implementar los asientos registrales, e incluso en la gestión de las municiones.
Asimismo, los asentistas tenían la potestad de levar en áreas exteriores del Imperio, operando como Jefes de sus Tropas, para ello designaba a los Oficiales y, a su vez, se comprometían con otros Ejércitos. En tanto, SS.MM. los Reyes de la Casa de Austria procuraron que los Soldados fuesen sus súbditos y que no existiese un guarismo considerable de mercenarios, con poca o nula deferencia ideológica o de nacionalidad, preferencia política o religiosa del bando para el que luchaban.
Sin embargo, el segundo espacio de preferencia para verificar los enganches se produjo en Italia. La familiaridad y el compañerismo de estas Tropas destacaban tras los españoles, concurriendo regimientos de alemanes en unas sumas altas, pero se desconfiaba en demasía por probables motines, sobre todo, porque las huestes rivales derivaban de ellas.
A la hora de la verdad, valga la redundancia, la Infantería germana se contemplaba similar o más perseverante al Rey que los españoles, al aliarse en menos levantamientos. Al contrario, otros países que engalanaron el heterogéneo ‘Ejército de Flandes’ se vincula a los ingleses, borgoñeses, valones, irlandeses y escoceses.
A partir de 1620, España explotó la imposición y el rigor para formalizar incorporaciones, levando a los pobres presentes en las ciudades y valiéndose de la clemencia en el reclutamiento de vagabundos y bandidos. Si bien, las indagaciones obradas por la historiografía militar desvelan que este procedimiento agrandó copiosamente las deserciones.
En otro orden de cosas, la semblanza del Soldado del ‘Ejército de Flandes’ comenzaba a convertirse en una asidua supervivencia desde el instante de su admisión y consiguiente desplazamiento. En paradójicas ocasiones se esgrimió la senda marítima para el envío de Tropas, siendo el más empleado los corredores terrestres como el ‘Camino Español’. Uno de los escollos más redundantes constituía el hospedaje y la manutención diaria.
Hasta el año 1550 el método de abastecimiento extremadamente antiguo, se fundamentó en el requisamiento de alimentos, allí donde transitaran, así como en la estancia de los pueblos donde residiesen. Las contrariedades de ciertas conductas condujeron que muchos de los integrantes, incluyendo a los Oficiales, se les inculpara de abusos y atropellos contra la población civil.
Del mismo modo, con más calado en las Tropas trasladadas, repercutió la instauración de la Institución llamada ‘etapa’, ‘étape’ o ‘stape’, usada con propósitos comerciales como centros de suministros de acopios y albergue. Inicialmente, van a ser las Administraciones las que conserven a los Soldados en movimiento, con el posterior desembolso de indemnizaciones; pero, la observancia en su plasmación, hace más seguro encomendar esta tarea a los asentistas particulares.
Según los patrimonios de la Corona, quiénes estaban al servicio con las armas debían de sufragar o no de su bolsillo la plaza en rancho. Si lo primero acontecía, lo más presumible es que se incitasen desbarajustes o abandono.
El entramado del Ejército no estaba configurado únicamente por sus componentes, sino por un voluminoso grupo de personas, de las cuales, cónyuges y prostitutas eran una pequeña parte. A pesar de las tentativas por reducir o impedir el casamiento, eran cuantiosos los que a la postre contraían matrimonio. Por lo demás, las mujeres proporcionaban alguna contribución económica con labores de sirvienta, cocinera, lavandera, etc.
Paulatinamente, con las Ordenanzas de 1596 se redujeron las prostitutas a cuatro y ocho meretrices por Compañía de 200 hombres. Aparte de las mujeres con sus hijos, no ha de soslayarse, los lacayos o asistentes que auxiliaban a los Soldados relacionados con la nobleza; los Oficiales poseían a su cargo entre cuatro o cinco mozos. Otro patrón de agregados residió en los vivanderos o vivandiers, que facilitaban las dotaciones, equipo o dinero.
En España con una fuerte tradición ordenancista, las Ordenanzas que se crearon para el régimen de los militares y la buena dirección de las Tropas, se enfilaron visiblemente a dos matices principales: primero, el regulador en lo que atañe a los tintes de las huestes y, segundo, asentar la correlación entre quien la promulga y aquellos a quienes se dirige.
Al Cuerpo satisfecho por los Oficiales, la Corona quiso conservarlo bajo su control, logrando este empeño. Tómese como ejemplo la autoridad del Capitán General del ‘Ejército de Flandes’, con una paga de 36.000 escudos, equiparándose su renta a la de los grandes de España. Sosteniendo un hábito aristocrático con mayordomo, tesorero, gentiles-hombres de cámara u otros, así como con sujetos similares a los Oficiales de Estado Mayor.
En el escala inferior se hallaba la Tropa, enteramente subordinada a las prescripciones de los Capitanes. Evidentemente, de ellos estribaba la disciplina, así como el castigar, oprimir o imponer los agravios pertinentes. Sin mediar en ningún superior, seleccionaban a los Sargentos y ocho Cabos que conformaban la Compañía. Igualmente asignaban las denominadas ‘ventajas ordinarias’, ascendiendo el salario de tres escudos y a su juicio, distribuía otros 30 escudos de complemento que el Tesoro Militar reservaba, erigiéndose en prestamistas.
La incompetencia de algunos Oficiales, avivó un sinfín de revueltas y desórdenes, proyectando que el Gobierno tratase de pagar en mano y en especie a la Tropa. Realidad que se consolidó en 1630.
Uno de los quebraderos de cabeza de la Corona radicó en el sostenimiento cotidiano de las Tropas, encomendándose en surtir el pan de munición y este se descontaba de la mensualidad. Pero la desdicha comparecía en cualquier santiamén, porque los proveedores caían en bancarrota o la calidad del pan causaba padecimientos y enfermedades infecciosas.
En este contexto, en 1580, el depósito de vestimenta quedó en manos de la Intendencia y aunque su escasez no indujo a alzamientos o desbandadas, conforme evolucionaba los entresijos de la guerra, los Tercios pasaron de Tropas engalanadas con múltiples colores y ornamentos, en harapientas bandas parecidas a los pícaros.
Y es que, identificadas menos trascendentes de proveer que el pan, las armas y las armaduras, eran entregadas a crédito por los asentistas asalariados por el Gobierno, de manera que el Soldado asumiese el importe de la pólvora y las municiones.
Por supuesto, la insatisfacción contrajo dos fragosidades como vías de escapatoria: el motín y la deserción. Con respeto al primero, como desaprobación colectiva para que se les tratasen más humanamente, confluyeron dos cursos coincidentes con épocas de crisis y arduas demoras (1573-1576/1589-1607), fusionado al encarecimiento de subsistencias.
Entre sus motivos podrían determinarse que eran de distinta índole y nada mejor que mencionar brevemente las demandas requeridas.
Previamente, se reivindicaba la liquidación de los aplazamientos, tanto los que se encontraban en activo como los difuntos. No cerrándose el asunto, se reivindicaba la fatiga de la guerra, las pésimas adversidades o el fiasco ante la persistencia e inutilidad de la conflagración, hasta constituirse en los alegatos para sublevarse.
Otras de las reclamaciones, entre algunas, surgieron con el cuestionamiento de hospitales militares o almacenes de víveres a costos accesibles, o la presencia de más cirujanos o clérigos para cada Compañía.
Curiosamente, la figura del Soldado raso desprestigiado por sus Jefes y detestado por los civiles, ahora, si cabe, se afincaba en un peldaño más elevado, valiéndose del motín para ser alguien, al igual que sus compañeros de armas, piqueros arcabuceros o caballeros, una vez concitados, tenía los mismos rangos.
Con una templanza magistral, el dinamismo de la experiencia acumulada, las armas y la cantidad, apremiaron a la Corona a no dejar caer en la balanza ninguno de sus requerimientos.
“En España con una fuerte tradición ordenancista, las Ordenanzas que se crearon para el régimen de los militares y la buena dirección de las Tropas, se enfilaron visiblemente para dos matices principales: el regulador, en lo que atañe a los tintes de las huestes y la correlación entre quien la promulga y aquellos a quienes se dirige”
Indudablemente, no ha de encasillarse los motines como el origen del descalabro de la guerra. No obstante, se puso en jaque a la Monarquía por el derrumbe financiero y militar que ello acarreó.
En alusión al segundo, la deserción en terminología militar es el abandono del deber, e inclusive más pretendida que el motín, porque obtiene la libertad y la vida, valorando que los motines culminaban en auténticos baños de sangre. A diferencia que estos disminuyeron con etapas de buenas recolecciones, progresos en la Administración de Justicia Imperial, provisión asegurada de pan, residencia, indumentarias, etc., se acrecentaron las deserciones como réplica personal.
Con el advenimiento del siglo XVII la inspección del Gobierno sobre los movimientos de las fronteras se suavizó enormemente, haciendo asequible la deserción con más facilidad y abarcando a los expatriados.
Además, los desertores dispusieron del complot de sus camaradas, el clero, la población local y los magistrados.
Al no moderarse esta tendencia, las medidas aplicadas para contrarrestar la deserción no quedaron meramente en las ejecuciones, presidio o latigazos, sino que al unísono se impuso la disolución de la unidad que se revirtiera en antieconómica. Me refiero a la conocida ‘reforma’, desacreditada entre los Oficiales.
En resumen, el desgarro de la guerra trajo consigo la exigencia indeterminada de hombres, medios, dinero y prestigio encaminados a la degradación y derrota. El fondo de las frustraciones no recayó en la efímera preparación técnica, ya que era bastante apropiada para el período reinante.
La decadencia tampoco ha de atribuirse a los motines o deserciones permanentes, porque estas dejaban entrever las trabas y el factor real del fracaso: la carencia de capital. Regularmente, los ingresos del ‘Ejército de Flandes’ rondaron los límites. Sin profundizar demasiado en este matiz y del que aún queda muchísimo por esclarecer, la desazón e inseguridad persistente del Soldado se debió principalmente a las singularidades de unas operaciones intensas y sufridas.
Alcanzado este fragmento del texto y de los dos pasajes que le anteceden, es imprescindible dejar a expensas del lector la premura irrevocable de suscitar una reflexión honesta, serena y sensata, percibiendo en perspectiva la memoria de los ‘Tercios de Flandes’.
Esta aseveración es reveladora porque su relato se tergiversa para bien o para mal, en tanto estos se intricaran en una u otra circunstancia ofensiva. Me explico: la crónica de las guarniciones italianas, los designados ‘presidios’, donde normalmente se subsistía placenteramente con botines, mujeres y vino, nada tenía que ver a la que se cristalizó en Flandes, que ofrecía pobreza, aun dando la posibilidad de prosperar haciéndose con un rico trofeo o algún prisionero acomodado.
En una comparativa con la existencia del campesinado, infatigablemente desafiado a una pésima tenacidad por adquirir el sustento diario y exhausto por las complejas cargas de impuestos o derechos señoriales; el Soldado de los Tercios, al menos, se prevenía de la ración de pan. Y si este, tras largos años de sacrificio conseguía sobrevivir a los embates, tal vez, llegaba a ser un hombre mejor posicionado.
Este es a groso modo, el retrato impertérrito del ‘Ejército de Flandes’, que con el acontecer de los trechos afianzó la creación de otros ‘Tercios’, puliendo las metodologías afines de la batalla: combatían armonizando con desparpajo la idiosincrasia de las picas y espadas con los arcabuces y mosquetes. O lo que es igual, las armas blancas con las de fuego.
Claro, que los ‘Tercios de Flandes’ demostraron ser el recurso más cualificado en el trípode administrativo, organizativo y de mando, que fundido a la extraordinaria eficacia y excelencia operativa, le auparon en la cúspide y a ostentar el honor de ser acreditados como los ‘Viejos Tercios’.
Primero, a más de 100 metros abrían fuego con los pesados mosquetes; inmediatamente y a una distancia más reducida, disparaban los arcabuces y, sin dilación, el enjambre de piqueros prosperaba metódicamente en cuadro conformando una auténtica muralla de hierro inexpugnable, aminorando sus largas picas que punteaban a las Tropas asaltantes.
Estos eran los ‘Tercios de Flandes’, algo así como caparazones provistos de acero, madera y cuero, que tramaban a la perfección su estrategia de manera rigurosa y terrorífica.