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La película cambia dentro del CETI

 Inmigrantes aseguran que escasean los cepillos de dientes y que duermen en habitaciones colapsadas. Lo peor del viaje a Melilla, la persecución en Marruecos.

Ya nadie, ni siquiera el Defensor del Pueblo, se cree que el hacinamiento del Centro de Estancia Temporal de Inmigrantes de Melilla es un problema puntual o que tiene instalaciones óptimas. El CETI lleva al menos seis meses al doble de su capacidad, acogiendo de media a unos 900 inmigrantes y en los últimos dos años siempre ha estado por encima de su capacidad máxima (480 personas).
Aún así, una cosa es verlo, contarlo o valorarlo y otra muy distinta, vivirlo. Inmigrantes consultados ayer por El Faro a las afueras del centro aseguraron a este periódico que tras el salto a la valla del martes y la entrada de 500 subsaharianos, escasea la comida. “No he podido desayunar. Cuando termina el horario de comida, cierran el comedor aunque aún haya cola”, comentó uno de los afectados.
También les preocupa vivir en dependencias atestadas y que empiecen a faltar los kits de higiene, la ropa y los zapatos, dicen mostrando las chanclas que les da el CETI. “No tenemos cepillo de dientes y dormimos en habitaciones grandes de 150 personas. Hay otras mejores, más pequeñas para 30 ó 40”, aclara otro de los inmigrantes consultados.
La situación es de emergencia extrema. Dentro del CETI, según estas fuentes, hay doce tiendas instaladas (Cruz Roja habla de once) y en la explanada que está frente al centro, el Ejército ha montado otra decena. En total, hay 753 personas durmiendo fuera de las habitaciones reglamentarias, en camas cedidas por la Comandancia Militar de Melilla (Comgemel).
Aún así, estas dificultades no les alejan de su gran sueño: Salir de Melilla hacia Málaga o Almería. Los ojos se les encienden cuando pronuncian estas dos palabras en un castellano limitadísimo.
Es el caso de Mohamed un inmigrante de Costa de Marfil que tiene 22 años aunque aparenta muchos más. Llegó a Melilla el 28 de febrero junto un grupo de 217 subsaharianos (la mayoría, procedente de Camerún y Guinea), que saltó la valla por una zona próxima al paso fronterizo de Beni Enzar.
Mohamed tardó cuatro meses en entrar en Melilla “trepando”. Eso sí, en ese tiempo sólo lo intentó tres veces. “Hoy no he comido”, comentó a El Faro poco antes de la una de la tarde de ayer.
E. tiene 24 años y es de Gabón. Entró en Melilla hace “tres meses y quince días”. Él intentó superar la doble alambrada muchas veces. “Veinte o más”. Según dice, lo echaron fuera en más de una ocasión. En Melilla no se quedaría por nada del mundo. “Aquí no hay trabajo para mí”, dijo en un inglés callejero.
Sus aspiraciones son llegar a Málaga o a Almería. “Le rezo a Dios cada día para que así sea”, señaló ayer a El Faro mirando al cielo.
Consultado por este periódico sobre cuántos compatriotas dejó en el monte Gurugú al saltar, E. hace gestos con las manos que indican gran cantidad. “Incontables”.
Cuando El Faro le pide que dé una cifra aproximada, habla de 2.000, pero cree que este dato puede no ser fiable porque las personas que están en Marruecos con intenciones de saltar a Melilla son de muchas nacionalidades. “Sobre todo de Camerún, Gabón, Senegal, Mali y la República Centroafricana: Incontables”.
E. comenta a El Faro que se animó a empezar el largo viaje hacia la ciudad ilusionado con las noticias de los saltos de la valla que veía en Euronews y la BBC. “Yo quería hacer mi vida en otro país. Quizás en Ghana, pero leía las revistas y veía telediarios donde aparecían las imágenes de gente entrando en Melilla y creí que sería fácil”.
A toro pasado, E. mira para atrás con una tristeza que no puede describirse. “Es muy difícil. Hay mucha Policía. La ruta empieza por la costa Atlántica, sigue por el desierto del Sáhara y de ahí a Marruecos. Tardé cuatro meses en llegar a Melilla desde Gabón y luego pasé ocho meses en el Gurugú. Lo peor son las noches huyendo de la Policía.  Si pasas toda la noche corriendo, por el día estás cansado y no puedes saltar. Es un viaje muy difícil”, dijo.
Preguntado sobre si volvería a intentarlo, E. no contesta. Fija su vista en el monte Gurugú sin pronunciar palabra. Luego, como un resorte, recobra la sonrisa. No quiere ser fotografiado delante de los vigilantes de seguridad del CETI y elige el sitio exacto donde colocarse.

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