Opinión

La sumisión silenciada de un pueblo apresado por el arsenal represivo

Bielorrusia, oficialmente la República de Belarús, persiste abocada en su represión máxima contra los medios independientes y en ningún otro tiempo tan atenazada por las autoridades, como tras la controvertible reelección del presidente del país, Alexandr Lukashenko (1954-70 años). Y es que en los tiempos que vivimos, existen hechos paradigmáticos difíciles de imaginar, en los que el estatus de cualquier medio de comunicación es purgado, padece registros incesantes y es objeto de un rosario de cargos penales, para a la postre, ser manchado con el lastre de revolucionario.

De ahí, que no quede otra que quiénes se afanan por llevar a término su labor periodística con brillantez, lo ejerzan desde algún rincón en el exilio. A diferencia de otros, que se dejan avasallar haciéndolo con aparente naturalidad, para a fin de cuenta dar voz y voto a la propaganda impuesta por el régimen.

Con lo cual, la censura está servida junto a la violencia, las detenciones masivas, los rastreos dispuestos en las viviendas particulares y cómo no, en los despachos de prensa, donde los agentes bielorrusos perpetran el terrorismo de Estado para encubrir y desfigurar a las pocas voces críticas que resisten.

De hecho, las leyes han sido sutilmente retocadas para proporcionar una especie de betún que avale los atentados contra la libertad informativa. Mientras el poder judicial subyugado al gobierno, asemeja la labor de los editores independientes con el calificativo de extremismo y la mayoría de los medios materializa su trabajo desde el extranjero, si es que antes no se le ha forzado a suspender sus publicaciones.

Según diversos investigadores, desde 2006 hasta 2024, Bielorrusia ha seguido catalogada como una autocracia. A tales efectos, ha aportado esencialmente la centralización del poder en su presidente, donde se someten cada una de las fórmulas de disidencia pública y se acortan los derechos del conjunto poblacional.

Además, durante los últimos coletazos de la Unión Soviética, los círculos bielorrusos no emprendieron la liberalización y si bien despuntó una corriente independentista, ésta naufragó por la ausencia de identidad nacional y la ambición de continuar ostentando los beneficios propios de la cooperación con Rusia. Por lo que su independencia fue el producto del malogrado golpe de Estado de 1991, y tres años después se promulgó la constitución. Y en las Elecciones Presidenciales de ese mismo año Lukashenko consiguió el triunfo, quien desde entonces lleva ininterrumpidamente las riendas del país.

Dicho esto, el engranaje de transformación de Bielorrusia mirando hacia algunas perspectivas de futuro democráticas es prácticamente inexistente, ya que a día de hoy, es categorizada como ‘autocracia de línea dura’, alcanzando una insignificante competencia en sus indicadores de mutación política. Aunque tanto la independencia como la soberanía es admitida por la urbe, el pensamiento patriótico del Estado es objetado por algunos como dañino para el afianzamiento nacional.

Conjuntamente, la nación ha sostenido numerosas dificultades para diversificar la identidad rusa y bielorrusa, pero a partir del año 2008 ha mejorado. En 2014, en parte como reflejo a la crisis ruso-ucraniana y pese a la propaganda de influjo ruso, Lukashenko ha pretendido aminorar la sujeción de Rusia.

En este aspecto, la campaña electoral de 2020 trajo consigo una progresiva conciencia cívica y nacional. No obstante, desde el inicio de la guerra ruso-ucraniana (24/II/2022), las autoridades han asegurado que únicamente podrán apoyar la soberanía e independencia por medio de una acuerdo con Rusia, mientras que la ciudadanía se inclina por una proximidad a la Unión Europea (UE).

Asimismo, Lukashenko exploró a más no poder el respaldo político y económico e incluso militar de Moscú, para mantener su poder. Claro está, que a cambio de reconocer la integración de Ucrania en 2021 y facilitarle territorio e infraestructura a las tropas rusas, así como el estatus de extraterritorialidad.

Recuérdese que Bielorrusia concurría a las urnas sin apenas expectativas (26/I/2025), acorde a este tipo de acontecimientos. No había motivo para una posible campanada en la capital, Minsk, porque Lukashenko, apelado ‘el último dictador de Europa’, dilataría, según sostenían los pronósticos, su permanencia tediosa en el mando. Lleva aferrado nada más y nada menos, desde 1994 y ha logrado trazar un engranaje autoritario donde es inverosímil desmantelarlo, o siquiera, hacerle vacilar.

La oposición, diseminada a duras penas en el exilio o recluida, no consigue encaramar la voz y reprochar el artificio electoral que el régimen, en perfecta sintonía con el Kremlin, lleva desenvolviendo con sus tentáculos durante décadas.

Retrocediendo brevemente en el tiempo, en las pasadas elecciones Lukashenko obtuvo la victoria con el 80% de las papeletas, pero pronto se tachó de estafa al proceso electoral. Detonaron un sinfín de acusaciones y críticas en las calles que acabaron reprimiéndose con ferocidad, causando miles de detenciones, centenares de heridos y el cerrojazo de medios de comunicación y entidades civiles.

Y desde la vertiente política, la oposición apenas posee energías como para convertirse en alternativa. El principal rostro de la oposición, Svetlana Tijanósvskaya (1982-42 años), se halla en el destierro y ha emplazado a boicotear el proceso, pero parece peliagudo que su deseo se transforme en realidad. La única política que el sistema contempla como la oposición es Anna Kanopatskaya (1976-48 años), pero no dispone de los medios adecuados como para desafiar un régimen intransigente. A ello hay que añadir, que como un espectro en la clandestinidad y detrás de la estampa de Lukashenko, se esconde Vladímir Putin (1952-72 años) y, por desenvolvimiento, la Federación de Rusia.

Acto seguido de las desaprobaciones en 2020, Moscú vigorizó el régimen bielorruso, acreditando su aplomo en un intervalo donde la quiebra de apoyos internacionales inquietó con hacerle precipitarse. Esta conexión se ha descifrado en desplazamientos estratégicos, como el despliegue de armas nucleares tácticas en espacio bielorruso o la utilización de este último como armazón para la invasión de Ucrania.

“He aquí el retrato imperial silencioso y agónico que escolta a Bielorrusia: el sistema de justicia atropella a la disidencia, donde el sufrimiento venido de la tortura y los malos tratos están al orden del día. Hasta el punto, de considerarse cadena perpetua con la prevalencia de la impunidad”

En cierto modo, Putin localiza en Lukashenko algo así como un potencial baluarte de cara a la marcha de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), y como un aliado inigualable en una coyuntura de enorme forcejeo geopolítico con Estados Unidos y Europa. La delegación rusa encargada de verificar el resultado electoral, no ha escatimado en aplausos al proceso electivo, definiéndolo de cristalino, mientras carga contra Occidente de injerencia en los asuntos internos de Bielorrusia.

Ahora bien, por mucho que le importune a Putin, la escasez de observadores fidedignos en el proceso electoral incrementan las denuncias de manipulación. Según Amnistía Internacional, la clima es de ‘miedo agobiante’ donde la disidencia se amortiza con la cárcel, el martirio o el ostracismo.

Curiosamente en un sumario que encuentra demasiadas similitudes en sus aristas con el de Nicolás Maduro Moros (1962-62 años) en la República Bolivariana de Venezuela, el andamiaje totalitario de Lukashenko sobrevive gracias a un modus operandi político hermético e inescrutable, más un servicio de seguridad despiadado como la KGB bielorrusa y la vigilancia de las principales parcelas económicas, resueltas bajo un patrón orquestado con la rúbrica de la época soviética. Por eso y salvo un timbrazo que únicamente podía considerarse extraño, el devenir de Bielorrusia parece enfilado a ser más de lo mismo. O séase, con Lukashenko empinado en lo más alto y la nación lidiando en el equilibrio como un lacayo de Moscú en el escenario político y con el pueblo bielorruso desamparado a su suerte, apesadumbrado por la desconfianza y ajeno a los sesgos democráticos que se han derivado en los últimos trechos.

El libreto volvía a reescribirse en Bielorrusia por el régimen intolerante y en el que la tiranía pura y dura y la sumisión predominan, dejando exiguos anhelos para un cambio de dirección en su panorama. Amén, que la historia ha demostrado en muchos momentos que incluso los regímenes más obstinados poseen un punto frágil de rompimiento.

A pesar de todo, Lukashenko ha amarrado su encadenamiento en el poder, tras ser ratificado con el 86,82% de los votos en los últimos comicios presidenciales celebrados. Y en atención a los resultados preliminares, el mandatario sigue al frente por un histórico séptimo mandato.

Pese a ello, el proceso electoral ha sido copiosamente impugnado por la oposición en el retiro y numerosos países europeos indican la falta de transparencia. La oposición precedida por Tijanósvskaya, reseñó desde Varsovia que los celos por normalizar el régimen “han fracasado rotundamente”, recordando que tanto estados como organismos internacionales rechazan la legitimidad de los comicios, incluso con anterioridad a su realización. Subrayando el enorme vacío de garantías democráticas.

Como es sabido los últimos años han estado punteados por el acosamiento de opositores y el descarte de cualquier voz contraria al régimen. Tras las protestas extendidas de 2020, Lukashenko petrificó el hostigamiento sobre la sociedad civil, con líderes opositores encerrados e incomunicados.

En la situación antes sintetizada, el denominado ‘voto contra todos’, la única disyuntiva de protesta pacífica presentada por la oposición, extrajo el 3,6% de los sufragios, convirtiéndose en la segunda fuerza más defendida, por delante de los cuatro aspirantes que parcamente rebasaron el 4%. Al mismo tiempo, la elevada participación por adelantado, con la mitad del electorado depositando su voto (21-25/I/2025), ha sido igualmente un argumento de indudables conjeturas. La oposición condenó que esta artimaña allanó el camino para la manipulación de acoso y derribo de los votos, asegurando todavía más si cabe, la supremacía de Lukashenko.

En una amplia rueda de prensa posterior a su triunfo, Lukashenko se exhibió altivo ante las acusaciones internacionales. Decía literalmente al respecto: “Estamos dispuestos a normalizar relaciones con Occidente, pero ellos no quieren. No vamos a inclinarnos ni arrastrarnos”. Sin embargo, prescindió cualquier conversación con la oposición democrática, la puesta en libertad de reclusos políticos o el retorno de exiliados sin un proceso judicial previo.

Por lo demás, el presidente aseveró la inminente recepción de misiles balísticos hipersónicos de alcance intermedio de fabricación rusa (Oréshnik), como réplica al despliegue de misiles norteamericanos en suelo europeo. Incluso defendió la existencia de armas nucleares tácticas rusas en superficie bielorrusa, deduciendo que el “paraguas nuclear” le patrocina la seguridad del país.

Hilvanando una breve trayectoria en la carrera hacia la presidencia, Lukashenko quien continúa siendo un melancólico del desvanecido bloque soviético, por entonces era director de una granja estatal de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS). Cuando se promovió un conato malogrado de golpe de Estado (19-21/VIII/1991) por parte de un grupo de integrantes del Gobierno y la KGB de la Unión Soviética contra Mijaíl Gorbachov (1931-2022), Lukashenko fue en primerísima persona de los que alentó con desparpajo los movimientos más implacables del comunismo.

Posteriormente, su primer triunfo presidencial se causó en 1994, después de capitanear una campaña anticorrupción en el Parlamento bielorruso. Una década después, en 2004, coordinó un referéndum para amputar la consumación de dos etapas presidenciales, intensificando la probabilidad de ser nuevamente designado para llevar la batuta de Bielorrusia de manera ilimitada. Más adelante, en las Elecciones Presidenciales de 2010, copadas otra vez con la victoria, siete de los nueve aspirantes presidenciales fueron encarcelados. Y en 2015, ocupó su quinta corona en la presidencia en medio de lamentos y clamores multitudinarios.

Curiosamente y por más de veinte años, Lukashenko ha intentado imbuir a los habitantes de Bielorrusia de que él es la mejor garantía de solidez y blindaje nacionalista. Ni que decir tiene que esta recomendación continúa penetrando en las mentes de muchos bielorrusos. Demostración por el que la arenga anti extranjera y siempre vanidoso de las fuerzas de seguridad haya operado en muchos electores.

En 2005, la administración del entonces presidente de Estados Unidos, George W. Bush (1946-78 años), catalogó a Bielorrusia como “la última dictadura que quedaba en el corazón de Europa”. Aunque Lukashenko no esquiva estas calificaciones, en una ocasión avisó que cualquiera que colaborara en una protesta opositora sería considerado un terrorista. Hay que recordar que Bielorrusia es el único estado del viejo continente donde la pena de muerte sigue en vigor.

Desde las Elecciones Presidenciales de 2020, tanto la UE, como Estados Unidos, Reino Unido, Ucrania y otros actores democráticos, no contemplan a Lukashenko como presidente de Bielorrusia. Él rige “con bayonetas”, como indican al pie de la letra los politólogos, haciendo alusión a la inercia tomada por las fuerzas de seguridad y la represión para perpetuarse en el poder.

Llegados a este punto de la disertación, en el curso de treinta años, los sentires de la muchedumbre, el entorno económico y la estructura social se han visto alterados. Terciados los noventa, las antiguas repúblicas de la Unión Soviética dispusieron democratizarse y restablecer sus economías. En cambio, Lukashenko, malogró esta creíble evolución y empotró un régimen arbitrario que actualmente porta la rúbrica del totalitarismo. Es más, acercó al país cada vez más a Rusia y alzó alegóricamente un telón de acero tortuoso con la UE. Y las secuelas más significativas recaen en el rigor de la política interna y la exclusión del universo occidental hacia el este. En la Bielorrusia de 1994, Lukashenko era procurador de la oposición y en nuestros días hace detener y enrejar a sus contrincantes, amilanando a los que razonan de distinto modo.

En otras palabras: alguien puede acabar entre rejas por cualquier declaración fuera de tono que a criterio de las autoridades bielorrusas no guste, o por críticas y atreverse a poner un “me gusta” en las redes sociales. Al igual que por dar la razón a Ucrania, que tres años después resiste a la incursión lanzada por Rusia.

Los últimos números actualizados en la mitad de 2024, desenmascaran que en Bielorrusia existían 1.388 encarcelados políticos. Desde hace unos años, este país se enfrenta a un régimen de puro castigo y diariamente salen a la luz nuevas reseñas sobre las pésimas y deplorables condiciones carcelarias y el deterioro progresivo de los presos que se hallan en régimen de incomunicación.

Desde 1994, Lukashenko ha robustecido un régimen superpresidencialista valiéndose de los referéndums constitucionales de 1996 y 2004, respectivamente, que le abrieron las puertas a presentarse para un tercer y encadenados mandatos.

En sus gobiernos siempre solapados el sistema político, se ha topado bajo el resguardo del poder ejecutivo, gravitando fundamentalmente en las Fuerzas de Seguridad y los Órganos de Enjuiciamiento. Evidentemente, esto ha implicado para mal la observancia del Estado de derecho y el contrapeso de las instituciones. De este modo, el presidente es el que hace y deshace a su antojo cualquier toma de decisiones políticas, constatándose una exigua separación de poderes.

Por ende, los tribunales están supeditados al ejecutivo, quien designa a poco más o menos, la totalidad de los jueces de las cortes, exceptuando a seis vinculados a la Corte Constitucional que son nombrados por el Parlamento.

Es más, procuradores del ejecutivo y de las agencias de seguridad regionales y nacionales, participan a menudo en los veredictos con lo que ello conlleva. Así se confirma en Bielorrusia la rémora de defender los derechos humanos y la libertad, erigiéndose en parte dominante del mecanismo político represivo.

Queda claro, que la verificación de medidas anti corrupción reflejan la inestabilidad y se yuxtapone a la falta de claridad. Sin inmiscuir, que en el interior de la Asamblea Nacional que es un parlamento bicameral y cumple un protagonismo meramente ceremonial, la oposición no estuvo representada entre los años 2004 y 2016.

“Hoy por hoy, Lukashenko continúa empinado en lo más alto y la nación lidiando en el equilibrio como un lacayo de Moscú en el escenario político, desamparado a su suerte y apesadumbrado por la desconfianza y ajeno a los sesgos democráticos de los últimos trechos”

Luego, ninguna de las Elecciones Presidenciales han sido aceptadas por la comunidad internacional como libres y justas. A pesar de que en las votaciones de 2015 y 2016 se distinguieron pequeños pasos enfocados a unos mínimos avances, en los refrendos de 2019 no se patentó una oposición genuina, haciéndose constar como inicialmente he indicado, duras prohibiciones a los medios de comunicación, nula seguridad durante el curso de los votos y total ausencia de transparencia en el recuento de las papeletas.

Obviamente, esto discriminaría el contexto fluctuante de la campaña presidencial del 2020, tras la que se desataron protestas extendidas en contradicción al timo y manejo fraudulento electoral, reprimidos severamente por la policía con detenciones masivas, persecución y violencia.

Desde entonces las formas represivas se agrandaron exponencialmente. Y por si no quedase aquí la cuestión, en las Elecciones Presidenciales de 2023 se formuló la exigencia de inscripción de las fuerzas políticas para relegar y ahogar la iniciativa a la oposición que carece de una oferta ilusionante y destacadas figuras de la sociedad. Ello con la tesitura de que tan solo aquellos leales a las autoridades gobernantes disponen de la oportunidad para emitir su voto.

Sobraría mencionar en estas líneas que el entresijo de los derechos humanos se ha visto perceptiblemente menoscabado. Sobre todo, tras el proceso electoral de 2020, mediante desapariciones forzadas, acorralamiento y opresión. En este sentido, se ha deformado el recinto cívico por motivos de que su uso desenfrenado por parte del gobierno que tiraniza con su poder en orden a segregar y vejar a determinadas minorías étnicas y grupos sociales que no abogan por el régimen.

En consecuencia, Bielorrusia, encajonada en una autocracia de línea dura y con una gobernanza quebrada y transformación económica menguada, sobrevive a merced de la pleitesía a Rusia y con el hándicap de hallarse prácticamente en punto muerto en sus relaciones con la UE.

Puede decirse que en opinión de diversos analistas, el afianzamiento del régimen de Lukashenko se produce gracias al fortalecimiento de su insobornable aparato de seguridad y de la élite administrativa, así como de los tentáculos político, financiero y militar de Rusia.

En contracorriente, sus vecinos de la Unión aprietan en las inspecciones divisorias y difunde la preparación de un nuevo paquete de sanciones económicas, conducentes a sectores clave como el financiero y energético. Y en paralelo, en numerosas localidades europeas la diáspora bielorrusa ha dispuesto manifestaciones para desacreditar las elecciones y reclamar más empaque internacional. En tanto, en Minsk, las Fuerzas de Seguridad aumentan los controles y los arrestos preventivos para eludir cualquier tentativa de llamada popular.

Finalmente, aunque pueda parecer quimérico en los tiempos que vivimos, los derechos a la libertad de expresión, asociación y reunión pacífica, persisten arduamente cercados y las minorías religiosas padecen asiduamente un alto grado de discriminación. Además, se atropella sin complejos con el sistema de justicia para someter la disidencia, donde el sufrimiento venido de la tortura y los malos tratos están al orden del día. Hasta el punto, de considerarse cadena perpetua con la prevalencia de la impunidad.

He aquí el retrato imperial silencioso y agónico que escolta a Bielorrusia: individuos refugiados y migrantes experimentando injusticias reincidentes a manos de las autoridades.

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