Sólo el 27% de los jóvenes de 25 a 29 años en España vive en pareja

Así lo señala un análisis de Funcas frente al 42% de la media europea

En España, formar pareja y convivir bajo el mismo techo ya no es un paso automático en la vida adulta. Entre los jóvenes de 25 a 29 años, solo el 27% (uno de cada cuatro) vive con su pareja, frente al 42% que lo hace en promedio en Europa. La brecha se reduce progresivamente con la edad, pero sigue siendo evidente. Entre los 30 y los 35 años, el 58% de los españoles vive en pareja frente al 64% de la media comunitaria. A partir de los 35 años, las cifras españolas convergen con las europeas.

La directora de Estudios Sociales de Funcas, María Miyar, señala que este fenómeno es cada vez más relevante para entender los cambios demográficos que experimenta España. No se trata solo de por qué las familias tienen menos hijos, sino de la dificultad creciente para formar y mantener relaciones estables, especialmente entre los más jóvenes. Este desafío no es exclusivo de España, pero se manifiesta con especial intensidad en el país. Solo Italia está en una posición peor que la de España.

La pregunta que surge es evidente. ¿No quieren o no pueden? La respuesta, como suele ocurrir en la vida real, es un poco de ambas cosas.

Para muchos jóvenes, tener una relación estable sigue siendo un deseo. “Quiero vivir con mi pareja, pero ahora mismo con lo que ganamos es imposible”, dice una estudiante de Magisterio en Melilla de 25 años. Su pareja comparte piso con amigos para poder pagar el alquiler, y ella aún vive con sus padres.

Este tipo de situaciones refleja la emancipación tardía, un fenómeno que ha transformado la vida adulta en España. La edad media para abandonar el hogar familiar supera los 30 años, la más alta de las últimas décadas. Muchos jóvenes no encuentran viable mudarse a un apartamento propio, y menos aún asumir la convivencia con alguien más.

Pero no siempre es cuestión de dinero. Para otros jóvenes, el deseo de mantener su espacio y libertad pesa más que la convivencia. Javier, de 27 años, técnico informático, explica que “convivir me da miedo. Yo quiero mucho a mi pareja pero ahora mismo necesito mi espacio, mis rutinas, que es a lo que estoy acostumbrado. Vivir juntos lo veo un paso muy grande, es casi como estar casados. Y todavía somos jóvenes para eso”.

Aquí surge un patrón que muchos sociólogos ya han notado. Las relaciones modernas tienden a ser más flexibles y menos tradicionales. Vivir separados no significa falta de compromiso. Significa proteger la autonomía personal y mantener una vida equilibrada, algo que antes se daba por sentado.

 

Querer y no poder

Si hay un factor que une a casi todos los jóvenes que posponen la convivencia es la economía. El mercado de alquiler y compra en España absorbe buena parte de su salario, y muchos dependen aún de la familia para cubrir gastos básicos. El resultado es una situación de “querer pero no poder”. Desean compartir casa, pero no pueden afrontar los costes de una vida en común.

En Melilla, donde la oferta laboral es limitada y los salarios bajos, esta realidad es todavía más acentuada. La emancipación entre jóvenes es extremadamente baja y la precariedad laboral hace que la independencia sea un lujo que, excepto los funcionarios, pocos pueden permitirse. Por eso, aunque el deseo de convivir exista, la práctica se aplaza una y otra vez.

 

Compromiso a distancia

No todos posponen la convivencia por economía o miedo a la pérdida de libertad. Algunos jóvenes reinterpretan lo que significa estar en pareja. Cada vez son más los jóvenes que viven relaciones de pareja a distancia por motivos laborales. El trabajo en distintas ciudades, la búsqueda de mejores oportunidades o los contratos temporales obligan a muchos a mantener vínculos sin compartir el mismo hogar.

Para ellos, el compromiso no se mide por la convivencia diaria, sino por la constancia, la comunicación y la planificación de momentos compartidos. Pablo, 28 años, militar en Melilla, confiesa que, “vivimos en ciudades distintas por trabajo, pero seguimos juntos. No necesito mudarme con ella para saber que nuestra relación funciona porque confiamos el uno en el otro. Sabemos que en un futuro no muy lejano podremos vivir juntos pero para que ese futuro sea bueno tenemos que aguantar esta situación”.

Otro punto clave es la “homogamia educativa”. Las mujeres con estudios universitarios en España suelen tener más dificultades para encontrar parejas con nivel educativo similar, lo que también puede retrasar la convivencia. Los hombres con estudios universitarios encuentran parejas con formación similar con más facilidad, mientras que las mujeres terminan, con frecuencia, conviviendo con alguien con menor nivel educativo.

Esta disparidad genera un desajuste en el “mercado de parejas”. Muchas mujeres retrasan la convivencia por falta de opciones más que por elección, lo que amplía la brecha de edad.

Vivir en pareja hoy ya no es un requisito para la vida adulta. Para los jóvenes, es un dilema constante entre deseos afectivos, independencia personal y barreras económicas. Algunos no quieren renunciar a su espacio y libertad; otros quieren pero no pueden. En muchos casos, la decisión de convivir depende más de la estructura social y económica que de la voluntad individual.

El resultado es una generación que redefine lo que significa estar en pareja. Y aunque esta tendencia tiene implicaciones demográficas —como la caída de la natalidad o la transformación de la familia tradicional—, también abre la puerta a modelos de convivencia más flexibles, adaptados a los tiempos actuales.

Hace apenas 20 años, la realidad era muy diferente. Casarse a los 20 años y empezar a convivir de inmediato era lo habitual. Los jóvenes formaban pareja y hogar prácticamente al mismo tiempo, casi como un ritual de paso hacia la vida adulta. Hoy, esa imagen parece lejana. Los jóvenes posponen la convivencia hasta pasada la treintena.

La comparación evidencia no solo un cambio en las oportunidades y condiciones de vida, sino también en las expectativas y prioridades de las nuevas generaciones. Donde antes se medía el compromiso por la llave compartida de un piso, hoy se mide por la capacidad de adaptarse a circunstancias que antes no existían. El amor sigue ahí, pero las reglas del juego han cambiado, y los jóvenes aprenden a construir sus vínculos de manera distinta, más flexible y consciente, aunque a veces más complicada.

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