Opinión

El sentimiento de agravio para buscar una salida al avispero rifeño

Tanto para Marruecos, como en cierta medida para España, difícilmente podían pasar inadvertidos los arduos inconvenientes por las tendencias imperialistas de los principales estados europeos del momento. Así, las primeras auras de la pugna por África emprendida en la segunda mitad de los ochenta, iba a consumarse en el tablero del septentrión marroquí.

Primero, Francia, resuelta a reafirmar el mayor protagonismo admisible en este entorno; segundo, Reino Unido, apuntalado en Egipto y sumergido en la ‘Guerra de los Bóeres’ (11-X-1889/31/V/1902), pretendiendo sujetar el otro margen del continente, pero sin desatender sus pretensiones norteafricanas; tercero, Alemania, indagando hacerse con un lugar modulado a su hoja de ruta como potencia emergente; cuarto, Italia, apremiada a impedir su desalojo en la orilla Sur del Mediterráneo; y, quinto, España, con alicientes estratégicos irrenunciables y con incuestionables reticencias políticas, económicas y militares, forzada a armonizar sus designios con los movimientos tramados en París y Londres. A primera vista, todos, se encaraban en una partida enrevesada, sobre todo, los gobernantes españoles y germanos.

Ni que decir tiene, que España contemplaba con buenos ojos el statu quo preliminar a la irrupción francesa, que vino a retocar el escenario. Si bien, se atinó sumida en un proceso no esperado, cuyo devenir desembocaría en los acontecimientos diplomáticos franco-españoles de 1901, 1902 y 1904, respectivamente, para confluir con el diseño británico en la ‘Conferencia de Algeciras’ (7/IV/1906) y un año después, en los ‘Acuerdos de Cartagena’ (16/V/1907).

Simultáneamente, durante esta etapa la Administración de Marruecos estuvo subordinada a una imposición cada vez más eminente por los actores aludidos, que deterioraba sus exiguos resquicios de conservar la Independencia. Principalmente, se les reclamaba más eficiencia, lo que aumentaba el gasto de una milicia apenas operativa y una policía incompetente; en caso contrario, se dejaba entrever los indicios de la influencia europea.

A decir verdad, el pacto conseguido en Algeciras, lejos de lograr el orden interior, desencadenó un desbarajuste con la resultante merma en el prestigio del Sultán, que por otro lado, se mostraba apático e incumplidor ante sus súbditos a las exigencias extranjeras. Por si no quedase aquí la cuestión, los menesteres financieros le obligaron a incrementar la deuda externa hasta cotas intolerables.

Pero, el margen de movimiento del Sultán era claramente inapreciable, si acaso, alcanzar otros compromisos con algunos de los estados involucrados que diesen la sensación de ser menos temibles, como España, para impedir una operación conjunta desde el exterior. Precisamente, va a ser por esta vía, como se desembocaría en el ‘Convenio hispano-marroquí’ '(16/XI/1010), intentando consolidar la moderación, al menos, en la demarcación más septentrional.

“Pronto, el país alauita y el Estrecho de Gibraltar se convirtieron en una de las realidades de la actividad internacional de España y en un verdadero foco de interacción, contribución y de notable confrontación con Gran Bretaña, Alemania e Italia, pero sobre todo, con Francia”

Sin embargo, los franceses no se demoraron en ocupar Fez y ya, en 1912, el Emir de Marruecos, Muley Hafiz (1875-1937) perteneciente a la dinastía alauita, terminaría claudicando a las decisiones de París que instauraba el Protectorado de Francia, según el ‘Tratado de Fez’ (30/III/1912). Y mientras tanto, Reino Unido, Alemania y España, no podían quedar en el anonimato.

Definitivamente, la medida tratada por las fuerzas implicadas en la región, a excepción del II Reich, que indujo a la ‘Crisis de Agadir’ o ‘Segunda Crisis Marroquí’ (1911), a punto de librar un conflicto bélico entre Francia y el Imperio alemán, fue el ‘Tratado de Madrid’ (27/XI/1912).

Con lo cual, en el orden internacional, la conexión suscrita entre Francia y España culminaba un profundo vaivén en Marruecos, especialmente, en contra de los beneficios alemanes, pero asimismo, para nuestro país.

De esta forma, la comercialización germana inspeccionada sustancialmente por los hermanos Mannesman, e impulsada al amparo del régimen de ‘puerta abierta’ hasta entonces en vigor, se había servido y digámosle lucrado, del ahínco militar de españoles y franceses, para sin gasto alguno incorporar sus productos en territorios marroquíes.

Entretanto, había concentrado la mayor porción de la demanda marroquí hacia el Viejo Continente, con productos, minerales y cereales a través de las embarcaciones de la ‘Compañía de Oldemburgo’.

A decir verdad, hasta el 70% de la remesa marroquí se realizaba con presencia alemana en el período inminentemente precedente a 1912. Pero, de la noche a la mañana, todo llegaba a su punto y final, sin que las artimañas de Berlín pudiera imposibilitarlo.

A resultas de todo ello, en la primera mitad del siglo XX, el entresijo de Marruecos preponderaba en los roces de España con las potencias europeas. Pronto, el país alauita y el Estrecho de Gibraltar se convirtieron en una de las realidades de la actividad internacional de España y en un verdadero foco de interacción, contribución y de notable confrontación con Gran Bretaña, Alemania e Italia, pero sobre todo, con Francia, porque las circunstancias y eventualidades de la colonización sobre las tierras africanas, actuaron de forma inmediata en las fluctuaciones de los engranajes sostenidos con París.

El posicionamiento de España en las primeras décadas, quedó determinado por su participación en el statu quo dispuesto en el espacio del Estrecho de Gibraltar por la ‘Entente Cordiale’ (8/IV/1904), entre Reino Unido y Francia.

Para una nación como España, discriminada en las materias continentales y enfrascada en una constante conflictividad en el siglo XIX, la colonización de Marruecos se erigió en uno de los ejes que le otorgaron aproximarse a la política europea, y encajar en el sistema de alianzas una coyuntura en el que su extenuación como actor internacional era indiscutible, por la pérdida de Cuba y ceder Puerto Rico, Filipinas y Guam a Estados Unidos en 1898.

En resumidas cuentas, se trataba de una política sujeta y dependiente de los incentivos de Francia y Gran Bretaña, que en 1904 convinieron catapultar sus desavenencias coloniales en el Mediterráneo y cuya gravitación geopolítica se vio fortalecida por la inauguración oficial y abierta a la navegación del Canal de Suez (17/XI/1869), permitiendo enlazar por ruta marítima Europa con la India y los asentamientos asiáticos, sin tener que rodear África.

La negociación adquirida por Londres y París asentaba el ofrecimiento francés de no entorpecer las tareas británicas habidas en Egipto, como el reconocimiento al derecho de Francia constituida en Argelia desde 1830, respaldando el orden en Marruecos y facilitando ayuda para cuantas reformas administrativas, económicas, financieras y militares pudiese demandar el Imperio jerifiano, única superficie norteafricana que no había correspondido al Imperio otomano y que permaneció en una tradición estatal autónoma.

Pese a ello, tenía que ser la articulación de afinidades contrastadas en la localización del Estrecho de Gibraltar, como circunscripción trascendente para los intereses de comunicación, lo que consintió que España se englobara a los conciertos para la distribución de Marruecos. Toda vez, que las distinciones españolas en Marruecos, provenientes de su innegable situación geográfica y de sus posesiones geomorfológicas en el litoral norteafricano como Ceuta, Melilla e islotes y peñones de soberanía, se reconocieron por la ‘Entente Cordiale’.

Aunque en la colectividad española existían apelaciones a la implicación colonial derivados de los sectores africanistas como de la oligarquía económica, agitados estos últimos por el desvanecimiento de los mercados antillanos, sería la fragilidad estructural de España y su imposibilidad para poner en riesgo los intereses de Londres, lo que habilitó su aparición en la colonización de Marruecos como ejecutante pasivo y de compensación a las seducciones francesas.

Al mismo tiempo, resultando el Norte de Marruecos y el mar de Alborán fuera del ámbito francés bajo la proyección de una potencia de segundo orden como España, Gran Bretaña salvaba su dominio sobre el Estrecho de Gibraltar, como entrada imprescindible para afianzar sus comunicaciones y pasos con el Mediterráneo Oriental y el lejano Oriente.

Por lo demás, la evolución colonizadora en Marruecos avivó los convencionalismos antifranceses fuertemente enraizados en los contornos africanistas. Francia, se contempló en gran parte, como la autora de inducir a España a una dinámica colonial abusiva e incómoda que atomizaba a la sociedad y que tenía como medio una comarca carente de recursos naturales, en claro contraste con los presentes en el cinturón del Protectorado francés.

La división marroquí dada por Francia a España en el non nato Convenio de 1902, estaba por encima del suscrito en 1912, tanto en lo que atañe a su extensión, 200.000 kilómetros frente a los 23.000 a la postre conseguidos, como en riquezas y explotación económica, al abarcar la cuenca fructífera del río Ouergha en los montes meridionales del Rif, la localidad de Taza y de Fez, capital política y religiosa del Imperio jerifiano, así como el valle del Sus y la urbe de Agadir en la costa atlántica al Sur. Sin duda, los aprietos para apaciguar el terreno conferido a España, paso previo para procurar desenvolver su aprovechamiento, paulatinamente endurecieron la atmósfera de francofobia que tocaría su cénit tras el ‘Desastre de Annual’ (22-VII-1921/9-VIII-1921).

Pero, realmente, ¿qué se concebía por la región del ‘Rif’? Para algunos, dicha terminología es el correspondiente a la totalidad del área del Protectorado español en Marruecos. En otras palabras: la franja septentrional que se ensancha desde el Atlántico al Oeste, el río Muluya, y al Este, o séase, la demarcación que incluía las divisiones de Gomara y Yebala.

Hablando coloquialmente, me refiero a la zona que se prolonga desde el Este de Gomara hasta los límites fronterizos con Argelia, haciendo hincapié exclusivo en el Rif Central, más en concreto, las cabilas instaladas en la fachada del Peñón de Vélez de la Gomera y el Peñón de Alhucemas. Sobre todo, valga la redundancia, con referencia al Rif Central, calificado el núcleo de las rebeliones y resistencias a la incursión extranjera.

En este entramado irresoluto, Francia, era culpada de proporcionar protección a las tribus rifeñas y de tolerar cómplice mente el trasiego de armas, en una táctica dibujada de acoso y derribo por el lobby colonial francés con la que se apremiaba en adjudicarse la gestión del Protectorado marroquí; lo que de ser consumado, comprometería a España quedando aprisionada entre la Francia urbana al Norte de los Pirineos y la Francia colonial y ultramarina al otro lado del Estrecho de Gibraltar, fomentando una desconfianza latente desde que se entabló el esparcimiento francés en el Norte de África, con la consiguiente conquista de Argelia el 5/VII/1830.

Obviamente, la susceptibilidad y los prejuicios compartidos contra Francia instó a contactos con Italia en los prolegómenos de la dictadura de Miguel Primo de Rivera y Orbaneja (1870-1930), pero, ciertamente, no distorsionó la diplomacia con París, ya que pese a ser el principal competidor de España en Marruecos, iba a ser el componente cuya colaboración era ineludible para robustecer el empaque español. Amén, que el revés contundente de la tenacidad a la penetración colonial en 1927, es la consecuencia de la intervención político-militar iniciada dos años antes, cuando Muhammad Ibn ‘Abd el-Krim El-Jattabi (1883-1963) atacó el Protectorado francés.

A pesar de todo, la consecución de la interposición militar de franceses y españoles no zanjaron las fricciones y ambigüedades precedentes. Las acciones durante las actuaciones conjuntas de partes del espacio que España entendía que incumbían a su esfera de influencia, las cabilas de Beni Snassen y Beni Zerual, terminaron integrándose al Protectorado francés, hasta convertirse en una burla jamás eximida por los militares africanistas.

Y es que, el sentimiento de ofensa por el tratamiento tolerado en la colonización de Marruecos y la incumbencia de hallar una escapatoria a la maraña rifeña, animó al desarrollo de enfoques revisionistas que reclamaban la modificación del statu quo en Marruecos y del Estrecho de Gibraltar.

A la reivindicación sobre la roca gibraltareña invadida por Gran Bretaña desde 1704, se sumó la petición que Tánger se uniera a la línea del Protectorado español en el Norte de Marruecos.

De por sí, el rechazo de la ciudad del departamento adjudicado a España en Marruecos, no solo era contemplada como una ofensa a los derechos históricos, geográficos y demográficos, sino asimismo, como un entorpecimiento espinoso para llevar a término la labor colonizadora, encallada ante la intransigencia dirigida por el caudillo rifeño Abd el-Krim.

"Pocos años más tarde y desde entonces, el desquite por las plazas de Ceuta y Melilla son un propósito quebradizo, inquebrantable y empecinado, y digámosle, colmado hasta la saciedad en la política exterior marroquí, pese a que en todos los sentidos son ciudades españolas"

De esta manera, los representantes españoles estimaban que sin un remedio a los requerimientos de Tánger, de ningún modo se alcanzaría la pacificación de Marruecos. Ya, en 1923, el naufragio por la separación de Tánger de su zona de influencia se agrandó, cuando la diplomacia española no le quedó otra que verse instigada a añadirse a las proposiciones inglesas sobre la internacionalización de esta como un revés menor, con el que hacer frente a los objetivos franceses de atrapar una valía influyente sobre la ciudad, recordando el razonamiento de la integridad territorial del Imperio jerifiano y la soberanía del Sultán sobre la totalidad del territorio marroquí.

El contenido conclusivo del Estatuto no reunía ninguno de los deseos españoles sobre Tánger, declarándola ciudad internacional bajo la soberanía del Sultán, representado por un mendub, que practicaba la autoridad judicial y administrativa sobre los súbditos marroquíes.

En teoría, la figura del mendub era la del máximo poder, pero a la hora de la verdad no era así, porque la dirección la ejecutaba el Comité de Control, que, a su vez, estaba integrado por los cónsules de las potencias firmantes del Acta de Algeciras, pero del que se descartó al delegado alemán y al austríaco, tras los derroteros de sus estados en la ‘Primera Guerra Mundial’ o ‘Gran Guerra’ (28-VII-1914/11-XI-1918).

De hecho, el Estatuto disponía del establecimiento de una serie de entidades plurinacionales administradoras del Gobierno de la metrópoli, como el Tribunal Mixto, la Asamblea Legislativa y el Cuerpo de Gendarmería y Administrador.

A tenor de lo expuesto, la institución más importante recaía en el Comité de Control, formado por los cónsules de carrera y encargados de vigilar el cumplimiento del régimen de igualdad económica y de las disposiciones englobadas en la norma.

No obstante, el afán de Primo de Rivera de admitir la rúbrica ‘ad referéndum’ del Estatuto, no amortiguó unas reclamaciones espoleadas por la escalada de combate desarrollada en el Rif. La cooperación franco-española frente a Abd el-Krim, no terminó con las impresiones de desaire frente a Francia liderados por la Liga Africanista.

Al finalizar las operaciones militares, la solicitud de Tánger se reavivó en el marco de una remozada política exterior hacia el Mediterráneo, abordada con el refrendo de un Tratado de Amistad con Italia en 1926. La proximidad de Benito Amilcare Mussolini (1883-1945) que codiciaba acrecentar su lugar de potencia mediterránea, lo empleó Primo de Rivera como herramienta de presión ante Francia y Gran Bretaña, con la que tantear la consideración de un Estatuto distinguido como indebido y contraproducente para los beneficios españoles.

Claro, que las consecuciones alcanzadas eran minúsculas.

El convenio resuelto en 1928 acreditó la adhesión italiana al régimen internacional decretado en 1923, pero no incorporó novedades reales en el mismo. Por lo tanto, España hubo de resignarse con una pequeña ganancia: la rehabilitación de la Jefatura de Policía que había visto extraviada, pero muy apartada de los planes maximalistas amparados por los mecanismos africanistas del momento.

Consecuentemente, una vez más, el argumento de Tánger revelaba el sometimiento en el que se hallaba España de cara a Francia y Gran Bretaña, así como los insignificantes provechos del acercamiento a Italia como método de coacción.

Si bien, el prólogo de la ‘II República’ (14-IV-1931/1-IV-1939) dispensó otra cercanía hispano-francesa: asuntos coloniales en curso como el esclarecimiento de las divisorias entre las dos franjas del Protectorado marroquí; además, del Estatuto de Tánger, la estrategia de tolerancia puesta en camino hacia el nacionalismo marroquí, la aclaración de las acotaciones de Ifni y la variación de los márgenes del Sáhara, fueron sumarios que obstruyeron unos lazos negados a despuntar en un ambiente de escepticismo bilateral. Y en el horizonte, los entresijos de Ceuta y Melilla.

Sabedor de las dificultades que una hipotética retirada del Protectorado podría adquirir en el terreno internacional, el régimen republicano sostuvo la traza colonial en Marruecos, pero quiso proveerla de una hechura civil más pronunciada. Las tesis irredentistas sobre Tánger, también se alimentaron atajando una política de revisionismo reservado, consintiendo el aplazamiento del Estatuto en 1935, a cambio de unas parcas compensaciones.

Mientras, pocos años más tarde y desde entonces, el desquite por las plazas de Ceuta y Melilla son un propósito quebradizo, inquebrantable y empecinado, y digámosle, colmado hasta la saciedad en la política exterior marroquí, pese a que en todos los sentidos son localidades españolas.

Me explico: edificadas fundamentalmente por españoles y pobladas mayoritariamente por estos, al igual de ser tuteladas en consonancia a las leyes hispanas, primero, desde que Ceuta la ocupara los ejércitos de Portugal el 21/VIII/1415, y segundo, del mismo modo que aconteciese con Melilla por los soldados del Duque de Medina Sidonia el 17/IX/1497, ambas guarniciones, a lo largo de los tiempos han experimentado continuas tensiones y cercos supeditados por los marroquíes.

Los dos territorios, junto con los islotes del Norte de África, aglutinan poco más o menos, una superficie de unos treinta y dos kilómetros cuadrados, de los cuales, diecinueve conciernen a Ceuta y doce a Melilla, el resto se asigna entre las Islas Chafarinas, el Peñón de Vélez de la Gomera y Alhucemas y el disputado y ya consagrado islote de Perejil.

Ni mucho menos, son enclaves que pudiésemos decir que abarcan una cuantiosa extensión, pero entrevén uno de los focos preferentes de incertidumbre e inestabilidad para España, por una sucesión de elementos emanados de la inmutable opresión política de Marruecos.

Y, por si fuese poco, desde que surgiese la ‘Independencia de Marruecos’ (2/III/1956) hasta nuestros días, se han concatenado un sinfín de suposiciones, teorías y cábalas abanderadas con estrategias diplomáticas, pero, unas y otras, han quebrado y hecho añicos por la irrefutable e irrenunciable españolidad de las ciudades y territorios mencionados.

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