El principal patrimonio de un país, una ciudad, de un lugar, es su gente. Sus éxitos, fracasos, sus penurias también, sus anhelos; sus errores y aciertos configuran el código genético que le identifica y que a todo ello abraza el sentido de pertenencia, el deseo común de ser parte de un espacio de vida. La historia de un pueblo no es, sobre todo, el relato de vencedores y vencidos, sino el de las ocasiones de presente en los que sabe mirar hacia delante respetando el pasado desde la justicia, que es la memoria, y albergando razonables y objetivas esperanzas para el futuro.
Las tradiciones no son una sumisión a la costumbre, sino por el contrario una renovación del carácter que a toda la generalidad de gentes incumbe, persiste y hace palpitar. La diversidad de matices no se maneja y que en tantos casos se arroja, se respeta y protege sin dejar de hacer vivir y, más que nada, conocer y entender. Reconocer la diversidad social no es una cuestión de moral, es una cuestión de contacto con la realidad. Ese respeto está en el lenguaje común, el de la rutina, la tolerancia y la normalidad.
Un sentido de pertenencia mucho más allá de unas siglas políticas, un líder o una creencia, a una tierra con una sola comunidad, la de personas distintas, diferentes en una misma comunión y que cada cual comulgue, tras ello, con el cielo o la ideología cualesquiera. Personas que, como señaló Isabel Allende, “tengan memoria selectiva para recordar lo bueno (aquello que une), prudencia lógica para no arruinar el presente y optimismo desafiante para encarar el futuro”.
El patrimonio inmaterial, en su valor, va de la mano de la forma de vivir de una sociedad. La confusión entre convivencia y capacidad para soportarse es uno de los errores que más se agudizan, aún hoy en día, en quienes se conforman con lo segundo promulgando la primera cuando aún tiene camino por recorrer en su real existir. En tantas ocasiones, realmente, nos “aguantamos” bien cuando creemos, no sin cierto error, que “convivimos”. La autocomplacencia lleva a la autovalidación y ambas suelen alejarse de la realidad y rondar al conformismo. Así las instituciones públicas y cuya razón de ser es la experiencia colectiva, son decisivas siempre que no pierdan su propia naturaleza de espacios abiertos frente al pensamiento único y sectario. Instituciones que encaren el rigor de los argumentos en favor de ese patrimonio inmaterial ante la banalidad de las consignas.
La Historia es un compendio de nuestras emociones y sentimientos derivados de hechos, y aunque “la memoria reside en los lugares” es esa compilación, y su respeto, lo que afianza el sentido de pertenencia de la generalidad, de todos. En la raíz de la ira, de la disonancia de las palabras y acciones, está el miedo a la pérdida de control de intereses no siempre declarados y tan a menudo envueltos en la niebla del alboroto y el estruendo.
La enseñanza, su conocimiento y entendimiento de ella, de la Historia, encuentra sus mejores valedores en los centros educativos; son comunidades de aprendizaje, pero también de acogida y socialización y que, con frecuencia, amortiguan esa deficiencia que en el ámbito familiar y sobre todo en el político tan afectado por la lucha que rezuma en su seno y tan dado a la manipulación, existe. El mesianismo, por mucho que insista y persista en una declaración de convivencia, no la faculta, si acaso la entorpece. El sentido de pertenencia no consiste tanto en abrillantar la proclama como en pulir las reticencias a que las emociones, siendo de origen distinto, tienen en común que son propiedad de todos.