Eran tiempos difíciles y convulsos cuando los Estados Unidos de América vivió un punto de inflexión en la lucha por los derechos civiles. En los preámbulos de la década de 1960 se promovieron la entrada en vigor de diversas leyes antisegregacionistas, y como es obvio, la comunidad negra no disfrutaba del reconocimiento adecuado y se conservaba el racismo institucionalizado en algunos sectores del país.
En este entorno quebradizo, donde empezaban a surgir movimientos reivindicativos coordinados, Martin Luther King (1929-1968) fundó a raíz del boicot a los autobuses de Montgomery, la ‘Southern Christian Leadership Conference’ (SCLC), con el propósito de impulsar el activismo político no violento. Es imprescindible matizar en estas líneas la preeminencia del pacifismo que suscitaba, dado el crédito e influencia con que contaban en aquel momento los ‘Panteras Negras’ y la ‘Nation of Islam’, incondicionales de operaciones destructivas.
Posteriormente, 1963, pasó a ser un año destacado por la agitación reivindicativa generalizada y el número de protestas y muestras que se estaban produciendo. Cabe destacar por su alcance, la ‘Birmingham campaign’ en Alabama, posiblemente el enclave más arrinconado de Estados Unidos. Entretanto, Luther King, fue detenido y recluido por su asistencia en las protestas y realzó su compromiso con la insubordinación civil pacífica contra las leyes indebidas de segregación racial. A partir de ese instante, se encadenaron un sinfín de muestras de protestas y organizaciones de activismo político en defensa de los derechos civiles y en contra de las Leyes Jim Crow a lo largo y ancho desde San Francisco hasta Nueva York.
Ha de recordarse que desde la finalización de la guerra civil norteamericana (1876), prevalecía una discriminación legal, gracias a como anteriormente he señalado, a las Leyes de Jim Crow que disponía condiciones específicas para los afrodescendientes y otras minorías afines, tales como la práctica de diversos accesos en instalaciones públicas, o el impedimento de matrimonios interraciales en varios Estados, distintos impuestos para votar o inconvenientes legales para proyectarse en un cargo público.
Ya, el 28/VIII/1963, se congregaron más de 250.000 personas en un éxodo entronizado por la libertad y el empleo que inundaron las vías públicas de la capital de Estados Unidos. Esta ‘Marcha sobre Washington’ encarnó la conjunción de numerosas organizaciones y movimientos sociales con objetivos y agendas variados.
Los seis organizadores, apodados los Big Six, fueron literalmente, James Farmer, del ‘Congress of Racial Equality’; John Lewis, del ‘Student Nonviolent Coordinating Comitee’; A. Philip Randolph, de la ‘Brotherhood of Sleeping Car Porters’; Roy Wilkins, de la ‘National Association for the Advancement of Colored People’; Whitney Young, de la ‘National Urban League’ y Martin Luther King, de la ‘SCLC’. Y como derivación inmediata los líderes de los derechos civiles se reunieron con la dirección del presidente John F. Kennedy (1917-1963), estando a favor de la admisión de las leyes requeridas. No obstante, dicha reunión no proporcionó los frutos deseados, ya que la demanda no contaba con los votos requeridos en el Congreso. Iba a ser su sucesor, Lyndon Johnson (1908-1973), quien llevaría a término su agenda legislativa.
Las demandas se resumían en cambios concretos en la reglamentación con la eliminación de la segregación racial en las escuelas públicas, o la protección de los manifestantes ante la brutalidad policial, más un gran programa de inversiones públicas para generar empleo, la promulgación de una ley que prohibiera la discriminación racial en la contratación pública y privada, un salario mínimo de 2$ la hora y, por último, autogobierno para el Distrito de Columbia, con una mayoría de ciudadanos negros.
Como es sabido, al concluir el acto, Luther King le otorgó viva voz a uno de los discursos más memorables del siglo XX, en el que sucintamente desmenuza su ideal de acción política, recapitula las reivindicaciones de la comunidad negra y ratifica su convencimiento de poder materializarlas.
"En el fondo de la cuestión, el racismo, aunque menos manifiesto que en tiempos pasados, sigue arraigado por los sesgos implícitos que le preceden"
Puede que como se dice metafóricamente ‘las palabras no muevan montañas’, pero cuando se oyen frases de este calado y capaces de sumergir de sentido la indolencia social, el tiempo parece como si se apresurase. La visión de Luther King fue mucho más lejos que un alegato, y mucho más que el resultado de voluntades de quienes tenían reservado un papel de segunda en un país que aspiraba liderar el universo.
Y es que, su enfoque no amasaba exclusivamente la exclamación de liberación de millones de americanos negros, lo que terminó sacudiendo una revolución inconclusa, la que se había activado con la Declaración de Independencia de Estados Unidos (1776), su Constitución y la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de la Revolución Francesa (1789).
Curiosamente, los contrafuertes que avivaron la sociedad moderna, reconociendo ante todo, “que todos los hombres nacen libres y son iguales ante la ley”, y de modo prácticamente sincrónico instituyeron unas categorizaciones de la especie humana que precisaban contrastes infranqueables y castigaron a una parte de la humanidad en una tragedia y opresión imperecedera. Años más tarde, el fundamento del sueño de Luther King se convirtió en un clamor de libertad que definitivamente forjaría a Estados Unidos y a la sociedad mundial a las libertades del ser humano.
Lo cierto es, que habiendo transcurrido seis décadas, no existe duda de que este sueño sigue vivo. El racismo, no sólo hacia el color de la piel, sino por el ultraje del poder hacia todo el que no lo tiene, adquiere múltiples muestras por la raza, el género, la religión o la cultura. En cada una de estas connotaciones la meta de Luther King resurge y nos invita a pensar y compartir su valor excepcional y a no temporizar con un ideal vago.
En este momento se conmemoran sesenta años, pero el sueño de Luther King discurrido en siglos de iniquidad hacia los negros americanos, se precisó sólo unos años antes con otro retrato que persistiría en la memoria de todos. Aquel 1/XII/1955, aquella mujer, Rosa Parks (1913-2005), pero no como otras tantas porque era una ciudadana negra, se resiste a obedecer al chófer del autobús y ceder su sitio a un blanco. Para un pastor protestante he aquí la revelación. En Montgomery, donde reside y en la comunidad negra, este acontecimiento se elogia como un triunfo contra la discriminación en los autobuses.
La miscelánea de resistencia y no violencia son los componentes por antonomasia, que harían de Luther King un hombre capaz de hacernos meditar: [… Sueño que mis cuatro hijos pequeños vivirán algún día en un país donde no se los juzgue por el color de su piel, sino por la naturaleza de su carácter…Today, I have a dream …].
¿Tiene todavía eficacia y fuerza aquel sueño en este nuevo siglo? En gran medida la interlocución racial ha despuntado buena parte de sus muros, incluyendo la de sentar al primer presidente negro, Barack Obama (1961-62 años) en la silla precavida a los hombres más poderosos. Se confirman diversos indicativos de racismo en América, el Viejo Continente o incluso en estados donde el racismo puede adquirir brotes entre negros, como Sudáfrica. Constantemente habrá extremos. Amén, que la victoria que indagaba Luther King, su coraje, rondaba no tanto en concluir con movimientos como el Ku Klux Clan o los grupos más radicales, sino en relacionarse con el americano medio, insensibilizado e indiferente que observa al otro lado como el viajero que transitaba detrás de Rosa Parks, en el cuadro más icónico de un autobús americano.
En el siglo de hoy, acaso la terminología ‘racismo’ sin más, no valga para revelar cada una de las pugnas y avasallamientos que transitan a nuestro alrededor. Es cierto que el principal inconveniente de las relaciones humanas a lo mejor no sea máximamente el racismo. Aunque no ha sucumbido, su ímpetu es menor y el soporte intelectual se ha empequeñecido a los extremos.
Sin embargo, los seres humanos continúan lesionando a otros seres bajo diversas maneras de dominación, llámense la pobreza, la salud, la educación, las guerras o la coartada del mercado como único engranaje de articulación global causan millones de víctimas, introduciendo nuevos apartheid.
En nuestros días el sueño de Luther King sigue siendo efectivo. La cuestión es ¿cómo permutar un escenario que veja a millones de individuos? Tenemos tendencia a presuponer que únicamente los grandes hombres como Mahatma Gandhi (1869-1948), el mismo Luther King o Nelson Mandela (1918-2013), están en condiciones de otorgarle otro cariz al entresijo que trasciende en el mundo, o que el poder solamente se encuentra en lo más agudo: la Organización de las Naciones unidas (ONU), los Gobiernos de los estados más prósperos, el Grupo de los Veinte, el Banco Mundial, etc.
Hasta los años cincuenta y sesenta los nexos cosmopolitas en su ámbito más general eran tendentes a simplificar a lo esencial, a despojar de elementos sobrantes. Los ejes de la agenda global se capoteaban entre los gobiernos y los Estados, en parte porque estaban distantes del interés y la inquietud de la opinión pública. El ciudadano de a pie no se interesaba por temas de política exterior, esencialmente, porque lo entendía lejos de sus provechos contiguos.
Pero el entorno ha virado sustancialmente: hoy podemos ser actores del cambio global. Las principales dificultades a las que hacemos frente han dejado de atañer al círculo meramente local: la crisis económica, la seguridad, los conflictos bélicos, el terrorismo o los efectos desencadenantes del mercado han pasado a formar parte de los desasosiegos diarios. Actualmente las administraciones han dejado de estar solas. Nuestra conexión con el poder se ha transformado y en la esfera internacional se ha hecho más incuestionable las fortalezas y debilidades ante las que nos enfrentamos. Ni que decir tiene, que la globalización tiene muchísimo que ver en todo esto. Para empezar nos proporciona percibir el mundo de una manera más cercana.
Lo que ahora sucede a miles de kilómetros de nuestra estancia nos parece que está más próximo. Esto es primordial porque si verdaderamente estamos dispuestos a divisar el mundo desde otra perspectiva, es imprescindible no perderlo de vista en lo que en él se desarrolla.
La humanidad que contemplamos está compuesta de personas de distintas nacionalidades y como Luther King, todos sin excepción, tenemos causas inmediatas o extremas en las que creemos que la dignidad debe enriquecerse. Tal vez, si no estamos interesados o quedamos indiferentes ante hechos inadmisibles, no podemos hacer mucho por enmendar esa realidad. Fijémonos como ejemplo en el genocidio contra el pueblo armenio que pasó totalmente inadvertido, a diferencia del genocidio de Ruanda que levantó las receptividades de la Comunidad Internacional.
En el ámbito global la información, como bien pueden ser el transporte o las finanzas, se mueven desenvueltamente. Hoy disponemos de muchísimo más conocimiento de lo que gira alrededor de nuestro entorno y eso se interpreta en más oportunidades para decir a los gobiernos que no estamos dispuestos a seguir así, que queremos impedir esa aflicción y es preciso movilizarse.
En las guerras presentes se ponen en juego buena parte de lo que está por venir. La consumación de la Guerra Fría (2-III-1947/26-XII-1991) relanzó el sentimiento de una política internacional capacitada para evitar futuros conflictos, encajar las negociaciones, interponerse entre los contendientes y en ocasiones hasta imponer tanto la paz como la justicia por la fuerza. La guerra contra el terror es sólo una sucesión de la lógica emprendida. La inclinación por la acción miliar en defensa de valores e intereses que se salvaguardan y entienden como humanitarios, ha conducido a la ONU a implementar diversas acciones en algo menos de una década como en años anteriores. Gradualmente hemos saltado de la antigua doctrina de injerencia a la de las guerras justas para terminar en la guerra preventiva.
"La visión de Luther King fue mucho más lejos que un alegato y mucho más que el resultado de voluntades de quienes tenían reservado un papel de segunda en un país que aspiraba liderar el universo"
Podría decirse, que desafiamos otra doctrina moral universal que convulsiona sus recursos para al menos optimizar la condición humana, en algunos momentos bajo la interposición de Naciones Unidas, en otros bajo la insignia de la OTAN y, por último, en coaliciones centralizadas al cobijo de la bandera de Estados Unidos.
La pregunta que subyace es hasta qué punto la propagación de las llamadas guerras justas y el frenesí por los valores éticos y humanitarios han favorecido a las urbes expuestas a una violencia de máximas proporciones. Si el sueño de Luther King sigue incandescente, es ahí donde podemos valorar que existe un espacio para un mundo más justo.
Tan sólo la generosidad de la sociedad civil terminan despojando a las víctimas de la mudez. Por eso, en cada uno de estos marcos, el protagonismo explícito de la comunidad que somos todos, es dar a conocer el contexto de injusticia que aprisiona a tantísimas personas. Describir lo que sobreviene es el primer de los triunfos entre la memoria y la omisión. Pero la guerra no es la única coyuntura donde se sospecha el desvanecimiento de una parte cardinal de la humanidad. La gentileza entre la guerra y la paz pasa menos por la inercia o no de la propia violencia, que por la distinción entre ‘violencia abierta’ o ‘violencia encubierta’, colmada en el alzamiento de un nuevo orden internacional.
Llegados a este punto, ¿qué diferenciación existe entre castigar con bombardeos una población determinada o impedir un medicamente que podría salvar tantas vidas? Los conflictos bélicos del siglo XX han matado a millones de individuos.
En el siglo XXI, únicamente el síndrome de inmunodeficiencia adquirida (SIDA) ha acabado con al menos diez veces más personas que las guerras. Y el SIDA es sólo una parte de los fallecimientos eludibles por padecimientos infecciosos. Y qué decir de la crisis epidemiológica que recientemente hemos franqueado con más sombras que luces y miles de muertos. La tuberculosis o la malaria o males íntegramente postergados matan cada año a millones de personas.
Luego, el mundo global no tiene la suficiente capacidad como para deliberar globalmente. Pero, es ahí, valga la redundancia, donde la sociedad puede resolver. No existe una dirección global, pero la sociedad cada vez lo es más y está mejor dispuesta para rebelarse.
Mientras se globalizan, entre algunos, la comunicación, los medios de transportes o el comercio, los dictámenes que repercuten a la amplia mayoría de la población se deciden remotamente de los enclaves donde sobrevienen sus pésimos resultados. Como los damnificados por las guerras, el apartheid que sentencia a millones de sujetos a sobrevivir sin alimentos y sucumbir por la desnutrición, o a no facilitar un tratamiento a individuos con SIDA porque están al margen del mercado y no pueden sufragarlo, son algunas muestras de lo lejos que se toman las resoluciones con relación a las víctimas que produce.
¿Qué sucedería si los más vulnerables en las decisiones del Banco Mundial o de la Organización Mundial del Comercio con relación al importe y al acceso a los alimentos o medicinas, se cobraran regularmente cientos de miles de vidas en Manhattan? El distrito de mayor población de los cinco que conforman Nueva York. Posiblemente, la réplica sería urgente y el sentido de premura se emplazaría en los centros de decisión.
Inexcusablemente, es aquí donde la sociedad alcanza una labor determinante, porque si no somos responsables, como tampoco estamos capacitados para ofrecer una contestación política a las grandes crisis, sí que lo estamos para concretar las preguntas. En este aspecto es donde podemos actuar para provocar cambios y sacar a la luz las sinrazones. Reducir los trechos entre la información que poseen los que toman las decisiones y quienes sufren las secuelas es el principal aporte viable.
Bifurquemos una idea compartida con una raíz especifica: tener claro que aún quedan medios humanos en donde tratar a las personas como merecen, incluso cuando el desatino se adueña del entorno y les desposee de toda dignidad.
Mediante las asociaciones u organizaciones, donde el interés particular que brota de la indignación, del interés individual y de la experiencia, a su vez, puede transformarse en un sentido de interés público.
Comencemos por reconocer que nada ocurre por casualidad y en que en este universo globalizado todo tiene cierta conexión. Con lo cual, no estamos excluidos de buscar aquellas interpelaciones para las que el poder únicamente ofrece vagas señas. La democracia no es sólo una materia de elecciones y gobiernos, fundamentalmente, es un tema que incumbe a la sociedad de pleno para digerir cómo se pueden satisfacer aquellas contrariedades donde la política se quiebra.
Dicho esto, atesoramos una responsabilidad, para cual la mayor: no ser cómplices del descuido y la desidia política. Deben de ser los Estados quienes susciten las respuestas, y ni queremos ni podemos cuestionarle esa misión. Lo que sí han de saber es que ya no están solos para proponer las demandas convenientes. En este dominio igualmente nos encontramos queriendo tomar parte desde la conveniencia de una mirada crítica. Una aldea global donde vayamos sembrando la capacidad de decidir cada vez más personas, no sólo será un mundo más justo, también más seguro. Por eso, mientras se constante la presencia de individuos que viven sistemáticamente en un apartheid, el sueño seguirá vivo. Es el mismo sueño que impulsó Luther King y que hoy rememoramos, porque basta con ceñirnos a una causa.
En consecuencia, ante los hechos probados en un momento clave en el devenir de los acontecimientos, el mundo vuelve a interrogarse con cierto escepticismo y frustración si realmente ha cambiado en unos mínimos comunes la situación real para la población afroamericana en Estados Unidos. Es sabido que el gobierno de Kennedy hizo lo posible por impedir que se convocara la ‘Marcha sobre Washington’, receloso de que se convirtiera en un ramalazo para la Ley de los Derechos Civiles que recientemente había presentado ante el Congreso.
A pesar de todo, la estampa resplandeciente de Luther King haciendo referencia a su sueño frente al monumento de Abraham Lincoln (1809-1865), caló hondo en los progresistas e indujo a que la mayoría blanca comenzara a darse cuenta de que los negros ya no admitirían nunca más el estatus quo.
Otro componente para la celeridad del movimiento que aumentaba por doquier, recayó en la progresiva incertidumbre de la Guerra Fría, en la que los Estados Unidos tenía que mostrar de cara a la galería un cuadro positivo y cualquier indicio de racismo era un desprestigio para su política exterior. En otras palabras: Estados Unidos no podía ganarse el favor de la afluencia en Asia y África si existían personas reclamando libertad.
Un año después del discurso célebre de Luther King, Lyndon Johnson, rubricó la Ley de los Derechos Civiles y en 1965 dio luz verde a la Ley del Derecho al Voto, mientras los movimientos sociales del resto del país se apuntalaban en las palabras de Luther King, en especial, tras su asesinato (4/IV/1968).
Sin lugar a dudas, Luther King había influenciado en el movimiento estudiantil de los sesenta contra la Guerra de Vietnam (1-XI-1955/30-IV-1975), como en el renacer del feminismo, en el movimiento de gais y lesbianas que se saldó con los disturbios de Stonewall en Nueva York (28/VI-3/VII/1969), e incluso en el movimiento Red Power de indios americanos en las postrimerías de los sesenta. De modo, que la frase y la estela de ‘I have a dream’, tampoco se retendría como lema a las afueras de Estados Unidos, porque se sintió a borbotones en el movimiento contra el apartheid en Sudáfrica, además de asentar sus señas de identidad en el muro de Berlín y el edificado por Israel en Cisjordania. Y como no, se empuñó con fuerza en 1989, en carteles e inscripciones durante las protestas en la plaza pequinesa de Tiananmén.
Pero, más allá de que en pleno siglo XXI puedan seguir concurriendo historias punzantes en mayúsculas, aún quedan lugares que, si bien no cuentan con leyes segregacionistas, conservan una segregación residencial evidente y bien perceptible.
Hoy por hoy, numerosos distritos, barriadas o manzanas preferentemente negros, han de enfrentar fragosos desafíos como colegios de menor calidad, insuficiencia de servicios públicos o elevados índices de criminalidad. Porque en el fondo, el racismo, aunque menos manifiesto que en tiempos pasados, sigue arraigado por los sesgos implícitos que le preceden.
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