Que nos hemos ido deslizando al fondo del fango político desde antes de las Elecciones del 23J; que tenemos un problema con demasiados medios de comunicación que exceden lo noticiable y lo opinable; que la imparcialidad de la justicia está en cuestión por no pocos magistrados que admiten denuncias sin ninguna verosimilitud; que todo ello se ha convertido en una maquinaria definitiva para el estado de crispación y polarización en el que nos encontramos. No es sólo que el Presidente del Gobierno necesitara un momento de reflexión de la vorágine en la que se ha convertido la política española, es que realmente todos necesitábamos un “punto y aparte” y plantearnos si “merece la pena” continuar aumentando el lodazal o qué se puede hacer para reducirlo, reconducirlo o directamente limpiarlo.
En seguida, esos dos ámbitos se han sentido interpelados, esperemos que para bien. Porque por mucho que haya sectores reaccionarios que se quieran hacer las víctimas de lo que está sucediendo, estoy seguro que la mayoría espera como agua de mayo que la reformas necesarias para una regeneración democrática lleguen realmente a estos dos ámbitos tan principales de nuestra democracia. Pero todo el mundo espera reformas de calado, no meros parches, como ha venido ocurriendo con el CGPJ. El Presidente del Gobierno ya ha anunciado que los cambios vendrán desde el Parlamento.
La división de poderes está en la misma esencia de nuestra democracia. La teoría de Montesquieu se refiere, más que a una distribución jurídica de funciones ejecutiva, legislativa y judicial, a un contrapeso, a un control. Y eso es lo que la actual situación nos está pidiendo de forma desesperada, que haya un control sobre lo que excede lo democráticamente saludable. Sabiendo interpretar lo que en términos políticos esta aseveración significa.
La libertad de expresión y el cuarto poder, que representan los medios de comunicación, forman parte de la misma raíz de nuestro sistema político. Nadie puede pretender que una democracia sea verdadera sin que la prensa, la radio, la televisión y, desde hace ya décadas, internet, cuenten con actores con plena capacidad de actuar. Pero, como el resto de poderes, esos actores deben contar con marco regulador propio de un sistema democrático. A nadie se le escapa que la última Ley de Prensa data del año 1966 (Ley 14/1966, de 18 de marzo) y que, exceptuando algunas modificaciones, sigue anclada en un contexto regulatorio propio de una dictadura. El propio nombre de la Ley, “de Prensa”, da cuenta de lo tremendamente desfasada que es esta norma.
Y, finalmente, nos encontramos con un poder judicial cuyo gobierno está bloqueado desde hace más de cinco años y medio. Su solución es una pescadilla que se muerde la cola, ya que, solo una mayoría cualificada puede desbloquear la actual situación, lo que obliga a ponerse de acuerdo a los dos principales partidos, PP y PSOE. No solo necesita de dicha mayoría para desbloquear el actual sistema de nombramiento de los jueces, sino que un cambio legislativo también requiere esa mayoría de tres quintos. Es decir, 210 diputados, que actualmente solo pueden alcanzar la suma de las dos principales fuerzas políticas del país, si queremos que la voluntad política cumpla con las garantías constitucionales y los filtros europeos. También es lo recomendable, tratándose el judicial del otro gran poder del estado, junto al legislativo y el ejecutivo.
Lo que no cuadra constitucionalmente es que ese nombramiento de jueces no emane de la soberanía popular, a través de sus representantes democráticamente elegidos. Si los jueces quieren que una parte de su gobierno sea elegido por ellos mismos habrá que articular la fórmula para que toda la ciudadanía sea la que elija a los jueces. Eso supondría un cambio no solo legislativo sino constitucional. En cualquier caso, lo lógico es que sean las dos cámaras de representantes, Congreso y Senado, las que deben seguir eligiendo los miembros del CGPJ. Así que la solución sigue pasando por la voluntad de acuerdo de PP y PSOE. La actual mayoría conservadora no parece que ayude a desbloquear una balanza que en estos momentos debería decaer democráticamente del lado progresista.
Mucho se ha hablado del papel de los jueces en todo esto del fin del fango. De todos es sabido que la carrera judicial es inalcanzable para la mayoría de los ciudadanos. Pocas familias cuentan con los recursos económicos y la ascendencia en el cuerpo como para si quiera plantearse esta posibilidad. Su democratización requerirá mucho más tiempo que la solución de los problemas que ahora nos acucian. Lo menos que se les puede exigir a sus representantes es que señalen la mala praxis y aíslen a los malos jueces. Serán ellos mismos quienes determinen si, además, han cometido algún delito en el ejercicio de sus funciones.
Jueces y medios de comunicación tienen la enorme tarea y responsabilidad, junto al Ejecutivo y al Legislativo, de poner fin al lodazal en el que se ha convertido la política española. Este es el gran clamor de una sociedad que, más allá de la reflexión de su Presidente, está gritando: “se acabó”.
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