Durante un período de gran acoso a los cristianos, como de apostasía cada vez mayor y de controversias en lo que atañe a la naturaleza de Jesucristo, el Apóstol Juan comparte la confianza del Señor, acogiendo y aceptando su amor y dándonoslo a conocer como el ‘Logos’, el ‘Eterno’, el ‘Enviado’, el ‘Camino’, la ‘Verdad’ y la ‘Vida’, y en definitiva, el ‘Revelador’.
San Juan, el seguidor de Cristo sin fisuras y el discípulo amado, nos proporciona su escrito doctrinal en forma de evangelio, como praxis pedagógica en la travesía del mandamiento antiguo de los sinópticos al mandamiento nuevo.
Indicios muy remotos y algunos legendarios, nos indican que habitó en Antioquía y Éfeso. Ya, hacia el año 175 d. C., Ireneo de Lyon (130-202 d. C.), conocido como San Ireneo y Obispo de la misma ciudad, escribió al pie de la letra: “Juan, el discípulo del Señor, el mismo que descansó sobre su pecho, publicó también el Evangelio cuando se encontraba en Éfeso”.
Más tarde de la Resurrección de Jesucristo, San Pablo de Tarso lo reconoce como una de las tres columnas de la Iglesia: Santiago, Simón Pedro y Juan. Y mientras vive la Virgen María, sigue a su lado conservando con amor aquella fortuna. Como del mismo modo, acude con los demás delante del Sanedrín, evangeliza en Samaria y concurre al Concilio de Jerusalén relatado en el Libro de los Hechos de los Apóstoles 15, 2-29, fechado alrededor del año 48-50 d. C., acerca del carácter que el cristianismo debía mantener entre los gentiles o personas no judías.
En la proximidad de la madre de Cristo se transformó en mansedumbre, gracia y mesura. Conviviendo en un marco de devoción, recogimiento y meditación y cuando la Virgen descansó en el Señor, su fuerza evangelizadora permaneció candente y prendida de Jesús.
“En el III Día de la Octava de Navidad, la Iglesia nos regala al Apóstol San Juan: Él nos sugiere al Verbo que ya existía en el principio, que estaba junto a Dios y que era Dios. El Verbo por el que se formó todo, y que sin Él, no se habría perfeccionado nada de cuanto prevalece”
Terminado el primer siglo cristiano, San Juan Evangelista vuelve a surgir con una magnificencia ilimitada, sobresaliendo en las postrimerías de la era apostólica con la influencia de su palabra y el legado de lo que con agudeza iba diseminando. No ha de soslayarse, que el centro de este Imperio era Éfeso, capital del Asia preconsular y donde San Juan se cobijó inmediatamente a la ruina de Jerusalén.
Transcurridos los años y entretanto el emperador Tito Flavio Domiciano (51-96 d. C.) tomaba nota de la historia portentosa de aquel viejo venerable, San Juan, es trasladado a Roma, donde se le sentencia como adversario de los dioses del Imperio, saliendo indemne de la caldera de aceite hirviendo y parte deportado a la isla de Patmos, donde se le manifestó aquellas visiones que amasó profundamente en la espiritualidad y nos transfirió en el Libro del Apocalipsis: lluvias de fuego y sangre; o copas de oro de las que se escapa el vino de la indignación; caballos con colas de serpientes y corazas de fuego, que en sus resoplidos lanzan llamas de azufre; o dragones rojos de siete cabezas y diez cuernos que arrastraba en pos de sí las estrellas del cielo, etc.
Si la palabra ‘Apocalipsis’ es la transcripción oral de un término griego que significa ‘revelación’ hecha por Dios a los hombres de cosas ocultas y sólo por Él conocidas, indiscutiblemente, nos muestra uno de los aspectos del talente de San Juan; y otro diferente se observa en su Evangelio y en las tres Epístolas. Son obras asentadas en su retiro de Éfeso, tras su regreso a la muerte de Domiciano y donde toda el Asia continuaba indagando su rastro como fundamento de la luz, verdad y vida cristiana. San Juan declara explícitamente el propósito proyectado al componer su Evangelio: “Estas cosas han sido escritas para que creáis que Jesús es Cristo, el Hijo de Dios”.
Sin embargo, este dogma esencial de fe se había topado con muchos enemigos, como Cerinto, judío alejandrino y líder de una secta resultante de los ebionitas, semejante al gnosticismo, que parecía bordear el dogma para desentrañarlo según sus engreimientos, importunándolo y tratando de suplirlo.
Contra los falsos profetas, como San Juan los denomina, se había referido en sus Epístolas. Pero, ni mucho menos pretendió encararse con ellos y en esto discrepa a los criterios de San Pablo; optando por abrumarlos con la medida de su autoridad. Y de cara a sus proposiciones expuso un prólogo sucinto y categórico de la fe, impulsando nueva luz a la figura de Cristo, al objeto que los lectores advirtiesen la verdadera vida.
Con estos antecedentes preliminares, nos atinamos ante la estela inquebrantable que nos ha dejado San Juan Evangelista, aquel quién descansó su rostro sobre Jesús en la Última Cena memorable del Cenáculo; como quien persistió firme bajo la Cruz en una Iglesia que acoge a la Madre, María; o quién próximo a Pedro, por aviso de María Magdalena corrió al sepulcro vacío, donde descubrió las vendas y el sudario para que el discípulo amado creyera y confiara enteramente en el Señor Resucitado.
Inicialmente, San Juan, el Apóstol, al igual que la amplia mayoría de los integrantes de la primera comunidad cristiana, no se documenta en fuentes correspondientes al siglo I de la era común que no sean los escritos neotestamentarios.
Las reseñas con que se cuenta actualmente resultan de la superposición del procedimiento histórico-crítico, esto es, la evolución científica de explorar y sondear la transmisión, desarrollo y génesis de un pasaje a orígenes primarios, que están en diversos textos del Nuevo Testamento y en otros componentes reconocidos apócrifos por las distintas confesiones cristianas.
A lo anterior ha de añadírsele, el estudio de documentaciones del tiempo patrístico que contienen tradiciones, tanto redactadas como orales derivadas de las comunidades y autores cristianos que, en ocasiones, divergen entre sí.
Por lo tanto, la diversidad de un compendio que identifique a San Juan Evangelista, viene dado por la abundancia de datos acumulados para obtener toda una amalgama de lo más importante que esconden las muchas aportaciones.
De hecho, San Pablo ratifica la laboriosidad que San Juan despliega en Jerusalén y otros territorios colindantes tras la Muerte y Resurrección de Cristo, con las menciones supeditadas que los analistas antiguos hacen a su estancia e intenso dinamismo en Éfeso, la actual Turquía, que se convertiría en uno de los primeros centros del cristianismo incipiente.
De manera, que este es el ‘discípulo amado’ perpetuado en la Iglesia como testigo directo en la escuela del amor. Porque, la espiritualidad cristiana sugiere que nos vinculemos a Jesús mediante la vía del amor: un foco inmenso de luz que alumbra la existencia de todo hombre, con la impronta singular de San Juan Evangelista.
“He aquí a Juan Evangelista, el discípulo amado, quién deja un recado a las generaciones que habrían de irrumpir, porque aún hoy, su saber, sabiduría y cátedra, están incandescentes y prestas a asirnos en ese Niño que ha nacido en Belén y se universaliza en el corazón del hombre”
Juan, significa “Dios es misericordioso” y sin lugar a dudas, su nombre vale para concretar lo que encarna, ya que la misericordia fue como un presentimiento que iba realizándose a lo largo del más lozano de los discípulos. Ribereño del lago de Tiberíades, Juan era judío de Galilea y nacido en Betsaida, hijo del Zebedeo y de Salomé y hermano de Santiago el Mayor, pescador como Simón Pedro y Andrés, se situó entre los primeros cuatro elegidos por Jesús.
Por la forma en el ejercicio del sacerdocio en esta etapa, no se excluye que Zebedeo pudiera ser levita, con un techo circunstancial en el ensanche de Jerusalén ocupado por esenios o en sus alrededores. O tal vez, con otra casa en Galilea, mientras la actividad pesquera les favorecía en el sustento familiar; hasta el punto, que una empresa de pesca de insignificante fuste podía ser consignataria de pescado para el mismo Templo de Jerusalén. Además, las aguas que doran Galilea, aun no siendo espaciosas, eran el principal surtidor de agua dulce de la comarca, hasta llegar a ser un núcleo imprescindible para el mundo judío.
Por tal motivo, es de prever que los judíos otorgasen predilección al pescado apresado por individuos de origen judío, a diferencia del proporcionado por los gentiles, porque el primero afianzaba la observancia de los mandatos rabínicos de pureza alimentaria, impidiendo métodos que alternasen supuestos alimentos contaminados.
Recuérdese al respecto, que las aguas de Galilea se distinguieron por admitir prolíferas iniciativas pesqueras, que no ya sólo implicaban a las generaciones de los pescadores en sí, sino que igualmente, lo hacía con la mano de obra empleada, como proveedores de materias primas y de otros géneros, procesadores de pescado, empacadores y transportistas.
En esta tesitura, veinte años tendría apenas San Juan Evangelista, cuando Jesús lo llamó para ser pescador de hombres y, posteriormente, ser garante de la gloria del Verbo encarnado y de su puño y letra anunciarnos lo que sus ojos admiraron.
Pero, ni sus quehaceres cotidianos como servidor de la Palabra del Señor; ni su presteza apostólica en los lapsos memorables de la primitiva Iglesia palestinense; ni su conservación casi centenaria que conjeturó una naturaleza somática fornida; ni la determinación con que se sostuvo ante los herejes gnósticos, calificándolos de anticristos; ni la consistencia extraordinaria de su teología y misticismo en la realidad histórica, le permitieron desmarcarse del paradigma de la humildad.
Si bien, conjuntamente como ocurre con otras prácticas y usos orales, o escritos afines con personas de épocas pretéritas, no hay evidencias documentales o arqueológicas que el martirio de San Juan no completado con la muerte, aconteciese en Roma o Éfeso; o que fuese la consecuencia de una realización subsiguiente. Como asimismo, no se vierten certezas que lo desacrediten.
Curiosamente, la semblanza de este Santo Apóstol difiere a las de los demás, en cuanto a su martirologio y muerte, porque lo reincidente es que el suplicio ponga fin a la vida de los santos, pero en San Juan Evangelista, es justamente lo inverso.
El mejor ejemplo de ello puede extraerse de Santiago de la Vorágine (1228-1298), nombre españolizado del beato Jacopo da Varazze, dominico italiano y Obispo de Génova entre 1292 y 1298, que al hilo de lo anterior redactó en la ‘Leyenda Dorada’, volumen I y página 65: “Juan, apóstol y evangelista, amigo del Señor y virgen por expreso deseo de Dios, al dispersarse los demás apóstoles tras la fiesta de Pentecostés, marchó a Asia, en donde fundó numerosas comunidades cristianas o iglesias. El emperador Domiciano, noticioso de sus actividades, lo llamó y lo condenó a morir en una tinaja llena de aceite hirviendo, colocada frente a la Puerta Latina; pero el santo salió de este tormento completamente ileso. Así como su espíritu triunfó siempre sobre los asaltos de la carne, así también en esta ocasión su cuerpo no padeció quemadura alguna en medio de tan horrendo suplicio. Cuando Domiciano supo que el apóstol, tras la prueba a que lo había sometido, continuaba ejerciendo el misterio de la predicación, lo desterró a una isla inhabitada llamado Patmos”.
El segundo curso de su relato autobiográfico converge, poco más o menos, en torno al último decenio del primer siglo de nuestra era. Ahora, San Juan es el oráculo de los cristianos de la región romana de Asia; o lo que es lo mismo, del borde costero egeo y parte de Turquía.
Como ya se ha mencionado, el corazón neurálgico de su celo apostólico es Éfeso y él mismo nos comenta en el Libro del Apocalipsis, que quedó desterrado en la isla griega de Patmos por dar testimonio de Jesús. Lo más probable es que sucediese en los años 81-96 d. C., en plena expansión de la persecución de Domiciano.
En ningún recoveco o recodo del universo civilizado, ni tan siquiera en Roma, quedaban apóstoles sobrevivientes. Y era de ver la admiración que los cristianos de finales del primer siglo profesaban por aquel hombre entrado en años, que había visto con sus propios ojos al Señor Jesús, tocado con sus manos y contemplado en su vida terrena y ya resucitado, presenciar su ascensión a los cielos.
Subsiguientemente, en un intervalo difícil de establecer, entre el fallecimiento de San Pedro y San Pablo y la desolación de Jerusalén, San Juan se instaló en Éfeso. De suponer, hacia el año 68, siguiéndole en peregrinación una masa jerosolimitana. Coyuntura, que se desprende por el desplazamiento de disgregación ocasionado en aquellos trechos de guerra judaico-romana y de las enormes dificultades habidas en la Ciudad Santa, precedentemente, a su temida calamidad anunciada por Cristo y cumplida en el año 70.
Alcanzado el año 130, San Papías de Hierápolis (70-163 d. C.), obispo perteneciente a la diócesis de la Frigia, y uno de los discípulos más inmediatos del evangelista, en un pasaje que se nos ha transferido por el historiador eclesiástico Eusebio de Cesarea (265-339 d. C.), diserta con veneración a su Maestro difunto a quien llama: ‘Juan el Anciano, discípulo del Señor’.
Más adelante y por diversas fuentes, se constata la movilidad de la comunidad cristiana de Éfeso, gobernada por San Pablo y, sin demora, por San Juan. La oratoria en la misión del Apóstol alcanzó en Éfeso éxitos asombrosos que le hicieron pronunciar literalmente: “Una puerta grande se me ha abierto…”.
En efecto, Éfeso, reportaba una entrada tanto geográfica como espiritualmente acordes a la labor evangelizadora: acomodada en la costa jonia y frente a frente a la Isla de Samos, embargaba uno de los sectores más solventes como punto de partida y tarea comercial entre Oriente y Occidente. Aparte, de aglutinar exuberantes estilos culturales y religiosos.
Luego, no es de sorprender que el entorno asistido por el báculo de San Juan, se erigiese en la provincia eclesiástica más dinámica. Obviamente, por doquier, su imagen crecía como el único superviviente del Colegio Apostólico y representante del grupo de discípulos que habían recibido las revelaciones del Salvador.
Era ostensible, que la panorámica de la Iglesia se enfocara en el discípulo predilecto.
Queda claro, la valía de cuántas enseñanzas divulgó y la importancia de sus aseveraciones, que incuestionablemente habían de ser únicas y excepcionales.
Y este anciano que aparentemente nunca iba a sucumbir, al menos, eso deseaban e imaginaban los buenos hijos espirituales advirtiendo su senectud como un prodigio de Dios, hallaban en aquellas comunidades cristianas como un manantial inacabable de vida en Cristo.
De San Juan Evangelista penden en su doctrina, espiritualidad y apacible fervor de sus documentos, los Santos Padres de aquella generación postapostólica que le asistieron en persona, o se instituyeron en la fe cristiana con lo que habían experimentado con él, como los citados San Papías de Hierápolis y San Ireneo de Lyón; o San Policarpo de Esmirna (65-155 d. C.) y San Ignacio de Antioquía (35-108 d. C.). Obligatoriamente, estos son los surtidores de donde provienen las principales referencias que la tradición nos legó en correlación de esta última fase del aliento del Apóstol San Juan.
A los un sinnúmero de acosos y asechanzas del emperador del Imperio de Roma Nerón Claudio César Augusto (37-68 d. C.), le secundaron otras en toda regla con el emperador Domiciano: el dominio descomunal del divinizado cesar romano se aventuraba devorar a la desguarnecida Esposa de Cristo.
En otras palabras: la Bestia contra el Cordero. Y, para remate, el arsenal de herejías que entrañaron la corriente religiosa gnóstica, oriunda y generalizada fuera y dentro de la Iglesia, planeaba desgastar la identidad del cristianismo.
En aquel más que complicado contexto de este nonagenario, San Juan Evangelista, se balanceaba el sostenimiento de la fe cristiana, por ser el único que físicamente quedaba en pie de los que compartieron con el Maestro las promesas y la liberación de Jerusalén. Amén, que providencialmente Dios le agració con tan largos años para que se dispusiese en el pilar básico de su Iglesia.
Mismamente, San Juan es el predicador de la misión ecuménica maternal de María. Aun exceptuando la parte sustancial que pudo tener en comunicar las noticias aunadas en San Lucas sobre la infancia de Jesús, emplaza a la Santísima Virgen en el milagro de las Bodas de Caná y al pie de la Cruz, principio y fin de la vida pública de Jesús. A la par, subraya la manifestación permanente de María en la acción de su Hijo y su comedida colaboración solícita con Él.
Consecuentemente, en el III Día de la Octava de Navidad, la Iglesia nos regala al Apóstol San Juan Evangelista: Él nos sugiere al Verbo que ya existía en el principio, que estaba junto a Dios y que era Dios. El Verbo por el que se formó todo, y que sin Él, de ningún modo se habría perfeccionado nada de cuanto prevalece.
Él, es la Luz que resplandece en las oscuridades de lo más recóndito del hombre; la Luz que la humanidad no percibió estando anticipada por Juan Bautista. La misiva remitida por la Providencia para disponer la senda ante la aparición inminente del Salvador.
Esta es la recapitulación somera del Gran Misterio Redentor que nos involucra y atesora dignamente el Apóstol San Juan. Su fortaleza es un modelo de responsabilidad incondicional con Jesucristo: amándole y depositando los talentos en una vasija de barro, como Jesús se desprendió de Su vida en favor de los Hijos de Dios.
He aquí a Juan Evangelista, el discípulo amado, quién deja un recado a las generaciones que habrían de irrumpir, porque aún hoy, en pleno siglo XXI, su saber, sabiduría y cátedra, están incandescentes y prestas a asirnos con la clemencia, compasión e infinita ternura de Dios, en ese Niño que ha nacido en Belén y se universaliza en el corazón del hombre.
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