Recientemente he tenido ocasión de asistir a un Seminario sobre la Cultura de Seguridad y Defensa en nuestro país patrocinado por el Ministerio de Defensa. Participaban en el mismo profesionales de diferentes sectores que trataban de identificar las razones por las cuales la media de la población española tiene una buena impresión sobre nuestras Fuerzas Armadas y el trabajo que desempeñan pero tiene un conocimiento muy vago y en ocasiones cicatero sobre los recursos de los que debemos dotarles para que puedan cumplir sus cometidos con un mínimo de seguridad y eficacia.
Una de las conclusiones más relevantes, desde mi punto de vista, fue que el análisis de los aspectos vinculados a nuestra seguridad sólo se contempla en nuestro sistema de enseñanza y de una manera no muy intensa cuando se alcanza el nivel universitario. Al decir de los ponentes que intervinieron en representación de ese mundo universitario, mayoritariamente procedentes de universidades privadas, la atención a estos asuntos en ese nivel ya presenta controversias pues las prevenciones y los prejuicios con respecto al entorno de las Fuerzas Armadas ya han comenzado a arraigar entre algunos estudiantes y la aproximación a la realidad de nuestra defensa ya se conforma de manera distorsionada.
Entre los citados ponentes del ámbito de la docencia universitaria se echaba de menos el que en España, a diferencia de lo que ocurre en otros países de nuestro entorno, la defensa, la seguridad y la proximidad a nuestras Fuerzas Armadas formaran parte de los asuntos a contemplar o considerar en la enseñanza primaria o secundaria.
Vino a mi memoria en relación con este asunto un recuerdo de mi infancia. Mi padre, que había nacido en 1924 y que, en consecuencia, había asistido a su formación infantil en el período comprendido entre el final de la Dictadura del General Primo de Rivera y el comienzo de la Segunda República, recordaba unos versos que junto con sus compañeros repetía en la escuela a la que asistió que, en aquellos años, era la de una pequeña localidad de la provincia de Vizcaya. Los versos comenzaban de la manera que encabeza estas líneas con la expresión “¡Salve, Bandera de mi Patria, salve!”
Muchos años más tarde, tuve conocimiento, a través de un compañero, del poema completo y de su historia. En 1906, el Ministerio de la Guerra, en colaboración con el de Instrucción Pública convocó un concurso para seleccionar un poema que, al decir de la convocatoria, fuese una “breve composición donde sea saludada y enaltecida la enseña nacional como representación de la madre España”. El objeto del concurso era que el poema fuese fijado en carteles en las escuelas y mediante su repetición cotidiana y la asimilación del espíritu que en el mismo se reflejase, los escolares adquiriesen un depurado amor a la Patria y así se convirtieran en ejemplares ciudadanos del futuro.
Al concurso concurrieron 1442 poemas y resultó seleccionado el que compusiera Sinesio Delgado y que tras su elección se convirtió en el “Canto oficial a la Bandera de España”. De todos los intentos realizados en aquellos años con el mismo propósito, éste fue el que más éxito cosechó y el que perduró durante más tiempo en el ámbito escolar.
El poema en cuestión rezaba de la siguiente manera:
¡Salve, Bandera de mi Patria, salve!
y en alto siempre desafía al viento.
Tal como en triunfo por la tierra toda
te llevaron indómitos guerreros.
Tú eres España, en las desdichas grande
y en ti palpita con latido eterno
el aliento inmortal de los soldados
que a tu sombra, adorándote, murieron.
Cubres el templo en que mi madre reza,
las chozas de los míseros labriegos,
las cunas donde duermen mis hermanos,
la tierra en que descansan mis abuelos.
Por eso eres sagrada y en torno tuyo,
a través del espacio y de los tiempos,
el eco de las glorias españolas
vibra y retumba con marcial estruendo.
¡Salve, Bandera de mi Patria, salve!
y en alto siempre desafía al viento,
manchada con el polvo de las tumbas,
teñida con la sangre de los muertos.
Se podrá objetar y puedo estar de acuerdo, que el texto del poema, con su lírica guerrera, puede no ajustarse al imaginario colectivo de la España en la que vivimos hoy. Simplemente es un ejemplo de que la preocupación por inculcar a los jóvenes escolares un inicial sentido de amor a la Patria no es una novedad que se haya descubierto en los seminarios sobre cultura de defensa que con alguna profusión se vienen realizando en nuestro país desde hace algunos años. Viene ya de antiguo y es, quizás, una asignatura, que tenemos pendiente de resolver.
Este respeto por nuestros símbolos y nuestras instituciones, las que nos unen a todos, es un elemento esencial para nuestra convivencia que podría evitarnos imágenes bochornosas a las que, desgraciadamente, algunos nos tienen acostumbrados, aunque el común de los ciudadanos, la inmensa mayoría de los españoles, jamás podremos acostumbrarnos sin perder el respeto por nosotros mismos. Me refiero, como supondrán, a las eventuales faltas de respeto a nuestro Himno Nacional, a S.M. el Rey o a nuestra Bandera Nacional. El último ejemplo nos lo ha ofrecido, recientemente, ni más ni menos que el representante ordinario de nuestro Estado en la Comunidad Autónoma de Cataluña, el Presidente de la Generalidad, haciendo retirar nuestra Bandera Nacional del espacio en el que se iba a dirigir a los medios de comunicación tras un encuentro con el Presidente del Gobierno.
Ante esa ignorante e intencionadamente ofensiva falta de respeto a nuestra Bandera a la que, repito, jamás conseguirán que nos acostumbremos, además del más absoluto desprecio y reprobación, me pide el alma manifestar, como reza el comienzo del poema citado, que mi padre aprendió de niño, ¡Salve, Bandera de mi Patria, salve!