La vida que le precede, en este caso a un Rey, antes de coger cetro, corona y remangarse para comenzar a regentar y cruzar ese precipicio siempre vivo de la realidad española, pese a su importancia, queda para la historia documentada y relatada; reportajes sobre su infancia y juventud, la entrada en la madurez, la formación, la familia o las aficiones. Cuando, verdaderamente, el contador comienza a pasar es desde el día que inicia la representación y ejercicio de la Jefatura del Estado, tal cual es España.
Diez años han pasado desde que el monarca hasta entonces, su padre, hiciera efectiva su renuncia. Monarca al que la Historia, más allá de la oportunidad y recomendaciones de un ya largo y agitado presente y sin duda algo disparatado, hará justicia. Tan pronto como alforjó, Felipe Vl, y emprendió ese cruce sobre la cuerda suspendida, se convirtió, hasta la fecha, en un meritorio funambulista compensando los pesos de cada uno de los lados y a tenor de los cambio de viento, transcurriendo en su avance, es gratamente notorio. Pero, igual y lógicamente, se le empezó a mirar con lupa.
Se le testó, conforme al reinado que le precedió, a las fortalezas y debilidades que pudieran ser parte de Felipe Vl, especialmente a las segundas; No hubo ni habrá carencia de quienes le busquen un mal paso que trastabille el periplo de su responsabilidad. Siempre existirá ese gremio del caos que abunda en “cuanto peor mejor” comenzando por las instituciones y su descrédito. Hubo intentos, incluso, vía vida personal y afectiva, para socavar su temple y poner a prueba la serenidad de su entorno, vital para el ejercicio de la misión encomendada.
Y así, desde ese suave balanceo de una pértiga que es la Jefatura del Estado, continuó y continúa su marcha para seguir recordando que entre disputas, colores políticos, gritos, extremismos y todo un espectáculo de variedades a cual, con frecuencia inusitada, más histriónica, está la vida de un pueblo que necesita para la calidad de su existir, pilares de respeto y de común aceptación y afecto. El Rey, desde una sutil conjura de ejemplaridad, prestigio y discreción, encarna ese pilar, a la vista y en el sentimiento está.
No hace falta ser monárquico, dada la recurrente, simplista y tantas veces injusta definición de la Monarquía como un espacio rígido, elitista, de intrigas palaciegas y privilegios, para apreciar, honrar, a una institución encarnada por la figura y acción de un hombre y su entorno más próximo que midiendo bien las dimensiones del trono, ni se sale ni deja de ocupar el espacio que le corresponde, un espacio necesario.
Son momentos, demasiados prolongados y de proyección inquietantemente duradera, de una tribulación sostenida por dos frentes (con sus propias guerras intestinas) que se niegan en demasía; de inquietante politización fuera de sus cauces e incluso con episodios de rebelión democrática y, en ocasiones, no tan democrática. Y pese a ello, como no, bajo el ruido, la vida en cada individuo o unidad familiar continúa hacia los mismos retos de bienestar y aspiraciones a seguir cumpliendo.
Es especialmente ahora, cuando se cumplen diez años en la Jefatura del Estado, un momento para recordar que sin pedirle nada fuera de sus altas y esenciales atribuciones, se reconozca el valor de un hombre tranquilo, de un Rey necesario y de su tiempo. Un tiempo nada sencillo y con demasiados acechos.
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