Quizás, pueda parecernos paradójico que la Iglesia Católica haga coincidir en un mismo punto confluyente el primer día del nuevo Año Civil y no Litúrgico, iniciado el pasado día 29 de noviembre con la irrupción del Tiempo de Adviento, hoy, con la solemnidad de ‘Santa María, Madre de Dios’. Y, sin embargo, es visible que desde tiempos inmemoriales, después de conmemorarse el ‘Nacimiento del Salvador’, comencemos esta nueva andadura del año 2021 bajo la protección maternal de María, Madre del Salvador y Madre nuestra: “He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra”.
Precisamente, desde ese ‘fiat’, ‘hágase’, que María responde firme y decidida al Plan Salvífico de Dios; gracias a su entrega generosa, Dios pudo encarnarse para reportarnos la reconciliación y liberarnos de cuantas heridas inciden con el pecado. Aquella muchacha de Nazaret al acoger y no rechazar en su vientre al Niño Jesús, la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, se convierte en la Madre de Dios, dando todo de sí para su Hijo. Es por ello, que María es el paradigma para todo cristiano que ansía alcanzar su santificación.
En nuestra Madre, hallamos el rumbo que nos engarza al cordón umbilical del Señor Jesús, aliviándonos y consolándonos con Él para poder decir como el Apóstol: “vivo yo más no yo, es Cristo quien vive en mí”. Con lo cual, es el mejor de los inicios para abrir un año sumido en la pandemia, con el énfasis de la ‘Maternidad’ de María. Ella, preside a los Santos, es la llena de ‘Gracia’ por la docilidad, sabiduría e inclinación. Culmen de toda la fidelidad aceptable a Dios y amor humano en abundancia.
Sin lugar a dudas, la síntesis de su andadura es transitoria y obediente: reside en Nazaret, allí en Galilea, donde concibió por obra del Espíritu Santo a Jesús y se desposó con José. Por el Edicto del César, se dirigió a Judea para empadronarse en Belén, la ‘Casa del Pan’ que nos reconforta a la Vida Eterna.
Por aquel entonces, vino al mundo el Salvador, su hijo que es el Verbo encarnado y que ha tomado carne y alma humana. Al mismo tiempo, que es Dios y hombre. Pronto, hubo de huir a Egipto para buscar protección, porque Herodes I el Grande (73-4 a. C.) en su obcecación resentida, pretendía matar al Niño.
Con el fallecimiento del tetrarca se produce el retorno al lugar de residencia y la Sagrada Familia se establece en Nazaret.
Ya, en el transcurso de la vida pública de Jesús, María, aflora siguiendo con asiduidad los pasos de su hijo. Y, a la par, le entrega lo que cualquier madre puede brindarle: el cuerpo, que en su caso concreto era por concepción milagrosa y virginal; y el alma humana, espiritual e inmortal.
En pocas palabras: María, es madre, amor, servicio, constancia, entusiasmo, integridad y pureza. Los Santos antiguos cuentan que en Oriente y Occidente, la denominación más extendida con el que los cristianos nombraban a la Virgen, recayó en el sobrenombre ‘María, Madre de Dios’.
“En nuestra Madre, hallamos el rumbo que nos engarza al cordón umbilical del Señor Jesús, aliviándonos y consolándonos con Él para poder decir como el Apóstol: “vivo yo más no yo, es Cristo quien vive en mí”
Por lo tanto, si el preámbulo de la Octava de Navidad estaba tomado subjetivamente con algunas intenciones y buenos deseos, este día 1 de enero es un reclamo permanente para ponernos en marcha y hacer realidad las ilusiones habidas y por haber. Porque María, lleva en sus brazos al Hijo que acaba de nacer: la esencia viva de un bebé débil y desprovisto que depende en gran medida de ella. Y, como israelita, escucha atentamente y reflexiona lo que oye y experimenta; fusionando con solicitud y ahínco la delicadeza del Niño; haciéndonos presente la proposición del Salvador que más adelante, habrá de ponerse en marcha para salvar al hombre.
María, ve más allá de las falsas apariencias, porque, tal vez, no sospechó que el Mesías esperado nacería en un pobre pesebre. A pesar de todo, descansa, aguarda y obra para vislumbrar cómo se las compone Dios con este bebé para sea ‘Rey de Reyes’ y ‘Señor de los Señores’.
Ella, la ‘Inmaculada Concepción’, es el máximo de toda posible nobleza, observancia y cumplimiento en Dios: el amor humano en su esplendor. No sorprende el calificativo preeminente de ‘Santísima’, porque no hay mayor fuerza de expresión: ‘Madre de Dios y Madre nuestra’.
En el culto de ‘Santa María, Madre de Dios’ y en el ‘Dia de la Circuncisión del Niño’, los Padres del Concilio de Éfeso convocado entre el 22 de junio y el 16 de julio del año 431, considerado como el III Concilio Ecuménico, lo definió dogmáticamente como ‘Theotokos’, definición griega que significa ‘Madre de Dios’. Su equivalente en español y en latín ‘Deípara’.
Título que la Iglesia cristiana temprana confirió a María, en alusión a su maternidad divina y Madre del Rey que gobierna el Cielo y la Tierra; porque en ella la Palabra se hizo carne y el Hijo de Dios acampo entre los hombres, cuyo nombre está por encima de todo otro nombre.
Con estos antecedentes preliminares, celebramos la primera fiesta mariana más antigua en el calendario romano, que apareció con el reconocimiento de la ‘Maternidad de María’, hundiendo sus raíces en la Iglesia primitiva de Oriente y Occidente, concentrando su circunspección en el personaje más significativo de la Navidad después de Jesús: María.
Simultáneamente, se oficia en la Iglesia Católica y en el resto de Iglesias en comunión con ella; por antonomasia, la conmemoración más importante en honor de María, Madre de Jesús, ya que toda su vida y dones personales, abarcando su virginidad, estuvieron encaminados a su maternidad.
Si en estas jornadas de intensa contemplación y oración no hemos detenido palmo a palmo en la admiración del Niño de Dios, al que nuevamente descubriremos con la Epifanía y en quienes llegaron in situ hasta la cuna para intuir su contenido teologal, actualmente, la Iglesia retorna sus ojos a la Virgen María y con la Iglesia de todos las épocas, para engrandecerla como la Madre del Hijo Eterno.
Sin ir más lejos, en las catacumbas o lugares subterráneos cavados en la Ciudad de Roma, se congregaban los primeros cristianos para compartir la Palabra de Dios en intervalos de persecuciones, donde ya existen evidencias de pinturas con inscripciones como ‘María, Madre de Dios’.
Si bien, el día 1 de enero, la liturgia divisa con majestuosidad como un espejo diversos advenimientos y realidades mesiánicas, pero la deferencia se condensa inexorablemente en María, porque ocho días más tarde del Nacimiento de Jesús, profundizamos en el Verbo hecho hombre que nació de la Virgen. El pasaje de San Lucas 2, 16-21 atesora el episodio extraído de la Biblia de Jerusalén que dice literalmente: “Y fueron a toda prisa, y encontraron a María y a José, y al niño acostado en el pesebre. Al verlo, dieron a conocer lo que les habían dicho acerca del aquel niño; y todos los que lo oyeron se maravillaban de lo que los pastores les decían. María, por su parte, guardaba todas estas cosas, y las meditaba en su corazón. Los pastores se volvieron glorificando y alabando a Dios por todo lo que habían oído y visto conforme a lo que les había dicho. Cuando se cumplieron los ocho días para circuncidarle, se le dio el nombre de Jesús, el que le dio el ángel antes de ser concebido en el seno”.
Con el relato anteriormente referido, sale a la luz la circuncisión de Jesús como rito de incorporación a la comunidad cristiana; además, distinguimos a Dios que nos dio a su Hijo Unigénito como cabeza del Pueblo por medio de María. Surgiendo así, otra etapa consecutiva que nos proporciona la Providencia en el entorno de la salvación inaugurada por Cristo.
“Es creíble dejarnos llevar por la adopción de María Santísima que, cuando se tornó Madre de Dios, también era Madre nuestra, comprometiéndose a engendrar en nosotros la hechura de su Hijo, siempre y cuando, no pongamos impedimentos y trabas a su labor maternal”
Por ende, en esta festividad no se enaltece un conocimiento que nos ha sido revelado abstractamente, sino un acontecimiento histórico: Jesucristo, nacido de María en el sentido más pleno, su madre. Poniéndose de relieve la pureza de la Madre, hasta evidenciarse dos prerrogativas que continuamente se proclaman juntas e inseparables, porque recíprocamente se constituyen y conceptúan.
Primero, al encandilar nuestra mirada a María, recibimos de Dios un talento precioso que hemos de hacer madurar, como una oportunidad propicia para ayudar a cristalizar el Reino de Dios.
Y, segundo, en atención a una vieja invitación de la Liturgia de Roma, estando destinada a encomiar el protagonismo que alcanzó María en el Misterio de la Salvación; igualmente, es el momento favorable para reavivar la adoración al Príncipe de la Paz y oír el anuncio angélico del coro de los ángeles.
De ahí, el acierto pertinente de la Octava de Navidad, ocho días avanzados con recto sentido de la vivencia real e intensa meditación hasta el estreno del nuevo año, estableciéndose la ‘Jornada Mundial de la Paz’ que satisface de creciente adhesión, valga la redundancia, para sazonar los frutos de paz en el corazón del hombre.
Sumergiéndonos sucintamente en trechos tan lejanos que hubieron de transitarse para que brotase la ‘Solemnidad de Santa María, Madre de Dios’, irremediablemente, hay que remontarse primero, al año 46 a. C., cuando el emperador Cayo Julio César (100-44 a. C.) reubicó la apertura del año asentado en el 1 de marzo que pasó al 1 de enero. En aquella coyuntura, eran las dedicaciones al dios Jano protector del Estado, de donde procede el término ‘enero’ con dos fisonomías diferentes; una orientada al pasado y otra encaminada al futuro.
Posteriormente, con el Concilio de Éfeso se abrieron las puertas a la estación de ‘Sancta María ad Martyres’, denominada ‘In octavas Domini’ en honor a María, a quien la Iglesia ensalza como Madre de Dios, porque arraiga al Hijo del Padre Eterno.
Asimismo, en la misma tesitura San Cirilo de Alejandría (376-444 d. C.) subraya: “Se dirá, ¿la Virgen es Madre de la divinidad? A eso respondemos: el Verbo viviente, subsistente, fue engendrado por la misma substancia de Dios Padre, existe desde toda la eternidad… Pero en el tiempo Él se hizo carne, por eso se puede decir que nació de mujer”.
Segundo, en el siglo IV (301-400 d. C.) se sustituye la costumbre pagana de las dádivas y se solemniza en Roma el 1 de enero, denominándose ‘Natale Santæ Mariæ’. Conjuntamente, se realiza con la dedicatoria del templo de ‘Santa María la Antigua’ en el Foro Romano. Posiblemente, por el influjo de la liturgia bizantina que el 26 de diciembre ofrece a la Santísima ‘Theotokos’, una sinapsis o celebración de un personaje secundario el día siguiente del personaje principal.
Tercero, en el siglo V (401-500 d. C.), en Milán se consagra el domingo precedente al 25 de diciembre. Mientras, en la Galia y en períodos de San Gregorio de Tours (538-594 d. C.), se produce el 18 de enero; en el rito copto, el 16 de enero y en la liturgia mozárabe, el 18 de diciembre, respectivamente. En fechas cercanas, se constatan ceremonias comparables a las de otras liturgias lejanas.
Cuarto, en el siglo VI (501-600 d. C.), la Galia rememora la fiesta de la ‘Circuncisión del Señor’; ya en el año 656 d. C., en Hispania y con el Concilio X de Toledo convocado por el rey Recesvinto, se dispone el 18 de enero.
Quinto, en el siglo VII (601-700 d. C.) en Roma, el Papa Sergio (687-701 d. C.) añade las cuatro fiestas marianas; o séase, la ‘Natividad’, ‘Anunciación’, ‘Purificación’ y ‘Asunción’. Y, sexto, desde el siglo XII (1101-1200 d. C.) al XIV (1301-1400 d. C.), por la proyección de las Galias, la liturgia romana fija la ‘Circuncisión del Señor’ que en 1570 se agrega al Misal del Papa Pío V (1566-1572), aun conservando el encaje mariano de los formularios litúrgicos. Luego, se concatenan diversos años con sus respectivas vicisitudes que abreviadamente señalaré.
Comenzando con el año 1721, en los que despunta el culto de la ‘Imposición del Nombre de Jesús’; el 25 de diciembre de 1931 con motivo del MD Aniversario del Concilio de Éfeso y la ‘Encíclica Lux Veritatis’, el Papa Pío XI (1857-1939) la recupera para el día 11 de octubre.
Alcanzado el año 1969 y retornando a la tradición más decana, el Papa Pablo VI (1897-1978) la instituye en las postrimerías de la Octava de Navidad, asentándola en el 1 de enero.
La recuperación de la misma se origina propiamente en el espacio comprendido de la Navidad, restableciéndose un componente característico de importante calado que se armoniza con otros actos afines: la amplificación de la ‘Navidad’ en su octavo día; la ‘Circuncisión de Cristo’ en el primer domingo de enero; el ‘Nombre de Jesús’ con relación al Evangelio del día, incorporándose un versículo más que en la II Misa del ‘Día de Navidad’.
Y, por último, llegados al año 1974, el Papa Pablo VI determina que en esta incrustación de María, se conceda relevancia a la ‘Jornada Mundial de la Paz’, de acuerdo con la proclamación de la primera lectura de la Misa. Al hilo de este matiz, la terminología bíblica ‘shalom’ que traducimos por ‘paz’, nos muestra el conjunto de bienes derivados por la salvación de Cristo, el Mesías anticipado por los profetas.
Queda claro, porqué identificamos en Jesucristo al ‘Príncipe de la Paz’ y este, en verdad, es el don y empeño de la Navidad; siendo imprescindible admitir con paciente mansedumbre e invocar asiduamente con la oración confiada, el compromiso que transforma a toda persona para erigirse en cauce de la paz.
Con la argumentación inherente del año litúrgico, se persiguen las huellas de esta maternidad emprendida con la magnificencia de la ‘Asunción de María’, nueve meses antes de la ‘Natividad’.
La Virgen concibió por obra del Espíritu Santo y como cualquier otra madre, llevó en el seno a Aquel que únicamente ella sabía que se trataba del Hijo de Dios. Asumiendo para sí, el encargo traído por el ángel, sabiendo dar una interpretación a la espada que habría de atravesarle el alma, como la Madre de Jesucristo que sería inmolado en nombre de la salvación del mundo.
María, es la punta de lanza en la unión del Cielo y la Tierra, al contribuir con su accionar en la plenitud de los tiempos. Hoy por hoy, dos milenios más tarde, sin la que escuchó la Palabra del Señor, el Evangelio sería apenas ideología, sin más que racionalismo espiritualista, como algunos autores lo denotan en sus disquisiciones.
Consecuentemente, el recogimiento de ‘Santa María, Madre de Dios’, como misterio que opera en nosotros con la certeza inamovible en la misericordia de Dios, nos conduzca al sendero apropiado, con la convicción de su amparo para renunciar a cuantas esclavitudes y engreimientos nos oprimen, nutriendo la vida de Jesucristo que nos lleva a la Vida Eterna.
Con estas miras, es creíble dejarnos llevar por la adopción de María Santísima que, cuando se tornó Madre de Dios, también era Madre nuestra, comprometiéndose a engendrar en nosotros la hechura de su Hijo, siempre y cuando, no pongamos impedimentos y trabas a su labor maternal.
Y, como no podía ser menos, la evocación de María, se aúna al ‘Día Universal de la Paz’, porque nadie como ella, reproduce el modelo enfocado a la paz, el amor y la solidaridad, como tierra fértil donde Dios abonó su amor y de cuya matriz nació Aquel, que incorporó el paralelismo de los hombres y el amor al prójimo: Jesucristo.
Cada uno de los títulos y grandezas concedidos a María, estriban en el hecho extraordinario de su embarazo: es inmaculada, Reina de los Cielos y la Tierra, corredentora de la humanidad, y así un largo etcétera; porque, en definitiva, es la Madre de Dios hecho hombre.
Necesariamente, la maternidad de María la coloca en lo más elevado entre las criaturas que Santo Tomás de Aquino (1225-1274), tan sensato y prudente en sus valoraciones, no titubea a la hora de catalogar su dignidad como infinita e inagotable.
La Virgen María es la que más nos aproxima al nexo amoroso con Dios. Ella, como madre, desea lo mejor para nosotros y nos instruye a ser mansos en el Señor, porque por esta docilidad vendrán por añadidura las bendiciones declaradas en el Libro de los Números.
Tal y como desenmascara el Padre de la Iglesia San Beda el Venerable (672-735), prevalece la contraposición de modos entre la radiante predicación de los pastores y la reserva de María sumergida en la meditación.
Los pastores no contuvieron la discreción de lo que se les había divulgado; todos, informaron lo que habían visto y oído. Es la encomienda que abrazan de parte de la Iglesia como continuadores de los apóstoles y que les aúpa en representantes y emisarios del Evangelio.
En cambio, María, custodia sigilosa al Niño y cavila sumisa en la voluntad de Dios.
Ella, sabe la predicción de Isaías sobre el Nacimiento virginal de Enmanuel, experimentando el parto sin intervención de varón. Sobraría mencionar, que María reposa en las palabras recogidas en el Evangelio de San Lucas 1, 31: “Vas a concebir en el seno y vas a dar a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús”.
Esta es la gracia desbordante que nos aporta la festividad de ‘Santa María, Madre de Dios’: su introspección, es la que nos permite ser conscientes de la Historia de Salvación que Dios ha prescrito.
María, conocedora que ha sido designada para un suceso sin precedentes, percibe en la calma su destino: desde el pesebre hasta el Calvario, estará aferrada a Cristo para hacer suyo el designio de Dios sobre Jesús.
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