NACiÓ en las artes plásticas y en la literatura, se extendió y sobre todo hoy en día forma parte (a su manera) de la liturgia política como una de las herramientas con la que gestionar los recursos públicos y, por ende, los intereses de la ciudadanía, el realismo mágico. Acentuar en el entretenimiento (con la pertinente dosis de ruido y humo), imponer como común o rutinario lo que, aun siendo real, tiene más de puntual y que a veces roza lo onírico o fantasioso en perjuicio de lo cotidiano, ajeno a la virtualidad, y que realmente condiciona la calidad de vida, es un medio ante la incertidumbre que preña la salud de la gestión que suele tornar a aplazamiento constante.
Ningún buró con el poder de representar y actuar puede salir airoso en su función y, por ello, repercutir positivamente en la generalidad, desde, únicamente, las autoalabanzas y la creencia de que su devenir es irreprochable, ni siquiera, desde el consuelo de ser un “mal menor”. Eso, aunque se le dé la apariencia de legitimo (de hecho algo de ello tiene), acaba en alguna de las variantes de “perversión” de la realidad social. Una realidad que no solo necesita de las estructuras democráticas para su funcionamiento y progreso, sino que aspira, desde la rotundidad, en que sea abarcada, ser reflejo y consecuencia, tenida en cuenta en su extensión; más, o mucho más, allá de los intereses de partido y liderazgo.
Frente a esto, siempre el dato deficitario en la virtud y necesidad de escuchar. No es ninguna quimera, aunque en ocasiones lo parezca, que hay que hablar y escuchar para discutir, disentir para negociar. No al revés ni por atajos: de antemano discrepar, distanciar y así en el sumo y álgido ejercicio de la sordera política, cualquier posibilidad de punto de encuentro viene viciada o cercenada de inicio. La política es también el arte de renunciar a imponer.
Frente al realismo mágico y vestido ya el panorama de septiembre, el mes de los comienzos, espera lo importante por mejorar: el empleo (no solo el militante), las expectativas de la juventud en gran parte necesitada de marchar de su tierra, la conciliación entre trabajo y familia, el transporte, la dependencia y discapacidad, el medio ambiente o, a fin de cuentas, un presente creíble que de esperanzas al futuro, entre otras prioridades, aguardan a ser sumamente prioritarios.
En todos los partidos políticos, manden u opositen, se cuecen intrigas palaciegas o rústicas, el poder (y su sugestión) es muy energético e inflamable. Pero nada impide o debiera impedir que la ambición pueda conciliarse con la vocación de servicio y, sin duda, la primera sometida a la segunda. Esto, visto lo visto, se acerca hoy en día más a una utopía, cuando no a una entelequia.
Y puestos a aguardar, también el verdadero respeto a la independencia judicial. No solo a la que beneficia con sus decisiones, a toda, porque al seguir estando “cojo” ese respeto, la propia Justicia entra también en transgresiones. Recientemente se ha visto como la elección de la presidencia del Poder Judicial se convirtió en algo así como un conclave cardenalicio para elegir al sumo pontífice entre dos facciones de la Iglesia, cuando se supone que debe haber una, como una Justicia, aun lógicamente con sus distintas opiniones. “Fumata blanca” entre togados, en vez de purpurados, que aún seguirán en plena división por su sistema de elección.
El realismo mágico adorna, expresa y entretiene, pero en su abuso la realidad padece.
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