Opinión

El punto y final a más de dos siglos del Servicio Militar Obligatorio (III)

Durante el último período del siglo XX se desencadenó una de las transformaciones más significativas de las Fuerzas Armadas de España. Partiendo de una ‘Clase de Tropa’ integrada por ciudadanos enteramente subordinados al ‘Servicio Militar Obligatorio’, a lo largo de estos trechos se incorporó la figura del ‘Voluntario Especial’, que progresivamente lo convirtió en un activo solícito para ir entretejiendo los primeros visos de la profesionalidad.

Con orden y sin pausa, esta travesía aconteció en el principio del cambio de milenio y la irrupción de la nueva centuria, cuando la prestación personal del ‘Servicio de las Armas’ quedaba definitivamente paralizada. Pero esto, no era ni mucho menos el desenlace de un final, sino más bien, el prólogo de otro tiempo acompañado de reformas legislativas, que se desarrollaron con la vista puesta en robustecer todo un proceso de movilización, conforme a los nuevos escenarios estratégicos perfilados en el horizonte y las necesidades ineludibles de la Defensa Nacional.

Por entonces, vencidas las tentativas golpistas de la década de los ochenta, las Fuerzas Armadas desafiaron dignamente su acomodamiento a los cursos imperantes. El carácter positivo que asumieron ante las innovaciones, sería satisfecho con el beneplácito paulatino del Estado de Derecho encarnado en el Pueblo Español, que les consideró una de las instituciones mejor valoradas. Disposición que permanece incólume y que se ha visto considerablemente beneficiada por la pertenencia a la Organización del Tratado del Atlántico Norte, abreviado, OTAN, y por su participación magistral y denodada en misiones internacionales de paz.

En contraposición, la sociedad española hacía gala de una pacificación no militante, cuyas expresiones más representativas constataron que el 70% de los habitantes consideraba que “no había ningún valor ni ideal que justificara una guerra”, o que únicamente, el 30% estuviera prevenido para empuñar las armas en caso de defender el territorio nacional.

“Vencidas las tentativas golpistas de la década de los ochenta, las Fuerzas Armadas desafiaron dignamente su acomodamiento a los cursos imperantes”

Pese a ello, la Defensa Nacional no figuraba entre las prioridades de los ciudadanos, lo que no podía por menos que tener un alcance trascedente en la gentileza de materializar el Servicio Militar Obligatorio y, en general, en cualquier otra contribución que se demandase para la seguridad de todos.

Y como no podía ser de otra manera, en la década de los noventa la prestación personal entró en una catarsis de la que ya no se restablecería, minando su idiosincrasia tras 231 años perpetuados, con su posterior suspensión en las postrimerías de 2001.

Ni que decir tiene, que las connotaciones antes aludidas no tuvieron en cuenta la aprobación de la ‘Ley del Servicio Militar’ de 1984, así que los gobernantes tuvieron que ocuparse nuevamente de la incorporación a filas, como réplica a la demanda existente entre la población; además, de sentirse influenciados por los más izquierdistas del arco parlamentario. De esta forma, el Servicio Militar Obligatorio se fusionó en la disputa política. Toda vez, que las propuestas y planes de acción electorales proponían reducciones en la prestación y mayores tasas de profesionalización.

En atención a diversas investigaciones militares, el encaje de las etapas referidas transitaban por la restauración del reclutamiento, como acreditaron a finales de los ochenta varios artículos divulgados por revistas militares. Sin duda, la iniciativa de modelo más reiterado radicaba en la incrustación de la profesionalización. En el lado opuesto, otros advertían que la eliminación del Servicio Militar en una sociedad rezagada de sus Ejércitos, quizás, agrandaría su desmembración.

Lo que era indiscutible, que España se hallaba inmersa en una fase de internacionalización, simultáneamente, sus socios simplificaban el número de efectivos a marcha forzada, al objeto de adecuarse a unos procedimientos en los que ya no sería determinante el acomodo de grandes masas de hombres.

Desde esta perspectiva, el Ministerio de Defensa, tenía en mente reducir el Servicio Militar Obligatorio e intensificar la profesionalización al 50%; para ello, inicialmente planteó la disminución de la Tropa en oleadas periódicas del 25 al 15%, implementadas entre 1990 y 1996 dentro del Plan de Reorganización del Ejército de Tierra, denominado ‘Plan RETO’. Sin obviar, que en aquellos instantes de indecisión, no eran pocos lo que argumentaban si verdaderamente las Fuerzas Armadas eran indispensables.

Y como no, la aportación de la mujer en la Defensa Nacional continuaba en punto muerto y a la espera de concretarse. La ‘Ley de Régimen de Personal’ de 1989 concedía a las mujeres plena igualdad de oportunidades en el ámbito militar, aunque influía para mal, la limitación en la configuración de los integrantes y los obstáculos de esferas remisas a los cambios.

Con lo cual, el Plan General de Modernización del Ejército, designado ‘Plan META’, que ambicionaba un Ejército más pequeño y adecuado a las coyunturas económicas y humanas, por lo pronto, ya había disuelto las Brigadas de Defensa Operativa del Territorio y, con ello, una porción específica de la organización destinada a incluir a los reservistas eventualmente militarizados.

Luego, la reserva no estuvo coordinada en unidades puestas para el reclutamiento, como había ocurrido en los años anteriores a la Guerra Civil (17-VII-1936/1-IV-1939). En contraste, a mitad de la implantación del ‘Plan RETO’, se dispuso que los efectivos resultantes de una movilización debían agruparse en torno a cuatro Brigadas y dos Regimientos que formaban las Fuerzas Movilizables de la Defensa. Con el añadido, que la prestación del Servicio Militar Obligatorio pasaba de doce a nueves meses.

Sin embargo, tanto el ‘Plan RETO’, fundamentalmente, como su sucesor, el Plan de Nueva Organización del Ejército de Tierra, llamado ‘Plan NORTE’, pretendiendo culminar el salto territorial en su organización y despliegue, para convertirlo en uno con vocación y capacidad de proyección fuera de las fronteras españolas, amputaría las Capitanías Generales y los Gobiernos Militares y la disolución de las cinco Divisiones.

Finalizando así con una evolución de más de dos centurias de antigüedad y asentado en la ocupación del territorio, con el propósito de reemplazarlo por otro rigurosamente operativo e inclinado en la interposición potencial de las Organizaciones Multinacionales, como la Organización de las Naciones Unidas, ONU; OTAN; o la Unión Europea Occidental, UEO.

Para bien o para mal, la determinación de atajar el Servicio Militar Obligatorio de raíz y, con ello, desistir al intensivo e irremediable aporte de fuerzas adiestradas en la defensa, estuvo respaldado por motivos de índole tanto externo como interno, entre los que cabrían destacar: la apuesta por el entorno estratégico, así como la tecnología y la premura de un adiestramiento consolidado, la motivación e integración del ‘Soldado de Reemplazo’ y la conciencia de Defensa Nacional.

Primero, en relación a la evolución del entorno estratégico, el componente más frecuente en el contorno de la OTAN, radicó en la progresión de las peculiaridades de los conflictos armados tras la Guerra Fría (1947-1991). De hecho, no tardaría demasiado, cuando en la cumbre celebrada en Londres los días 5 y 6 de julio de 1990, la Alianza Atlántica era consecuente del menester de transformar y amoldarse a las nuevas realidades. Y así lo hizo notar en la ‘Declaración de Londres’.

Justificados en la Guerra del Golfo (2-VIII-1990/28-II-1991) los teatros operacionales hasta ahora incógnitos y sus disposiciones legales apenas debatidas, la Declaración precedente se erigió en la punta de lanza para la reorganización de los socios de la Alianza en un marco común.

Indiscutiblemente, esto no impidió que en los primeros años del nuevo escenario estratégico, algunos analistas contradijeran que la guerra de masas hubiese acabado y que rechazaran los vínculos entre las transiciones que se estaban originando y la abolición del Servicio Militar Obligatorio.

A pesar de todo, concurrieron dos evidencias irrebatibles de un Ejercito establecido en un ‘Sistema Mixto de Reclutamiento’, como en los años noventa irradiaban los Ejércitos de España, que podían desempeñar un papel meritorio en las misiones del arco mundial desde una perspectiva multilateral integradora.

Precisamente, una de ellas iba a ser el encargo de las Fuerzas griegas, alemanas o turcas en la combinación de retos y amenazas. Y la otra, tuvo su reseña entre los años 1992 y 1996, respectivamente, con el despliegue de unidades del Ejército de Tierra en Croacia y Bosnia Herzegovina en las guerras de Yugoslavia, formando parte de la primera Fuerza de Protección de las Naciones Unidas, por sus siglas, UNPROFOR.

En esta misión, ‘Soldados de Reemplazo’ compartieron codo a codo junto a sus compañeros del ‘Voluntariado Especial’ infinidad de experiencias, sin que aparentemente se confirmasen disparidades en la actitud irreprochable de ambos.

Segundo, en lo que atañe a la tecnología y al dinamismo de un adiestramiento afianzado. En 1996, entre el 35 y el 40% del presupuesto militar norteamericano se consignó a los ‘Sistemas Electrónicos’, a diferencia del 6% empleado en los últimos coletazos de la Segunda Guerra Mundial (1-IX-1939/2-IX-1945). Lo que a groso modo permitía sopesar el salto tecnológico en la segunda mitad del siglo XX, tanto dentro como fuera del espacio militar.

En la misma línea, ‘Sistemas de Armas letales’ como aviones, buques, cañones y carros de combate se habían diseñado con mayor complejidad para ampliar sus capacidades de actuación. Mientras, los ‘Sistemas de Comunicación’ fundamentados en la electrónica, eran determinantes para los automatismos propios de la Fuerza.

Este avance tecnológico desenvolvió los requerimientos de personal cualificado, no ya sólo para proceder a las operaciones de mantenimiento, sino para el manejo de los nuevos Sistemas de Armas.

Concretamente, en España, algunos ponderaron que la profesionalización total de las Fuerzas Armadas era inapelable en un contexto de verdadera revolución tecnológica; otros, plantearon proseguir con la profesionalización selectiva.

En otras palabras: la asignación de activos profesionales a las unidades y destinos con procedimientos técnicos más modernos. En este sentido, prevalecían claras ventajas a favor del ‘Soldado Profesional’, articuladas al adiestramiento y su permanencia prolongada en las unidades, que a la postre, influirían para bien en una mejora sustancial de su eficiencia, frente al ‘Soldado de Reemplazo’. O lo que es igual, más tiempo de consagración a la instrucción y el conocimiento, fundamentales para el recluta con anterioridad a su incorporación.

Del mismo modo, un ‘Servicio de Armas’ configurado en nueve meses no instruía adecuadamente a los sirvientes de equipos y de sistemas de armas, por poca complejidad que aglutinasen; como tampoco, que obtuviesen la experiencia conveniente en su destino y, menos aún, que se fraguasen como operadores habilidosos e idóneos.

Por lo demás, era imprescindible que las unidades de combate se equiparan de personal suficientemente adiestrado, para no desaprovechar la inversión realizada en un material tan costoso. Naturalmente, al acortarse los relevos por la mayor permanencia en filas, disminuían las exigencias de cursos y otras enseñanzas afines y consiguientemente, se economizaría en centros de formación e instructores.

Por último, los mandos optimizarían la preparación de sus hombres, dado que el tiempo aplicado sería más beneficioso en correlación a las competencias del conjunto de su unidad, como a la satisfacción y reputación del que adoctrina y el optimismo recíproco entre superior y subordinado.

Tercero, en lo que respecta a la motivación e integración del ‘Soldado de Reemplazo’, dentro de las misiones de las Fuerzas Armadas se abría la senda para que se corresponsabilizasen con la Defensa Nacional, complementándose con un volumen progresivo de ‘Soldados Profesionales’, pero se sospechaba que estos fines no cuadrasen para mover voluntades entre ciudadanos que no entreveían riesgos inmediatos y mucho menos, para que compareciesen influidos por la defensa de todos.

La ausencia de adaptabilidad, aclimatación y arraigo del ‘Soldado de Reemplazo’ en el ámbito castrense, era uno de los temas recurrentes para postular el término de la prestación personal obligatoria. Tanto en los rotativos como en el Diario de Sesiones del Congreso de los Diputados, asiduamente se mostraban noticias y crónicas de accidentes, consumo de drogas en los acuartelamientos y episodios acumulados de suicidios entre los ‘Militares de Reemplazo’.

“Para bien o para mal, la determinación de atajar el Servicio Militar Obligatorio de raíz y, con ello, desistir al intensivo e irremediable aporte de fuerzas adiestradas en la defensa, estuvo respaldado por motivos de índole tanto externo como interno”

En síntesis, se exponía que estos hombres llamados a filas se incrustaban en una espiral extraña y desfavorable, de la que en ocasiones no salían bien parados. En la cara de una misma moneda, algunas fuerzas políticas imponían sus teorías y, por otra, los seguidores del Servicio Militar Obligatorio contradecían tales carencias en su integración. Es más, era un grito a voces la alarma social generada por el trance que intuían los mozos para insertarse en el entramado militar, lo que evocaba la antipatía a las ‘Quintas’ de otros intervalos pasados de la Historia de España, cuando el riesgo de regresar fallecido, enfermo o impedido era elevado.

Pero, en las circunstancias a las que me remito, los antecedentes refutaban que hubiera lógicas objetivas para estar serenos. En las réplicas dadas por el Ministro de Defensa a las cuestiones parlamentarias conexas con este fondo, eran ostensibles que las bajas de los ‘Soldados de Reemplazo’ producidas en los ejercicios tácticos o en la instrucción diaria, se hallaban habitualmente estabilizadas y sus gráficas descriptivas retrataban datos homologables a la de otros países cercanos.

En cuanto al consumo de drogas y adicción, sobraría mencionar que en los años ochenta se sucedió un alarmante ascenso de muertos por toxicomanía en las Fuerzas Armadas Españolas. Si bien, es necesario matizar, que este era un inconveniente que repercutía indeterminadamente en la sociedad occidental, y como tal, no era exclusivo en los Ejércitos cimentados en la conscripción universal; como quedaría confirmado con las unidades estadounidenses desplegadas por el Viejo Continente, que disponían de planes para la lucha contra el abuso del alcohol y las drogas.

Por esas fechas, similares acciones a la norteamericana confirmaban la gravedad del problema con labores preventivas en España, como ocurrió con el ‘Plan de Prevención y Control de la Droga’ en el Ejército, abreviado, ‘PYCODE’, puesto en movimiento en 1980.

Paralelamente, otros análisis de fuentes acreditadas ratificaron que los suicidios derivados en las Fuerzas Armadas en los años ochenta, eran proporcionalmente inferiores, que los ocasionados entre el resto de la población. No siendo aceptable desde el enfoque psiquiátrico, la noción que el estamento militar por su inconfundible dinámica, causase más estados depresivos y de suicidios que la estructura civil.

Y cuarto, en la segunda mitad del siglo XX, la arrogancia de un número bastante representativo de ciudadanos en razón a la Defensa Nacional, puede interpretarse desde una triple vertiente: primero, la imparcialidad de España en las dos Guerras Mundiales: segundo, el enorme rastro que dejó la Guerra Civil; y, tercero, el reparo de vislumbrar una posición mínimamente admisible, que España pudiese ser atacada por enemigos invasores en un plazo más o menos próximo.

Como una de las conclusiones a lo referido, en el trayecto final de este siglo el criterio público venía manifestándose disconforme con el Servicio Militar Obligatorio, siendo por razones incuestionables, la parcela juvenil quién más se encaraba. Claro está, que ello acarrearía consecuencias como las que seguidamente citaré.

En el período de los noventa, aun con el reajuste del ‘Servicio de Armas’ constituido en nueve meses, tiempo mínimo para alcanzar el grado de instrucción satisfactorio y de esta forma reforzar la operatividad de los Ejércitos, la dificultad para cumplir la prestación personal que llevó aparejada la ‘Ley de 1991’, precipitó alarmantemente la objeción de conciencia y la insumisión.

No eran pocos los que ya contemplaban que se trataba de un mal endémico y contagioso que, en definitiva, se saldó con la inoculación de una pericia enmascarada, fraudulenta, abusiva e impune.

Llegados hasta aquí, la herencia de los ‘Soldados forzosos’ para ser sucedidos por ‘Soldados remunerados’, y en consecuencia, por equipamientos más sofisticados, hacía que la transición a unas Fuerzas Armadas Profesionales comportase en la vanguardia, un esfuerzo extraordinario en todos sus recodos difíciles de cristalizar.

Pero, en la retaguardia, perduraban los reproches contra este modelo de reclutamiento imperativo, que había sido una constante en el frontispicio del Servicio Militar Obligatorio; digamos, que la acentuación circunstancial de la leva ha sobrepasado el umbral del consentimiento social.

En este aspecto, el cambio de valores manipulados en las sociedades de los últimos tiempos, no habría hecho más que abaratar ese umbral en los que difícilmente subyacen estos valores cuidados y protegidos esmeradamente por los Ejércitos de España. Observándose una dicotomía entre las preeminencias que establecen las autoridades en sus políticas militares, cuyo eje central reside en los intereses estratégicos nacionales y las tendencias de los derechos humanos o la paz, que inexcusablemente sientan la base para apuntar que esta discordancia y distanciamiento es una certeza estructural.

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