Desde los preámbulos del siglo XX, el septentrión marroquí se convirtió en objetivo ineludible para la acción exterior de los gobiernos españoles. Y entretanto, las grandes potencias pusieron su atención en el territorio norteafricano y España, a pesar de la tendencia desde el comienzo del régimen de la Restauración hacia un alejamiento de toda empresa exterior, definitivamente desenvolvieron su diplomacia para negociar la asignación de una zona de influencia.
De esta manera, los gabinetes liberales y conservadores movidos por sectores de la sociedad como las oligarquías de negocios, o los militares llegados de la hecatombe de ultramar y, como no, algunos nostálgicos que quedaban al son del imperialismo, admitieron la operación como otro desafío colonial. Si bien, para quienes apuntalaban el proyecto representaba una nueva coyuntura para retornar al sendero imperialista; o tal vez, la probabilidad de enriquecerse al calor de los aprovechamientos de los yacimientos mineros en el Rif; o lograr mediante méritos de guerra ascender de forma vertiginosa en el escalafón militar.
Pero siendo realistas ante un escenario irresoluto, el avispero norteafricano se erigió en un precipicio inexpugnable donde se catapultaban demasiadas vidas. Además, el bereber insurrecto no creyó en ningún momento en el proceder civilizador que, según los españoles, asumía la encomienda que bajo aquella argumentación simulada se enmascaraba el designio de explotar su territorio, prescindiendo si fuese necesario de su cultura y esquivando las tradiciones. Y como es evidente, esta postura de rehúso condujo a un fuerte choque de espíritu belicoso y de planes proverbiales de hostigamiento.
A partir de 1909 las Fuerzas Coloniales se vieron envueltas en complejas campañas militares que constituyeron miles de perecidos. Así, las distintas administraciones hubieron de hacer frente a costes exorbitantes que entrañaban hacer la guerra, y una buena parte de los rotativos comenzaron a objetar su estancia en una tierra baldía, algo nada extraño, si se tiene en cuenta que se había forjado el estereotipo del aguerrido combatiente cabileño que practicaba como modus operandi la guerra de guerrillas.
De la noche a la mañana la milicia hispana contrajo una tarea preponderante en el Protectorado, y en ese raciocinio se erigió en la punta de lanza de los gobiernos de la Restauración abanderando el avance en el territorio. Toda vez, que el rompecabezas del puzle apareció cuando se forjaron dos trazados dentro del sector africanista.
Por un lado, los seguidores de una iniciativa enérgica y belicista, respaldando la guerra como el único bastión de incidir y pacificar la región; y, por otro, quienes apuntaban por una desenvoltura asentada en la incursión pacífica armada, residiendo en concatenar diversas medidas políticas de atracción de las personas más destacadas de cada aduar o fracción de cabila.
Los acérrimos de esta actuación fundamentaban el despliegue de la maquinaria de guerra únicamente en el caso de que quedase en la estacada la vía de negociación. Una maniobra consistente en abrir brecha con acciones convergentes de modo sincrónico desde dos puntos concretos: primero, saliendo de Melilla hacia el interior, discurriendo por el valle del Kert para doblegar las cabilas de Tafersit, Beni Tuzin, Beni Said y Beni Ulichek, y segundo, desde la Bahía de Alhucemas como corazón del Rif y enclave estratégico, en la zona de Beni Urriaguel para esparcir la inercia política a la cabila de Tensamán hacia el Este, y a Beni Iteft y Bocoya en orientación Oeste. O séase, un acometimiento en Alhucemas en toda regla sería la proposición de los mandos destacados en Marruecos, la que sugirieron a los políticos para adentrarse en la demarcación de las cabilas más insumisas a la intervención colonial.
"No cabía surtir ningún tipo de clemencia, ni por el elemento infrahumano, ni por aquellos que lo abogaban. De ahí, la extrema violencia que se desató contra el rebelde bereber bajo ese sentimiento de pacifismo pragmático en la andadura africana del soldado español"
Por vez primera, en 1911 y sin escapatoria alguna de mantenerse hasta 1925, que las tropas españolas desembarcasen en las costas de Alhucemas estuvo patente en los encuentros oficiales efectuados en los departamentos de las instituciones más significativas: desde el Palacio Real hasta los Ministerios de Guerra y Estado, transitando por el despacho de los presidentes del Consejo de Ministros.
Por lo tanto, el telón de Aquiles de la turba bereber se convirtió en la cuestión de Alhucemas, porque Protectorado y desembarco se transformaron en equivalentes. Con lo cual, este guion se debatía apasionadamente tanto en el Congreso, como el Senado, la prensa y sobre todo, en la calle.
Y es que, la mayoría de los que lo deliberaban parecían arrogarse a que la evasiva para controlar el territorio bajo el ardiente sol africano pasaba por cristalizar una operación anfibia en los litorales de Alhucemas; todos, a excepción de Manuel Fernández Silvestre (1871-1921) y Dámaso Berenguer Fusté (1873-1953) que compartían la medida, en ningún momento imaginaban un asalto de esta envergadura, intentando acceder al territorio mediante una operación terrestre.
A partir de los trágicos acontecimientos del ‘Desastre de Annual’, incluso aquellos africanistas del sector más obstinado, o lo que es lo mismo, los mandos de las partidas de choque cuyos referentes habían sido los generales, descifraron que no era imprescindible operar desde el mar.
Lo cierto es, que a lo largo y ancho de los poco más o menos tres lustros, los representantes políticos y militares consideraron literalmente la participación, entre ellos, Antonio Maura y Montaner (1853-1925), de ‘decisiva’, ‘concluyente’, ‘final’ o ‘terminante’. No obstante, ningún gobierno de la Restauración pudo satisfacerla. Fue a la postre en 1925, cuando se materializó, pero no porque Miguel Primo de Rivera y Orbaneja (1870-1930) admitiera la misión como empeño prioritario de su política en Marruecos, más bien se trató de un recurso imprevisible.
En definitiva, todos y cada uno de los planeamientos del ‘Desembarco de Alhucemas’ (8/IX/1925) fueron variados. Entre 1911 y 1918, se insistió en el requerimiento de alcanzar pactos con los cabecillas de la fracción de las cabilas más importantes, no solo de Tensamán, Bocaoya y Beni Urriaguel dispuestas en las costas ribereñas, asimismo con notorios xeij de cabilas del interior como Tafersit o Beni Tuzin.
En 1922 y 1923, Maura estaba por la labor de desembarcar resueltamente con todo la resolución posible y sin pactos que pudieran atemperar la maniobra. Del mismo modo, las situaciones de desembarco se modificaron. Los estrategas seleccionaron especialmente las playas de Suani, Sfiha y Espalmadero, ubicadas entre las embocaduras de los ríos Nekor, Guis e Isli y contiguas a Axdir, poblado natal del máximo exponente del nacionalismo rifeño Abd el-Krim (1883-1963), cuyo nombre completo es Muhammad Ibn ‘Abd el-Karim El-Jattabi.
Los entornos políticos y militares sobre el terreno y las mejoras tecnológicas empleadas a los medios de combate, hicieron caer la balanza en la elección de las franjas más favorables para el embate. De hecho, en 1925, el asalto se perpetró en los arenales de Bocoya, fuera de la Bahía de Alhucemas.
Sea como fuere, un matiz común al resto de los proyectos sería gestionar la maniobra de desembarco mediante el manejo de lanchas o barcazas. La alternativa, o si caso, la fórmula de muelles flotantes se trazó como una destreza más eficaz para el descenso de las tropas y más aprovechable para el traslado de los carros de asalto hasta la playa, pero no contó con el aval del Cuartel General del Alto Comisario.
Otro de los elementos a cada una de las proyecciones referidas, estribó en el dibujo de las operaciones terrestres para amenizar las fuerzas aparejadas que en la práctica imposibilitaría la intrusión en el territorio. El menester de operar en Alhucemas mediante una penetración permitió disipar el aguante de las harcas rifeñas, resultando ser la estrategia más conveniente ante la hostil sombra rebelde.
Llegados a este punto de la disertación, la superioridad abrumadora de los medios de combate terminó con el espíritu de defensa de los rifeños.
Adelantándose a lo que sucintamente relataré, puede decirse que los planes para el ‘Desembarco de Alhucemas’ contaron con el beneplácito expreso del Gobierno, o bien, partieron del atrevimiento de los políticos. Aunque hubo intervalos en los que el planeamiento se tramó con todo tipo de pormenorizaciones en su etapa política. Es decir, conseguir pactos con los nativos, pero no se elevó a las potestades gubernamentales. E incluso, existieron algunos resquicios, al menos, tres probados documentalmente y donde la invitación emanó de los líderes rifeños.
Pero, distinguiendo las técnicas de pericia, persuasión, intimidación y represión ensoberbecido por el triunfo de Annual, quizás, podríamos estar refiriéndonos a una concepción errada de la guerra. Ciertamente, en la guerra de ocupación de Marruecos, valga la redundancia, se confirma la presencia de un exceso de pequeños puestos o blocaos donde las fuerzas combatientes dilapidaban infructuosamente su esfuerzo.
Teniendo en cuenta el veredicto de algunos componentes del Cuerpo de Estado Mayor, un puesto militar integrado por hasta mil hombres aproximadamente, dadas las circunstancias topográficas del Protectorado y la peculiaridad del corolario de cabilas satélites, podía considerarse una suerte de castillo de naipes. Fundamentalmente, por estar falta de una onda de acción sensible sobre sus inmediaciones.
En otras palabras: una posición de esta hechura no podía operar al convertirse en un puesto de naturaleza estática y poco efectivo. Si estaba provista de artillería de campaña disponía de un radio de tiro acertado de tres a cuatro kilómetros contra blancos relativamente grandes, pero casi ineficaz ante hombres aislados y bien parapetados. Aparte que la orografía provocaba un sinfín de ángulos muertos que hacía inalcanzable lograr el tiro directo. Y estos sitios con guarniciones limitadas e inferiores a mil hombres, estaban diseminados por el terreno que ocupaba el ejército español.
Descartando escasos emplazamientos medianamente situados que consolidaban nudos de caminos, con aguadas aseguradas o protección de veredas dificultosas, pero la inmensa mayoría se dispusieron con arreglo a una visión inadecuada.
A tenor de lo expuesto, puede deducirse que la sutileza puesta en escena en la guerra de Marruecos no fue la pertinente, ya que resulta complicado desde el punto de vista estratégico-militar someter a un país, procurando batir el territorio ocupándolo con posiciones de incierta maniobra.
En una porción de las defensas no se sumaban las condiciones tácticas imprescindibles, puesto que ni ganaban el terreno, como tampoco atendían a su seguridad por carencias de desplazamiento. Algunos lo juzgaron de ‘concepción absurda de la guerra’.
Para ocupar y salvaguardar apropiadamente una superficie como la del Protectorado por tales actuaciones, hubiese sido obligatorio ocupar simultáneamente cada pico y loma con un puesto, implicando que para contrastar los 26.000 kilómetros cuadrados de territorio, se hubiesen necesitado más de un millón de individuos.
Continuando con el enfoque de quienes desentonaban con respecto a la línea estratégica apoyada en la pequeña posición, en esto las sugerencias confluyen igualmente, porque la acción de Marruecos demandaba del puesto militar, pero dinámico y corpulento. Debiendo aglutinar algunas peculiaridades como contar con los medios de acción más potentes, o estar bien provistos de tropas.
En estos términos el puesto militar se hubiese afianzado como una fortificación realmente estratégica, ejecutante y fornida. Perfectamente entrelazada con la base de abastecimiento establecida sobre un puerto de la costa, de forma que cuando se atinase transitoriamente cortado por asedio o aislamiento, tuviera probabilidades de aguantar una resistencia prolongada de meses, aun contra la eventualidad de un hipotético levantamiento general. Su ubicación, además de las características taxativas de higiene y salubridad, había de responder a la condición de defenderse con total seguridad.
Vista la posible idea deformada de la guerra en la que las fuerzas tribales se excedían en acometividad y furia, ésta no tuvo la secuencia esperada, entre otros motivos por el incesante tejer y destejer de los gobiernos y la demora técnica del ejército.
Para ser más preciso en lo fundamentado, desde 1909 hasta 1925, se cambió hasta en ocho ocasiones de Alto Comisario, llámense Felipe Alfau, José Marina, Francisco Gómez-Jordana, Dámaso Berenguer, Ricardo Burguete, Miguel Villanueva, Luis Silvela, Luis Aizpuru y Miguel Primo de Rivera; como así mismo, se reemplazaron otras tantas sus colaboradores. Curiosamente, lo inverso ocurrió en los franceses, quienes conservaron en la Residencia General al mariscal Louis Hubert Lyautey (1854-1934) desde 1912 hasta 1925.
Y es que, desde Rabat, capital del Protectorado francés, Lyautey, administraba la política y las materias militares de Marruecos, siendo quién gozaba de la última palabra: ejecutaba la dirección sobre el territorio; inspeccionaba la aplicación de las leyes, tanto las musulmanas como las de procedencia francesa que incurriesen en la población; o dirigía la urbanización de las ciudades y promovía las obras públicas.
"El telón de Aquiles de la turba bereber se convirtió en la cuestión de Alhucemas, porque Protectorado y desembarco se transformaron en equivalentes"
Por lo demás, además de controlar el estímulo del comercio, era la cabeza visible con extensa integración de las tribus, reproduciendo adicionalmente los intereses de Marruecos, inexcusablemente compatibles con los de Francia ante el universo diplomático europeo. Contando con el soporte ilimitado del partido colonial francés, una de las agrupaciones más pujantes de presión de la Tercera Republica y con peso en la política exterior del Estado.
En España, a pesar de la prerrogativa de los militares en el Protectorado, la última decisión de las operaciones sobre el terreno la tenía el Gobierno. Sirva de muestra la suspensión del ‘Desembarco de Alhucemas’ en 1911 y 1913, a escasas horas de producirse en su conjunto.
Los gobiernos del período político de la Restauración zozobraron durante casi veinte años en la ciénaga de la inseguridad. El imperecedero dilema de si invadir o no el territorio magrebí se convirtió en una situación habitual. Las lógicas se quedaron en papel mojado: las administraciones no contaron con la horquilla popular interna, porque no imperaba una fuerza colonial musculosa que realizara su encargo de convencer y ganar seguidores o partidarios. Tan solo percibieron su resuello en las tragedias de vidas humanas, como acontecería después del infortunio de Annual.
A resultas de todo ello, temían los reproches surgidos de la opinión pública, envalentonados desde la prensa de izquierdas, que a más no poder reprobaba la remesa de mozos a Marruecos; incidencia que no acaecía en Francia porque la milicia se sustentaba esencialmente de soldados tunecinos y argelinos.
Si a ello se amplifica la total escasez de travesías, incluso de senderos que truncaban el envío de tropas y pertrechos a las líneas avanzadas del frente, más un profundo oscurantismo de la zona, o la ausencia de cartografía, se hallaban los ingredientes que puestos sobre la mesa y examinados por los ministros en sesiones del Consejo, inducía a una especie de aturdimiento con tan solo ver la viabilidad de que se ocasionaran ramalazos como en 1909, en las afueras de Melilla, o en 1911, en torno al Kert.
Obviamente, esa indeterminación gubernamental sobrecargó la función del ejército y en este sentido, numerosos analistas sostienen que debía haberse resuelto por penetrar y conquistar la demarcación al ardor de las armas.
En esta disyuntiva se adhiere el criterio de algunos guías de cabila, como el padre de Abd el-Krim, condenando abiertamente el procedimiento adoptado por el Gobierno en la política de atracción. El líder de Beni Urriaguel alegaba algunas razones del ambiguo modo usado, tildando el cambio persistente de mandos con responsabilidades en Marruecos, agregando que cuando éstos comenzaban a conocer verdaderamente su funcionamiento, incomprensiblemente eran relevados.
En su sentir se desbarataba todo lo obrado, desmontando la reputación de España ante los ojos de los naturales, hasta el punto de pensar que por esa vía en ningún tiempo se llegaría a pacificar la zona.
Como resultado de ello, los nativos entreviendo el modo de dirigir la extensión ocupada, se protegían contra cualquier progresión política o militar. En la misma interlocución, el xeij de Axdir criticaba la elevada inversión de dinero que los gobiernos manejaban en el Rif, debido a la dirección improcedente de su conducción y a la incompetencia de las demandas en las que debía emplearse.
La tardanza en los procedimientos de los que hace alusión Abd el-Krim, hacía trabajoso el ejercicio de penetrar en un territorio inexplorado. Porque a nadie se le escapa que en aquellos años la premisa recaía en pacificar, ocupar y colonizar ante un avance por momentos temerario, pero para ello era imperioso dominarlo, comportando para gran parte de los africanistas la guerra en todas sus traducciones.
Luego, ¿qué empresa colonial se implementó a lo largo de la historia que no hubiera requerido de un mínimo indicio de violencia? Y para hacer la guerra, primeramente, había que orquestar un plan congruente que otorgase la supremacía en el campo de batalla que se le atribuía a un estado occidental como España. Este era uno de los contrafuertes del imaginario ideológico-cultural de los africanistas: el belicismo, porque el expansionismo llevaba encadenado el conflicto bélico.
Recuérdese que durante los años de la Gran Guerra (1914-1918), el eslogan de los regímenes de España era de no cometer actos que indignasen a los contendientes, principalmente a Francia. De hecho, Francisco Gómez-Jordana y Sousa (1876-1944) hubo de seguir una política benévola con El Raisuni (1871-1925), mientras que en el sector oriental no se produjeron operaciones ambiciosas. La tregua de hostilidades ayudó a que se promoviera un vuelco en la política de los gobiernos con respecto al Protectorado.
De esta manera, los gabinetes que se sucedieron hasta desencadenarse el estrepitoso desplome de la Comandancia General de Melilla en 1921, lo apuntalaron en Dámaso Berenguer, nuevo Alto Comisario para encarrilar el ser o no ser de la acción en Marruecos. Para ello, no quedó otra que incrementar el presupuesto consignado al gasto militar: si en los años 1918 y 1919, respectivamente, existían asignaciones de 317 millones de pesetas, un año más tarde, se daba el visto bueno a una partida de 262 millones suplementarios y, a su vez, se engrosaba el contingente de soldados, pasando de 190.000 integrantes a 216.000.
Este rumbo se centralizaba implícitamente en una apelación con más visos políticos que militares. Y el objetivo estaba claro: reducir el impacto en la opinión pública en contraposición al coste militar y a la voracidad de las bajas de soldados en tierras africanas.
A pesar de todo, se premeditó el empuje de una conquista eficiente del territorio: Dámaso Berenguer enfocó su deferencia al interior de Yebala en la franja occidental de Marruecos, para aniquilar la perturbación de El Raisuni y dar por finalizada la política indulgente, dando paso a las armas.
Una vez pacificada la zona referida, llegaría el momento de echar un vistazo al Rif. Pero esto, finalmente no se plasmó, ya que en realidad ambos frentes se desarrollaron de manera casi equidistante.
Y mientras tanto, no cabía surtir ningún tipo de clemencia, ni por el elemento infrahumano, ni por aquellos que lo abogaban. De ahí, la extrema violencia que se desató contra el rebelde bereber bajo ese sentimiento de pacifismo pragmático en la andadura africana del soldado español.