Aunque tantas veces sea más de indigestión. Más vale gestión sin política que política sin gestión. Cuando el tratamiento de los asuntos públicos tiene que ver sobre todo con la administración del enfrentamiento y la división, la política se confiere más como un encantamiento de los seguidores de uno y otro bando que de la solución a las cuestiones que afligen. En medio, una multitud de indiferentes que observan la contienda como si de un partido de tenis se tratara.
En detrimento de la gestión, la sugestión; el ejercicio de la política principalmente “por catálogo” con el riesgo que ello supone: disponibilidad de existencias, retraso de fabricación, defectos de envío, errores de publicación, fin de la oferta…y que puede quedar solo el anuncio.
A propósito, un inciso y aparte, sobre la nueva era de compra por catálogo digital y rauda que tiene como uno de sus exponentes Amazon o el simple uso de las vías tradicionales como Correos, no funcionan por igual en el ámbito del territorio nacional ( no es culpa de quienes trabajan en esas empresas). Pongamos por caso Melilla y se observa y se siente como comprar o simplemente trasladar de esa manera, la de nuestra era, es aún un deporte de riesgo. Sigue vigente y es más óptimo el pedir el favor ajeno de porte en mano o, incluso, el burro de carga por los pasos de montaña es más seguro.
Ante esa política espectáculo tan frecuente y estridente, tan aviesa por momentos, siempre queda la esperanza que, por ejemplo, la judicatura deje de tener, como complemento a la función de servicio público indispensable en una sociedad civilizada y que prestan la inmensa mayoría de sus miembros, el cierto protagonismo en el tapete de la disputa política que no hace más que crear sospecha, descrédito y desafecto.
O que el papel del poder sea, más que nada, de articulación e integración y la oposición se aleje del ansia de derribo constante, más allá a su legítima vocación de alternancia en la propuesta de sus ideas. Que la defensa de la ideología y la búsqueda o mantenimiento del poder y sus prerrogativas, siendo lícito, no alcancen y mantengan ese nivel de tasca donde cada apuesta, por inverosímil y chusca, deba ser superada en decibelios y oprobios. Que el dinero público se mire y, sobre todo, se vea como lo que es: una consecuencia de muchas responsabilidades, obligaciones y estrecheces unidas a la esperanza a que el deber de honestidad por quienes los gestionan rija siempre.
Nadie espera que la política deje de ofrecer generosos momentos de hilaridad, nadie, sería caer en la utopía atrapante y tenaz. En la brusquedad de los tiempos que se viven, más allá de las audiencias o de las palmaditas en la espalda de correligionarios ante las ocurrencias que unen a quienes no les hace falta reflexionar frente a una ideología que les posee que por férrea se convierte en huraña y excluyente, cabe y puede conciliarse la compasión, humanidad o el reparto equitativo. La prevalencia en la atención de lo que de verdad surca la vida y merece esfuerzo, en definitiva, la atención a la gente por delante de la militancia. Y por supuesto, por encima de los intereses personales de quienes, ejemplos hay, decidieron “confundir” el lugar a que fueron llamados para velar por el interés general con aquel otro lugar tan particular como propio.
Tras la estridencia llega el otoño en su equinoccio, un comienzo para muchas cosas de la vida cotidiana. Un tiempo que recuerda, por el cambio de color, olor y bríos meteorológicos en el inicio del decline de un año, que la culpa tiene la particularidad de no ser transferible no estando exenta de la que cada cual ha sido meritorio. En la política y su gestión siempre hay una alternativa a la “venta por catálogo”, la de la realidad que duele por ser cierta.
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