Conmemoramos esta semana, la humanidad en general y los cristianos en particular, el nacimiento, hace más de veinte siglos, de Jesús de Nazaret, niño que naciera en un humilde establo de Belén y que, años más tarde, durante su juventud, nos transmitiera a todos los seres humanos su revolucionario mensaje de paz y de fraternidad.
Dice la tradición cristiana que, en la noche de su nacimiento, los ángeles en el cielo cantaban un estribillo que decía “Gloria a Dios en el cielo y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad”. Cabría interpretar que la paz que todos deseamos, no es un regalo que se nos otorgue de manera gratuita, sino que debemos aportar, por nuestra parte, para recibirlo, nuestra buena voluntad.
Son días éstos en los que, aún aquellos que no participan de la creencia militante en el mensaje de este niño, cuyo nacimiento los cristianos no sólo conmemoramos sino que celebramos, transmiten mensajes de buenos sentimientos y buenos propósitos para, de ser posible, contagiar los deseos de paz y buen entendimiento en el entorno próximo de todos.
Por desgracia, también conmemoramos esta semana, precisamente en la misma noche en la que conmemoramos el nacimiento de Jesús, la del 24 de diciembre, el décimo mes del comienzo de la ruptura de la paz en un país próximo a nuestro entorno geográfico como es Ucrania. Parece evidente que en este entorno, el de Ucrania, la buena voluntad de los hombres se ha volatilizado o, por lo menos, ha quedado en suspenso.
En mi condición de profesional de las Fuerzas Armadas, actividad que he desempeñado de forma activa durante cuarenta y cuatro años de mi vida, he tenido que analizar en multitud de ocasiones las causas que dan origen a los conflictos y si tuviera que identificar una causa común a todos ellos, la ubicaría en la mala voluntad de las personas, o, por lo menos, de algunas personas. Casi nunca los conflictos se deben a la voluntad de colectivos muy numerosos.
Siempre hay unos pocos responsables que, por codicia, por interés espurio o por cualquier otra baja pasión, activan los mecanismos de ruptura de la paz y promueven la inestabilidad social que acaba dispersándose por todo el tejido social. Los procesos de ruptura de la convivencia casi siempre dan comienzo de manera inadvertida, como consecuencia de una acumulación de desencuentros o de pequeños enfados que, finalmente, nos llevan a conflictos cuya razón no alcanzamos a explicarnos. Se plantea, entonces, el interrogante colectivo al que, habitualmente, nadie encuentra respuesta. ¿Cómo hemos llegado hasta aquí? En ese momento ya nada resulta de utilidad, porque cuando la paz desaparece, lo único que urge es recuperarla lo antes posible porque es en ese momento cuando se adquiere conciencia de lo valioso del bien perdido. Y para recuperarla, cualquier medio, por cruento y brutal que sea, adquiere su justificación.
Esa es la situación en la que se encuentra actualmente Ucrania, a la que algunos le discuten, incluso en este momento, el acceso a los medios que le permitan recuperar la paz, bien que le ha sido arrebatado por los delirios nostálgicos de un líder político (acompañado por su entorno inmediato, claro) que añora la existencia de una realidad propia de una etapa previa a la situación en la que el mundo se encuentra actualmente y a la que, para su desgracia, el mundo no volverá. La realidad es que, por una razón o por otra, existen millones de personas desplazadas de sus hogares como consecuencia de este conflicto que “casi nadie” quería y que muy pocos fueron capaces de anticipar o prever. Ahora se plantea, por enésima vez, el interrogante al que hacía referencia con anterioridad. ¿Cómo hemos llegado hasta aquí?
Pero el conflicto ucraniano, el más visualizado en nuestros medios de comunicación y el que más capta nuestra atención por tener lugar en “nuestra parte del mundo”, no es el único conflicto actualmente abierto. Se estima que existen unos 60 conflictos, de mayor o menor intensidad, actualmente en curso en el mundo, con un resultado incalculable de víctimas mortales y con un resultado, igualmente incalculable, de personas desplazadas como consecuencia de los mismos, aunque se estima que pudieran ser alrededor de cien millones de personas.
Poco importa en este momento responder al repetido interrogante para averiguar “cómo hemos llegado hasta aquí”. Resulta más importante encontrar el procedimiento para recuperar la paz en los lugares en los que ha desaparecido y buscar la manera en que no vuelva a desaparecer. Se requiere para ello un humilde análisis sobre qué podemos o debemos hacer todos y cada uno de nosotros. De poco vale que pretendamos que los demás modifiquen sus conductas si no realizamos nosotros el mismo esfuerzo.
Podemos trasladar, igualmente, este análisis, al momento político que vive nuestro país. ¿Estamos haciendo todo lo posible para preservar la paz social? ¿Están nuestros responsables políticos haciendo todo lo necesario para que la paz perdure en nuestro país? ¿Lo estamos haciendo todos y cada uno de nosotros? En mi opinión no. La retórica del frentismo (ellos o nosotros) se ha instalado nuevamente en nuestros argumentarios políticos e incluso ciudadanos. Sería bueno que reflexionáramos todos al respecto de ello antes de que la paz sea un bien desaparecido que nos veamos en la obligación de recuperar “a toda costa”.
Decía José Antonio Primo de Rivera en uno de sus múltiples textos de análisis político de la realidad en la que le tocó vivir a principios del siglo pasado, que “todos nos sentimos médicos para diagnosticar los males de España y ninguno repara en que él mismo es una parte de ese mal”. Pues dispongámonos a no ser ninguno de nosotros parte de ese mal. Velemos porque no existan pequeños desencuentros que se vayan acumulando de manera que al final no seamos capaces de entender “cómo hemos llegado hasta aquí”. Sólo mediante pequeños esfuerzos y pequeñas renuncias conseguiremos contribuir, humildemente, a alcanzar ese bien colectivo que los ángeles llamaron la “paz en la tierra”.
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