Opinión

La paradoja de convertir Ucrania en un bastión occidental a merced de Rusia

El entresijo ucraniano es el último lastre de la expansión de los poderes occidentales desde la desintegración de la URSS, por medio de sus distintas instituciones, como la Unión Europea, UE, y la Organización del Tratado del Atlántico Norte, OTAN. Luego, no es posible lograr el alcance apropiado de los sucesos que detonaron en 2013 y que ha confluido en los ríos de sangre que actualmente se vierten sobre este territorio de Europa del Este, sin antes conocer dicha causa.

A decir verdad, el origen de este laberinto que por momentos sufre un cerco apocalíptico, se desenmascara en la ampliación de la OTAN como elemento crucial de una estrategia para descartar a Ucrania de la órbita de Rusia e integrarla a Occidente. Conjuntamente, el esparcimiento de la UE hacia el Este y el apoyo de Occidente a favor de la democracia en Ucrania que se inició con la ‘Revolución Naranja’ (2004-2005), también hay que considerarlos como componentes críticos.

Es incuestionable que, desde mediados de la década de 1990 los dirigentes rusos se han contrapuesto tajantemente al ensanche de la Alianza Atlántica, y en los últimos años han dejado caer en la balanza que no cejarían en su empeño, mientras su vecino de peso estratégico se erigiese en un baluarte europeo. Por lo tanto, el rebote de Vladimir Vladímirovich Putin (1952-69 años) con sus reiteradas amenazas de escalada nuclear no debería ser una campanada, porque después de todo, Occidente habría estado cimbreando hacia la esfera de influencia de Rusia y forzando sus intereses estratégicos centrales, punto cardinal en el que el mandatario ha sido retórico y reiterativo en numerosas ocasiones.

Quizás, las élites de los Estados Unidos y Europa han intuido un enfoque errado de la política internacional, tendiendo a entender que la argumentación del realismo tiene escasa preeminencia en el siglo XXI, y que el Viejo Continente se sostiene íntegro y libre sobre la base de los principios liberales como el estado de derecho, la interdependencia económica y los valores democráticos. Si bien, este procedimiento no ha resultado operable en Ucrania.

La crisis actual evidencia que la ‘realpolitik’ continúa siendo apreciable y las naciones que la desdeñan lo hacen bajo el riesgo de acoso y derribo. Para matizar esta conceptuación, la ‘realpolitik’ es la posición que decide un país cuando defiende sus intereses nacionales de manera pragmática, contemplando los ingredientes visibles como su economía, o la capacidad militar e influencia política y la de sus contendientes. No obstante, esta terminología se emplea como sinónimo de la denominada ‘política de poder’, que, valga la redundancia, retrata la fórmula de agrandar el poder.

Con estas connotaciones preliminares, a la hora de referirme a los engranajes exteriores de la Federación de Rusia, es esencial percatarse de la dinámica geopolítica que permite que los hechos constatados tomen un determinado cuerpo de acción. Así, es de sumo calibre realizar algunas pinceladas precedentes: puntualizar a grandes rasgos una sucesión de vicisitudes que se van terciando a través de los siglos, y que en parte descifran las coyunturas que irrumpen en nuestros días.

Pero, antes de adentrarme en esta realidad irresuelta, la condena unánime a la invasión de Ucrania, para de inmediato poner fin a la inercia del uso de la fuerza más atroz o cualquier otra intimidación y la retirada de las tropas desplegadas.

Ahora bien, para diversos expertos y analistas, la fatalidad de Rusia subyace en su entramado geopolítico. Ello se debe a que su territorio es en sí mismo una extensión desprovista de límites naturales, hasta reportarlo que hubiese de padecer embates de distintos pueblos como mongoles, suecos, polacos, lituanos, franceses y alemanes.

"No hay una esfera más susceptible para el señorío soviético que su inmensidad inmemorial de antaño: las repúblicas precedentemente vinculadas a la URSS y dentro de este grupo de estados, Ucrania, es el de mayor alcance y del que no está dispuesto a renunciar"

Es fácil imaginar, que para sentirse seguro y afianzar la estabilidad, Rusia hubo de emplearse a fondo para hacerse con espacios que lo resguardaran de cualquier tentativa de penetración foránea. Además, el recelo a ser conquistado quedó acentuado en el pueblo ruso y es un proceder que enfila el maniobrar de Rusia y lo sigue practicando. En otras palabras: como secuela de un potencial ataque, de ningún modo existe, según la perspectiva geopolítica rusa, bastante territorio como para avalar la seguridad del país.

Ya, en los inicios del siglo XIX, se ocasiona reiteradamente otra incursión en tierras rusas, en este caso a manos de Napoleón I Bonaparte (1769-1821) y años más tarde, resuena la ‘Guerra de Crimea’ (1853-1856). En paralelo, las conflagraciones mundiales pueden entreverse como un conato de Alemania y de la civilización occidental por reportarse esa gran superficie dotada de recursos.

Claro que, con ese recelo fue preciso establecer los designados ‘anillos de seguridad’, algo así como países o estados tapón, que atenuaran los hipotéticos tanteos de invasión a Rusia. La Europa Oriental, o séase, aquellas patrias que quedaron eclipsadas por la coacción soviética tras la ‘guerra patriótica’, replican a ese sentimiento de seguridad que Rusia apremia.

Tras la consumación de la ‘Guerra Fría’ (1947-1989) y el desmoronamiento de la Unión Soviética, Rusia, el Estado heredero y emergente, depositario de un imponente arsenal nuclear y miembro vitalicio del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, planteó el nuevo orden internacional con una insólita mirada confiada, ensamblando en ella una política exterior de acomodación a la derrota y optimismo en el futuro que surgía en aquel tiempo. Digamos, que el andamiaje de la política exterior soviética, después rusa, fue relevante: la valía pacífica de las doctrinas liberales reorientó los puntos de fricción sobre la aldea global, y en los años de Borís Yeltsin (1931-2007) Rusia parecía resuelta a ingresar en la Europa posmoderna.

Con lo cual, Moscú ya no precisaba sus beneficios en términos territoriales ni de ámbitos de influencia tradicionales, sino más bien, epílogos de integración económica y progreso político. Por ello, desistió a la supremacía regional, prescindió de las tropas de estados colindantes, disminuyó los presupuestos de defensa, se aproximó a los actores europeos y Estados Unidos, e indeterminadamente satisfizo sus políticas exteriores con la sugestión que sus intereses eran idénticos a Occidente.

Ni que decir tiene, que Mijaíl Gorbachov (1931-91 años) y su continuador Borís Yeltsin, recibieron un panorama cargado de desbarajustes tanto internos como externos. Y entretanto, Rusia sostuvo una especie de ‘poder residual’, lo capaz como para salvaguardar sus intereses en círculos de influencia.

La visual de Rusia de los años noventa estaba cimentada en el soporte de valores, reglas de juego e instituciones a la que la Comunidad Internacional ciertamente se acomodaba: daba la sensación de esfumarse los litigios por el poder y los recursos, y las diversas naciones bilateralmente se asistirían para lograr y legitimar la seguridad común.

Este ensueño de Rusia adquirió una panorámica atlántico-occidentalista, porque entrañaba que Estados Unidos era el principal socio de Rusia en su itinerario al restablecimiento e inclusión en el sistema internacional. Esta tendencia suponía la resignación de los intereses nacionales con visión de liderazgo. Toda vez, que sería Gorbachov, con quién se emprendió este talante de desenvolverse de cara al mundo, aunque jamás desistió a las prerrogativas de su nación y constantemente se guardó un as en la manga frente a la postura estadounidense.

Al contrario, con Borís Yeltsin esto no ocurrió, porque Estados Unidos sondearía las opciones de favorecer a Rusia para encuadrarla en el contorno internacional y ésta podría intervenir en su margen euroasiático, pero no en contra de las preferencias norteamericanas.

Tampoco hubo impedimento alguno a la oferta de ampliación de la OTAN, refiriéndose al futuro acceso por parte de la República de Polonia, Hungría y la República Checa. De hecho, aconteció lo opuesto: Borís Yeltsin sopesó que esta circunstancia no afectaba en el devenir de los rusos.

Casi en este mismo renglón se pronunció al respecto, tras su estancia en Hungría y la República Checa. Sin embargo y como en ningún tiempo la había amparado e impulsado un mandatario ruso-soviético, la política exterior de una potencia era conducida por la plena convicción y los buenos propósitos. Sin duda, dos deferencias estimables, pero de las que Henry Alfred Kissinger (1923-98 años) no estaba forjada la geopolítica en cualquiera de sus intervalos, incluido el curso de las superpotencias.

Lógicamente, hubo fuertes reprobaciones de nacionalistas rusos ante la falta de miramiento en los intereses. Esta inclinación crítica derivaba de las parcelas más ejercitadas en el entendimiento de la política internacional, oponiéndose al criterio atlantista, ya que resultaba funcional a los logros de Estados Unidos, que procuraba al máximo servirse de su triunfo cosechado en la ‘Guerra Fría’ e impedir que Rusia se envalentonara con una mínima recuperación.

En líneas generales, para rehabilitar algo del poder ruso traspapelado había que restablecer el imperio y sus medios estratégicos, a fin de condicionar la victoria de Occidente. Rusia, como Estado continuista de la ya extinguida Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, debía ceñir sus nexos con la Comunidad de Estados Independientes, CEI: las antiguas repúblicas soviéticas.

Sergey Borisovitsj Stankevitsj (1954-68 años), uno de los expositores de estas ideas, persistía en la tangente del ‘euroasianismo’ al reconocer un estado emergente, dinámico y único que fuera un conjunto histórico-cultural de integrantes eslavos, ortodoxos, turcos y musulmanes aparejando una política con peculiaridades completamente distintas.

A pesar de esta disyuntiva, Rusia no debía desligarse de Occidente en absoluto, si acaso, buscar la conexión con algunos estados de segundo orden, como la República Federativa de Brasil, o los Estados Unidos Mexicanos o la República de Sudáfrica. O lo que es lo mismo, conservar un nivel de independencia adecuado, mientras vigorizaba su espacio más cercano.

El guion patriótico de pensamiento ruso confirmaba que la percepción atlantista prooccidental desatendió plenamente los sectores de su imperio, mucho más allá de lo codiciado en su prisma nacional, ya no sólo en lo que concierne al cariz geopolítico, sino a lo económico. Rusia poseía en la CEI a sus principales socios industriales y como seguidora de la Unión Soviética debía ser la rectora de las exrepúblicas soviéticas.

Dados los nexos de todo orden efectivos entre Rusia y los extranjeros más próximos, con asiduidad desde la Administración de Moscú se ha estimado que estos vínculos no formaban parte de los engarces exteriores. Asimismo, la particularidad que alrededor de millones de rusos convivieran en estas repúblicas, establecía un constituyente adicional a la hora de precisar los contactos que pudieran construirse.

Pese a ello, durante los años incipientes del Gobierno de Borís Yeltsin, obstinado en volcarse hacia los territorios occidentales, los estados de la CEI, sobre todo las repúblicas del Cáucaso y del Asia Central, se contemplaron como un peso muerto que había que dejar en la carrera acelerada detrás de los ofrecimientos del Oeste.

No más lejos de los vapuleos que recibía la política, todas concordaban en un único argumento: el ex espacio soviético. Y a pesar de las muchas interrogantes creadas, el manejo de Borís Yeltsin hacia Occidente no cambiaría. Fijémonos en el impacto de la ‘Guerra de los Balcanes’ (1991-2001), donde la actitud rusa se circunscribió a una escueta neutralidad, aun cuando Serbia uno de los protagonistas involucrados en el conflicto, era su aliado incondicional.

Llegados hasta aquí, consumada la conflagración Balcánica que afectaron a seis exrepúblicas yugoslavas, el posicionamiento de Borís Yeltsin iría permutando, debido a la pugna de este con la oposición de 1993. Hay que ceñirse a las Elecciones Parlamentarias que aliviaron a las fuerzas nacionalistas, aquellas tan increpadas a las metodologías prooccidentales y que exigían la consagración de los intereses rusos.

Pero lo más contrastado y sucedido en 1993, año en que se promovió el hostigamiento de Borís Yeltsin al Parlamento, fue la recalada de un nuevo pasaje constitucional, que por encima de todo acataba la antigua tradición política rusa: la autoridad del Presidente frente a los poderes públicos. Con esto, se ahonda en conferir un consenso a las distintos portes existentes, explorando dar en la tecla con una convergencia entre los diversos caminos, lo que conllevaba deliberar los intereses nacionales.

Producto de lo anterior resultó lo que en política internacional rusa se interpreta como el ‘Consenso 93’. Esto representaba el aislamiento de las apuestas prooccidentales y la aceptación de otros envites que llevaban consigo la revalorización de los intereses nacionales. Es así, como la CEI se transfiguró en el motor geopolítico donde las políticas encaminadas a este sector poseen como fin concluyente que Rusia reconquiste algo de su poder malogrado.

En los comienzos de 1994 militaban importantes proposiciones con respecto a la CEI, consignadas a la culminación de Rusia entre sus antiguas repúblicas soviéticas, pero los tratos de Moscú con las exrepúblicas se convirtieron más de prototipo alegórico que efectivos, ya que conjunciones más recias podían importar el renacimiento del imperialismo, lo que precisamente Occidente temía y buscaba que Rusia omitiera.

Paralelamente, la caída de la Unión Soviética quedó para las catorce repúblicas como una eventualidad que les hizo avistar el tablero mundial con otro temperamento: ya no estaban supeditadas a todo un Imperio, sino que desde ese mismo momento eran actores autónomos y anhelaban permanecer así.

Lo antes referido es principalmente aplicable a Georgia, Ucrania y los Estados Bálticos, persistentemente sensibles y molestos con el poder central. De manera, que estas dos circunstancias subyacen: la de una Rusia prooccidental que ubica en un segundo plano su contexto mirando con el rabillo del ojo al ‘extranjero más cercano’, y la de las otras repúblicas, liberadas de los tentáculos soviéticos y afanadas en desenvolverse por sí mismas. Amén, que, aun primando el instinto occidentalista de Rusia, alimentó algo de su poder entre sus repúblicas primitivas.

Para ser más preciso en lo fundamentado, en la primera etapa de su política, cuando eliminó los créditos a las naciones de la CEI y reivindicó condiciones para facilitar asistencia.

Veamos a Georgia que, habiendo realizado reformas sustanciales en los últimos tiempos, ha expresado su deseo de pertenecer a la UE como prioridad a largo plazo. Si bien, Rusia ha imposibilitado que se apartara de su entorno de influjo.

"Ucrania, es la llave maestra para comprender el movimiento de piezas en el puzle diabólico al que juega Putin en las subsiguientes políticas y proyecciones de influencia y poder emprendidas, porque era y sigue siendo, excesivamente imprescindible para Rusia"

Y en el caso concreto de Ucrania, Rusia consiguió en 1993 el reparto y utilización de la Base Naval de Sebastopol y una amplia autonomía a la población de procedencia rusa en Crimea. Fruto del multiplicador étnico y de otros antecedentes geopolíticos, hoy por hoy, continúa siendo lo primero dentro de la amplitud exsoviética. Sin inmiscuir, que en misiones de paz trató de maximizar su dominio como potencia regional.

En 1992, se moderó la disposición de las fuerzas armadas rusas en los departamentos más dificultosos de la CEI. La nueva Doctrina Militar rubricada en 1993 ratificó esta predisposición, ya que le otorgó la encomienda de defender a las minorías rusas y supervisar los límites fronterizos. Rusia dedujo que estas misiones eran un táctica para ejercer poder a las afueras del suelo exsoviético.

Esta reciedumbre de geopolítica desembocó en una especie de ‘Doctrina Monroe’, donde los territorios de la Unión Soviética fueron y seguirán siendo zonas de influencia de Rusia.

En abril de 1993 se prefijó la concepción de política exterior rusa para con la vertiente ex soviética, en la que se apuntaba que toda la demarcación correspondiente a la URSS es un eslabón de poder que Rusia no podía relegar ni desatender.

A su vez, instauraba el fortalecimiento de la CEI como aspiración prioritaria. Entonces, coincidieron dos escenarios con poca consonancia entre sí: la Rusia accesible a Occidente asentada en los valores universales y la concerniente con el espacio soviético del pasado.

A resultas de todo ello, primero, había quienes preconizaban una política punzante que no rehiciera la URSS y su extensión como tal, sino diseminar su corpulencia hasta el Sur del continente asiático y alcanzar al Océano Índico; segundo, estaban los que postulaban que Rusia debía limitarse a retocar el vacío eslavo, lo que enmarcaría a las nuevas repúblicas de Ucrania y Bielorrusia; y, tercero, los seguidores de un acondicionamiento entre Rusia y la CEI, pero desistiendo a un imperialismo encubierto.

Es sabido, que el ocaso de la Unión Soviética no contuvo la disipación del ideal geopolítico: Rusia, era el estado más musculoso y conocido que los demás países que emergieran rotarían en torno a ella, porque no había dejado de ser potencia en el horizonte territorial.

Por más que en esta Rusia se alumbraran otros estilos de entrever la humanidad, desde un primer momento tuvo muy claro que, si no era ella misma la que colmaba los desiertos depuestos de poder, otros lo efectuarían e interpondrían esas recompensas ganadas en su contra.

Aparentemente y reconociendo las repúblicas derivadas, la independencia fue el mayor éxito perfilado. Después de años de compensar al dominio central de Moscú, si acaso, siglos, procurarse la independencia política era un avance capital, aunque un efecto dominó residía en la independencia, pero eso no encarnaba una autonomía en asuntos económicos, energéticos, militares, etc.

Estos estados no tardaron en darse cuenta de la trascendencia que Rusia tenía para su desenvolvimiento, pero la independencia apreciándose como una situación que desentrañaba una evolución disfrazada, no era más que una variable que comportaba fricciones entre estos y Rusia. Porque, en el trasfondo de la afinidad de la Federación de Rusia con estos Estados, se hacía valer una singular condición económica en atención de la primera.

No se trata únicamente de que Rusia por sus dimensiones, se haya visto agitada por la descomposición de la URSS y se zarandee con mayor rebeldía. Lo principal es que, algunas excepciones como la República de Turkmenistán, República de Kazajstán y la República de Armenia, más los estados integrantes de la CEI penden casi en su totalidad del petróleo y del gas natural suministrados por Rusia.

En consecuencia, no hay una esfera más susceptible para el señorío soviético que su inmensidad inmemorial de antaño: las repúblicas precedentemente vinculadas a la URSS y dentro de este grupo de estados, Ucrania, es el de mayor alcance y del que no está dispuesto a renunciar. Siempre que los rusos reparen una mínima injerencia de las fuerzas occidentales, saldrán con uñas y dientes en lo que califican intereses primordiales en franjas influyentes.

En resumidas cuentas, Ucrania, es la llave maestra para comprender el movimiento de piezas en el puzle diabólico al que juega Putin en las subsiguientes políticas y proyecciones de influencia y poder emprendidas, porque era y sigue siendo, excesivamente imprescindible para Rusia, y si esta cayera en manos de un adversario incorporándose a la OTAN, la que en tiempos pasados era nada más y nada menos que el todopoderoso Imperio Ruso, estaría en peligro de muerte.

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