Cayó en mis manos hace unos años (bastantes ya) un libro de Santiago González que llevaba por título “Palabra de vasco”, en el que el autor realizaba una disección de la mayor parte de los giros y circunloquios verbales que los nacionalistas, en este caso vascos, habían conseguido introducir en el imaginario colectivo, para, a fuerza de repetición, dar carta de naturaleza a determinados conceptos de otra manera indigeribles. Entre ellos se encontraban la asunción de la presunta existencia de unos supuestos “presos vascos”, como si alguien hubiera acabado en la cárcel por llevar txapela o beber txacolí, o el llamado “conflicto vasco”, como si existiera un conflicto entre el País Vasco y el resto de España o el eufemístico “derecho a decidir” para camuflar la decisión unilateral de una parte de España de segregar del conjunto algo que pertenece a todos.
Con la presentación del llamado “Plan Ibarretxe” en el Congreso de los Diputados y el rechazo al mismo por parte de los representantes de la soberanía nacional, ejercida, recordémoslo, por el conjunto del pueblo español, de manera indisoluble, o infraccionable si se prefiere, el nacionalismo vasco pareció remitir en el uso torticero de estas prácticas de adulteración del lenguaje con fines políticos. Fueron relevados, sin solución de continuidad, en este campo, por los nacionalistas catalanes, que emularon la reclamación del “derecho a decidir” y empezaron a cultivar con mayor énfasis la existencia de un presunto conflicto entre Cataluña y el resto de España, cuando lo único que está en conflicto es la asunción de estos nacionalistas de su condición de españoles, que es lo que, realmente, son. Es decir que un conflicto personal de un número indeterminado y oscilante de individuos, que experimentan dificultades para asumir su identidad nacional, aquélla por la que son reconocidos en el ámbito internacional, se presenta como un conflicto colectivo del conjunto de la sociedad catalana, ésta sí presentada como una unidad monolítica sin existencia de múltiples perspectivas.
Esta técnica de camuflar mediante eufemismos o giros verbales las verdaderas intenciones, ha sido asumida de manera magistral por el presidente en funciones, Pedro Sánchez, con el objeto de alcanzar sus fines políticos sometiéndonos a los ciudadanos a engaños reiterados.
Resulta superfluo, por reiterativo, abundar en la ingente cantidad de mentiras que el presidente Sánchez ha proferido en su trayectoria política para alcanzar y mantenerse en el poder, haciendo después de las elecciones lo radicalmente contrario a lo prometido durante las campañas electorales. Y no se trata de ajustes impuestos por la realidad que uno encuentra después de llegar al poder, como falsariamente se ha pretendido defender, sino del forzamiento permanente de la realidad para hacerla coincidir con la conveniencia de Sánchez. Preguntado por el periodista Carlos Alsina por el número de mentiras que ha dirigido a la sociedad española, corrigió al periodista diciendo que no se trataba de “mentiras” sino de “cambios de posición” y ello es sólo una muestra del amplio repertorio de alteraciones de la verdad, si no se quieren denominar directamente mentiras, con las que el presidente Sánchez ha “obsequiado” a la sociedad española.
Lo verdaderamente lamentable, a pesar de todo, no es que un individuo mienta repetida y nítidamente a la ciudadanía con el objeto de obtener sus objetivos, que ya es grave, sino que la formación política que dirige y que le presta su apoyo, asuma sin fisuras y sin comentario crítico alguno, todas estas falsedades y contradicciones sin que parezca existir límite alguno a las transgresiones éticas que aparecen como obvias para el público general. Sin pretender ser ofensivo sino exclusiva y sinceramente descriptivo, llama poderosamente la atención las admirables contorsiones con las que los portavoces socialistas en todos los niveles de la organización, desde la nacional hasta la local pasando por la autonómica, se adaptan a esta arriesgada variación permanente de posiciones políticas.
Cuando te diriges personalmente a alguno de ellos en la creencia de que puedes encontrar algún tipo de explicación que puedas asumir como razonable, lo más que encuentras, en la mayor parte de las ocasiones, es una sonrisa evasiva que, sin muchas aclaraciones, parece trasladarte el dicho asturiano con el que un buen amigo mío suele resumir las situaciones que no alcanza a entender, pero se ve forzado a asumir: “ye lo que hay”.
Yo, en mi optimismo, casi terco, confío en que acaben cayendo en la cuenta de que el ambiente que están contribuyendo a crear se está comenzando a percibir como un auténtico entorno asfixiante para una buena parte de la sociedad española, que, a pesar de todos los pesares, merece la consideración y el respeto de los que la consideran “punible” e indigna de consideración simplemente por ver la realidad de manera diferente.
En su campaña de adulteración y acomodación de la realidad a sus intereses, el presidente Sánchez ha llegado a afirmar que los que no están (más o menos) con él, es decir, más de once millones de votantes, han perdido las últimas elecciones frente a lo que él denomina la “mayoría social” de este país, que no experimenta más armonía política que su rechazo a esos once millones de votantes que consideran, directa, sorprendente y cínicamente, minoritarios. Digo cínicamente porque es obvio que si, matemáticamente, no pueden ser considerados minoritarios, sólo se les puede considerar como tales desde el más puro cinismo, cimentado, lamentablemente, en una buena dosis de odio, largamente cultivado e inexplicablemente asimilado.
Con la esperanza, a lo mejor ingenua, de persuadir a alguno de esos miembros del Partido Socialista que me sonríe evasivamente transmitiéndome el “ye lo que hay”, me permito desde estas líneas decirles que no es cierto que las “mentiras” sean “cambios de posición”, los “indultos” una “recuperación de la convivencia”, la “amnistía” un “alivio penal” o un camino hacia una presunta “reconciliación” y el “referéndum de autodeterminación” la manifestación de un presunto “derecho a decidir”. Son simplemente adulteraciones de la realidad que no se basan en criterios honestos sino en intereses espurios. Son lisa y llanamente “palabra de Sánchez”.
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