Opinión

Octogésimo quinto aniversario de la noche de los cristales rotos

Transcurría el año 1933, período en que Adolf Hitler (1889-1945) llega al poder en Alemania y cinco años más tarde, ya con los nacionalsocialistas acaparando el conjunto de las instituciones y esferas de la sociedad germana, la arenga antisemita hasta en sus modos más populares se expandió por el país avivado por el artilugio propagandístico nazi y los líderes de la fuerza política.

Ya en abril del año inicialmente referido se había puesto en movimiento, apoyada por el propio gobierno, una jornada de boicot de las tiendas judías, aunque la réplica del público habría que considerarla apática. Pero los nazis tenían muy claro que había que continuar con el empuje hasta que la ciudadanía terminase claudicando y admitiendo el preámbulo progresivo y acompasado de una cascada de medidas antisemitas que reportarían al total destierro de la comunidad judía alemana.

Y es que, en la atmósfera antijudía que despuntaba en Alemania por el tiempo en el que se originó el prefacio de la ‘Reichkristallnacht’ del 9 y 10 de noviembre de 1938, los indicativos de una concepción genocida era manifiestamente incuestionable en el trazado nazi. Las intimidaciones a la presencia de los judíos estaban taxativamente enlazadas a la deflagración de una nueva guerra. De hecho, Hitler, seguía encajándolo con el desagravio por lo acaecido en 1919. El 21/I/1939, dirigiéndose en la persona del ministro de Asuntos Exteriores checoslovaco, Frantisek Chvalkovsky (1885-1945), expuso literalmente: “Los judíos serán destruidos. Los judíos nos provocaron el 9 de noviembre de 1918 a cambio de nada. Esta fecha será vengada”.

Obviamente, no revelaba un plan o programa de exterminio perfectamente madurado. Pero se trataba de un sinfín de sentimientos que no eran simple elocuencia o propaganda. Detrás de todo ello se encubría demasiado veneno. Así, alcanzamos el aciago año 1938, fecha en que los nazis tras cinco años desplegando el dominio más autoritario que nadie antes había tenido, terminaron con toda forma de escisión, dando el cerrojazo a las instituciones democráticas y excluyendo a sus contrincantes: aquello entreveía la onda expansiva del ataque a los judíos

La sociedad ya había sido aleccionada para aceptarlo sin oponerse y Hitler sabía que la comunidad internacional no haría nada para impedirlo. Si Estados Unidos, Inglaterra y Francia no habían movido ni un ápice para proteger a los Sudetes en Checoslovaquia que Hitler se había anexionado, ¿por qué ahora iban a hacerlo por un puñado de judíos alemanes desamparados y desprovistos?

El ataque lanzado contra los judíos a escala nacional, conocido como la ‘noche de los cristales rotos’, se inició el 7 de noviembre, cuando un judío polaco de diecisiete años, Herschel Feibel Grynszpan (1921-1944), disparó contra el embajador alemán en París causándole la muerte. El fundamento de semejante acción injustificada era en parte, que sus progenitores en otro tiempo afincados en Alemania, habían sido expulsados de este país.

"En un abrir y cerrar de ojos, el mismo día y los que estarían por llegar, cientos por miles de judíos fueron arrestados y trasladados a prisiones y campos de concentración"

La deportación de los judíos de procedencia polaca se vio apresurada en sus formas, cuando el gobierno desautorizó los pasaportes de los habitantes polacos residentes en el extranjero si no se les ponía un nuevo sello. En contestación a tal decisión, los días 26 y 27 de octubre de 1938, Heinrich Luitpold Himmler (1900-1945), uno de los principales líderes del Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán, dictaminó apresar y deportar a los judíos polacos. Ni que decir tiene, que los nazis se valieron de estas deportaciones para desquitarse de los judíos que llevaban varios años conviviendo, pero aún no habían conseguido la ciudadanía alemana.

Tras el atentado perpetrado por parte del joven polaco contra el diplomático alemán, los hechos se precipitaron en cadena y sirvieron como caldo de cultivo para que los nazis desencadenaran la mayor batida contra los judíos alemanes, ante la indolencia internacional y el mutismo interior cómplice en el seno de una de las represiones más inhumanas de la humanidad.

Es sabido, que el funcionario de la embajada alemana no falleció en el instante del crimen y los líderes nazis esgrimieron este suceso para lanzar a los populachos rabiosos contra los establecimientos, negocios y casas judías. En toda la nación se provocaron arremetidas contra intereses judíos en objeción al representante alemán, materia que se exageró e incluso se mostró como atentado en los medios alemanes antes de ocasionarse la defunción, que ocurrió días más tarde.

Casi la mayoría de los dirigentes nazis se hallaban en Múnich conmemorando el aniversario del ‘Putsch de la Cervecería’ de 1923, cuando llegó la reseña del ataque. Se tiene la opinión, que Hitler autorizó a Paul Joseph Goebbels (1897-1945) para que operara mediante las acometidas contra la urbe judía, pero sin excederse y dando lugar a la captura de miles de judíos.

En otras palabras: la Gestapo y la policía debían quedar al margen, observando cómo se obraban los asaltos espontáneos del pueblo alemán y consintiendo la devastación de los bienes judíos.

Además, algunas investigaciones de carácter local han confirmado a todas luces que los tumultos antijudíos no se causaron únicamente en los pasajes de las grandes ciudades, sino que igualmente llegaron hasta las localidades más pequeñas.

Lo cierto es, que no se libró de aquello ningún lugar en la que residieran judíos, y en muchas intervinieron escuadrones itinerantes de nazis que infringieron enormes desperfectos a las propiedades.

Aunque se constatan varias alegaciones de que algunos ciudadanos alemanes encubrieron a judíos durante los episodios desencadenados y de que los socorrieron en lo oculto, fueron escasísimos los que se atrevieron a tachar o desaprobar, como mínimo, lo acontecido.

Durante los días subsiguientes, puede advertirse un patrón de la condición a la que quedaron mermados los judíos en el hecho de que, si alguno osaba comparecer en público era objeto de ofensas por parte de los niños, que por encima de todo les arrojaban piedras, los hostigaban y los denigraban. Mientras tanto, según describen testigos en primerísima persona de aquellos lances que recayó sobre la comunidad judía alemana, los desacatos crecieron cuantitativamente con un clima inaguantable, identificado por el desasosiego y la inseguridad.

Estos precedentes no quedaron al margen para la mayor parte de los alemanes, ya que eran notorios a la vista de todos y fueron atendidos en su momento por la prensa como una rebeldía indiscutible por el atentado de París. Curiosamente, los causantes de los hechos que llegaron a realizar barbaridades, se presentaron como verdaderos paladines por las autoridades alemanas y jamás se les juzgó, ni siquiera tras la finalización de la conflagración.

En un informe oficial acerca de lo acaecido, los detenidos podrían alcanzar los 30.000, los extintos el centenar y se originaron entre 300 y 500 suicidios a raíz de las escenas y del ambiente de acorralamiento y asechanza antisemita que ya se había hecho generalizado por el contorno.

Podría decirse que los incidentes de la ‘noche de los cristales rotos’ se convirtió en el punto de inflexión en la Alemania nazi, en el sentido de que éstos habían resuelto pasar a la acción atropellada, tras años de avivar el discurso antisemita en los medios, colegios y universidades. Hasta las andanzas de 1938, los nazis habían llevado a cabo maquinaciones de rechazo contra los negocios judíos.

O lo que es lo mismo, acciones intimidatorias y medidas políticas y judiciales con la finalidad de excluir a los hebreos y hacer alarde de una oratoria antisemita insaciable e implacable, pero la ‘noche de los cristales rotos’ iría más lejos y dio riendas sueltas a lo peor que reportaba el nazismo: la violencia extrema y las degradaciones intencionadas e infamantes a que se redujo a los judíos durante los sucesos referidos, perpetuaban el porte de los camisas pardas en los primeros meses de 1933.

Pero en este momento alcanzó un mayor recorrido, si cabe, porque tuvo mucha más propagación. Lo acontecido corroboró que el aborrecimiento a los judíos no sólo había impregnado a los camisas pardas y los activistas radicales del partido, sino que sobre todo, se estaba prolongando hacia otras parcelas de la población, pero no exclusivamente a los jóvenes, entre los cuales, cinco años de nazismo en los centros escolares y las Juventudes Hitlerianas habían surtido efectos destructivos.

Tal vez, miles de alemanes, encaminados a años de exhibición al odio puro y duro, entraron en este juego letal. Se daba algo así como una vuelta de tuerca y se iniciaban las deportaciones de judíos hacia los campos de concentración sin que nada, ni nadie, reaccionase para frenarlo.

La burla siniestra y la nota definitiva a estos hechos la dispuso el régimen nazi, cuando para sorpresa de muchos aplicó a la comunidad judía alemana una sanción de un billón de Reichsmark (alrededor de 400 millones de dólares), como indemnización por el fallecimiento del diplomático alemán y secretario de la embajada alemana en París, Ernest Von Rath (1909-1938) y para sufragar los daños y perjuicios padecidos, a la que se les obligó a contribuir forzosamente, así como el impedimento de rehacer sus propiedades. A la salvajada mostrada por los nazis, cuando no por la Alemania nazi, se le venía a ensamblar la rúbrica irrisoria de la multa infamante. Al consumarse esta embestida, se prosiguió con otro tipo de estrictas medidas antijudías: la expulsión forzosa de judíos de la vida empresarial o la incautación de bienes, entre algunas.

Y entretanto, los alemanes implantaron la Oficina Central para la Emigración judía, al objeto de incentivarlos a que abandonaran Alemania y seguir fraguando su designio diabólico de borrar al judaísmo europeo. Pero, lo peor estaba por llegar, la “kristallnacht” fue la preparación del Holocausto que acabaría con el exterminio íntegro de seis millones de judíos, porque Hitler, unos meses más tarde de estos fatídicos acontecimientos comunicó a viva voz el final que les aguardaba a los judíos. Dijo al pie de la letra: “Hoy quiero ser profeta: si la judería financiera internacional en Europa y más allá consigue sumir una vez más a los pueblos en una guerra mundial, el resultado no será la bolchevización de la Tierra ni la victoria de los judíos, sino la aniquilación de la raza judía en Europa”.

Esta intervención cometida el 30/I/1939, era un ultimátum directo a los judíos de todo el continente, millones de los cuales se verían aprisionados unos meses después por la maquinaria nazi que irrumpiría en media Europa.

Dicho esto, denominar a los hechos que se forjaron entre el 9 y 10 de noviembre de 1938, “noche de los cristales rotos” o “kristallnacht”, por los vidrios hechos ciscos que cubrieron las calles de las ciudades de Alemania, desde Salzburgo, Stuttgart y Múnich a Frankfurt, Colonia, Bremen, Hamburgo o Berlín, entre muchas otras, no resulta obvio, porque es rebajar los sucesos a una simple acción corrediza propasada contra las propiedades judías.

No es que no se partiesen millares de cristales de lugares emblemáticos como sinagogas, viviendas y negocios judíos, eso fue realmente lo aparente. O mejor dicho: lo visible. Sin embargo, la agresión que se provocó era más que eso, estaríamos refiriéndonos a los preludios de sombríos tiempos por venir y fruto de los escenarios por los que surcaba la Alemania nacionalsocialista, conocida también como el Tercer Reich. Desde el ascenso de su máximo dirigente en 1933, la vida de los judíos iría evolucionando para mal. Paulatinamente, se les apartó de cualquier labor productiva, social y política.

Asimismo, les retiraron la ciudadanía alemana, los excluyeron de todo cargo público y les despojaron sus propiedades por medio de una fórmula de compra irracional en el programa distinguido como ‘Arización’, y en el que los nazis adquirían patrimonios y empresas por importes exiguos, transfiriendo los bienes judíos a sus propias manos o las de empresas afines al régimen. Amén, que en ningún tiempo antes se había precisado con refinamiento un ataque masivo y coordinado de tal envergadura y con tantísima violencia.

La tesis que procuró defenderlo hacía alusión a la indignación de las masas ante la información de la muerte de Von Rath. Para ello, mostraron el ataque como una actuación espontánea ejecutada por extremistas del partido y grupos de asalto y no por el individuo habitual de la calle.

Pero la ofensiva contra las propiedades judías y todo aquello que les incumbía había sido preconcebido y planeado desde tiempo atrás, si se repara que durante ese mismo año las legislaciones antijudías se amplificaron marcadamente y la política de emigración de los judíos no proporcionaba los resultados deseados.

Vicisitudes de la dimensión del ‘Anchluss’ o la ‘crisis de los sudetes’, fue fácilmente armonizado por quienes aspiraban aplacar las determinaciones del Führer. La progresiva hegemonía de Hitler cegaba a su entorno con el que se proyectaban las futuras operaciones a culminar. Era imprescindible un único pretexto para que se diese un paso de estas características. Y ello resultó por parte del joven Feibel Grynszpan quien, al recibir de su padre con pelos y señales la noticia de las estrecheces y la injusticia que él y otros ciudadanos judíos polacos padecían en la frontera, optó por atentar contra el embajador germano. Posiblemente, el joven judío no evaluó adecuadamente los efectos desencadenantes que ello traería consigo y pensó que ese acto llamaría poderosamente la atención para que esos pobres judíos ahora convertidos en apátridas, pudieran adquirir los pasaportes que se les denegaban.

O a lo mejor, ese ejercicio descorazonado y de impotencia atraería la sensatez que parecía esfumarse. Pero se confundió, porque lo sucedido era algo así comparable como un bumerang de acoso y derribo y le puso en bandeja a la dirigencia nazi como perros de presa, para llevar a término sus pretensiones.

Entre tanto, el oficial alemán de alto rango de las SS, Reinhard Tristan Eugen Heydrich (1904-1942), daba una orden secreta a los jefes de cuarteles y de puestos de policía del Estado, datada el 10/XI/1938 y que decía textualmente: “[…] las medidas serán tomadas sólo si no ponen en peligro la vida ni los bienes de los alemanes (por ejemplo, las sinagogas serán incendiadas solamente cuando no haya peligro de transmitir el fuego a los edificios vecinos). Los negocios y viviendas pertenecientes a judíos serán destruidos pero no saqueados. La policía ha recibido instrucciones para controlar la aplicación de esta orden y arrestar a los saqueadores”.

Continúa exponiendo: “[…] se cuidará de un modo muy particular que los negocios no judíos en las calles comerciales sean totalmente protegidos. No serán molestados los ciudadanos extranjeros, incluso si son judíos. La policía no impedirá las manifestaciones, siempre y cuando queden respetadas las líneas directrices detalladas en el párrafo 1. Al recibir este telegrama, la policía confiscará todos los archivos que pueda encontrar en las diversas sinagogas y oficinas de las comunidades judías, impidiendo así su destrucción durante las manifestaciones… […]. Tan pronto como los acontecimientos de la noche permitan desmovilizar a los funcionarios solicitados, se procederá al arresto de tantos judíos -especialmente ricos- como puedan ser instalados en las prisiones existentes. Por el momento, sólo los varones judíos, sanos y que no sean demasiado viejos, serán detenidos… […]”.

Sin duda, este mandato aparejaba planes que ahora se cuajarían sin ningún tipo de trabas. Abarcaba materias en favor de los ciudadanos alemanes, sus propiedades y bienes e igualmente para los extranjeros, incluso si éstos eran judíos…

¿Pero, por qué de pronto esta engañosa protección, acaso no parecía una paradoja? Probablemente los intereses extranjeros no debían ser aturdidos en una situación que arrastraría a una guerra.

"Lo que aquí se describe son acciones intimidatorias y medidas políticas y judiciales con la finalidad de excluir a los hebreos y hacer alarde de una oratoria antisemita insaciable e implacable"

Por supuesto, que el arrebato efectuado por grupos nazis contra las posesiones judías que calcinó sinagogas, desmanteló libros sagrados, terminó con negocios y ocasionó el sufrimiento descomunal de sus víctimas, dado que fueron reiterados los castigos y el agravio brutal, incluso a mujeres, niños y ancianos, fue mucho más que el estropicio indistinto de cristales rotos.

Aquello se convirtió en la expresión especifica y sin recatos de un odio que venía generándose desde tiempo atrás y que en aquel intervalo se producía con un extremo de obcecación, y que como una chispa se inflamó hasta detonar en violencia máxima hasta abrir de par en par las puertas del abismo.

A partir de ahí, muchas piezas del puzle permutaron drásticamente en el pensamiento de la comunidad judía alemana. Según y cómo, haya sido la etapa determinante de la toma de conciencia. Y como tal, ya no se debía estar allí por mucho más tiempo.

Entre las postrimerías de 1938 y el preámbulo de la guerra huyeron de Alemania, nada más y nada menos, que 80.000 judíos. Algunos consiguieron alcanzar lugares más seguros, a pesar de que los mínimos resquicios de acceso para ser acogidos se cerraron, empleando para ello tácticas que no siempre resultaron exitosas.

Mientras y estupefacta, la aldea global no perdía de vista lo que allí estaba acaeciendo, y aunque la prensa internacional enjuició el hecho en mayúsculas, no tuvo el poder de reacción. Sobraría mencionar en estas líneas, que no se alzaron voces en Alemania reprobando estos actos, quedando cada uno de ellos encubiertos y callados por un sentimiento de confabulación o insidia. La respuesta queda a merced del lector de lo que pueda descifrar.

En un abrir y cerrar de ojos, el mismo día y los que estarían por llegar, cientos por miles de judíos fueron arrestados y trasladados a prisiones y campos de concentración. Ya tenían el sitio dispuesto. Es decir, se aguardaba la afluencia masiva de cautivos privados de toda dignidad.

En consecuencia, aunque en un principio el armazón propagandístico del Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán declaró que los ataques a judíos había sido un desorden popular, la realidad era que estaba orquestado por integrantes de la SS (Shutzstaffel), las tropas de asalto (SA, Sturmabteilungen) y las Juventudes Hitlerianas. Por lo que aquello estaba fajado en una actuación de violencia de estado.

A ello hay que añadir, que un gran número de oficiales apelaron la artimaña de utilizar ropa de civiles para reforzar la farsa de que las algadaras eran manifestaciones públicas que requerían contener sin complejos el complot de los judíos. Aunque la turbación y el sofoco nazi no concluyó ahí: a la mañana siguiente la policía prendió a 26.000 judíos sin motivo alguno y lo trasladaron a los campos de Buchenwald, Dachau, Sachsenhausen y Mauthausen.

Lo acaecido crispó a los estados de su entorno, e incluso los rotativos estadounidenses se hicieron eco de lo ocurrido. Lo que para unos significaba un abuso superlativo, para Hitler era meramente una declaración de intenciones de lo que sobrevendría poco años más tarde con el colofón de la cuestión judía.

Finalmente, el presidente de Estados Unidos, Franklin D. Roosevelt (1882-1945) leyó un comunicado ante la nación en la que refirió: “En lo personal, apenas puedo creer que tales cosas puedan ocurrir en una civilización del siglo XX”. Si bien, su crítica de lo ocurrido no serviría de nada, porque la limpieza étnica de Alemania no había hecho más que comenzar.

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