Hoy por hoy, el mundo está cambiando apresuradamente, de manera que nos enfrentamos ante un orden internacional insólito, complejo, sin criterios precisos y doblegado a impetuosas perturbaciones en el molde político, económico y social.
Y es que, la primera pandemia en etapas de globalización perturbó a ciento ochenta estados en menos de tres meses, y, por doquier, colapsó el sistema sanitario, puso en jaque la economía integral, multiplicó el cierre de fronteras en los cinco continentes, encaramó a lo más alto el desempleo y la pobreza, perjudicó al 70% del tráfico aéreo, se desgajó la cadena de producción, suministros y distribución general, el arrebato nacionalista reapareció y, por último, la desinformación se transformó en infodemia.
Esta epidemia, entrevé, desviste y exaspera la discordancia imperante de la sociedad capitalista, en lo que representa la embocadura de los servicios básicos y los medios masivos de comunicación prosiguen con el raciocinio de mercado.
Obviamente, se desenmascaran las debilidades y fortalezas de los países para ofrecer una respuesta ante semejante infortunio epidemiológico. Estados y territorios que ostentan contrastes ideológicos y de gestión en las dificultades entre ellos, con distintas hechuras y capacidades, provistos de más o menos instrumentos, llámense composiciones sanitarias reforzadas o sesgadas, o economías saneadas o gravosas convenidas a la especulación financiera. Sin embargo, algo que es taxativo en la pugna contra la pandemia, o tal vez, endemia, se relaciona con las determinaciones en el sentido de las políticas implementadas.
Me refiero a los liderazgos de símil político, a lo que podríamos añadir que es primordial contar con líderes competentes para transformar su capital político en medidas convenientes.
Los posicionamientos y decisiones de los representantes nacionales de los estados han sido variados y en ocasiones contraproducentes, pasando desde no intermediar en los primeros instantes de la propagación de los contagios, con la argumentación que el COVID-19 no era ni mucho menos un problema grave, o bien los que empequeñeciendo los fallecimientos optaron por las especulaciones económicas y financieras sobre la salud de sus pueblos.
Por otro lado, se vislumbran procedimientos que priorizan allanar la curva de los contagios, y al mismo tiempo, afianzar la economía con pautas progresistas, como bonos y asignaciones suplementarias para grupos sociales vulnerables y trabajadores informales. Toda vez, que estas disposiciones no acaban de solucionar los inconvenientes producidos desde el punto de vista económico, porque se busca atenuar el impacto negativo de la pandemia.
Pero, como si diese la sensación de consolidarse una crisis de la globalización, la certeza puesta en escena muestra que se trata de una transición que, por el contrario, podría terminar reforzando el desenlace.
Sabedor que la globalización es un fenómeno social, económico, político y cultural que se introdujo en las postrimerías del siglo pasado y que nos da a entender la descomposición de múltiples obstáculos entre las diversas sociedades modernas, las cuales, por medio del comercio, la apertura de fronteras, o los convenios políticos y comerciales, los desplazamientos transoceánicos, la masificación del turismo y, sobre todo, la consolidación de la red de redes, internet, han conformado que la humanidad esté interrelacionada y pueda llegar a otras superficies y culturas inimaginables, sin importar los kilómetros de separación que distan entre un lugar y otro.
Con estas connotaciones preliminares, los estudios más recientes indican que la incidencia del SARS-CoV-2, empujó inicialmente a 88 millones de personas hacia la pobreza extrema, un guarismo que en los próximos meses se quedará corto en Asia Meridional, África Subsahariana, Centro y Suramérica.
La amplia mayoría de estos necesitados son individuos que con anterioridad a la crisis epidemiológica se afanaban en los servicios informales, como la construcción, la manufactura y otros campos dañados por las limitaciones en la movilidad.
Dichas restricciones aparejadas para regular la transmisión del patógeno y aplacar la presión sobre los sistemas de salud sobrecargados, han originado un impacto descomunal en el crecimiento y la sostenibilidad económica global. De hecho, el Informe del Banco Mundial sobre ‘perspectivas económicas globales’ confirma literalmente, que “la pandemia desató una crisis mundial sin precedentes y una crisis sanitaria global, que además de generar un enorme costo humano, está llevando a la recesión mundial más profunda desde la Segunda Guerra Mundial”.
Echando una ojeada al análisis ‘Business Futures’ divulgado por la consultora multinacional con sede en Irlanda, declara que la economía global está mucho más interrelacionada que en cualquier otra circunstancia de la Historia de la Humanidad, y que a diferencia de lo que observamos, los macro indicadores demuestran que está lejos de recular como manifestación social, económica y cultural.
Conjuntamente, este documento refiere que el planeta está registrando una metamorfosis apresurada, en el que la globalización adopta otro aspecto opuesto al anterior. Porque, gracias a la epidemia, la cantidad de confluencias virtuales se catapultaron, proporcionando que en ellas sean protagonistas no solamente los mismos actores que lo harían asistencialmente, sino muchas otras que se hallan en amplitudes diferentes, consiguiendo una mayor unificación regional en los asuntos empresariales, educativos, sanitarios, económicos e incluso políticos.
Pero ¿qué es del nuevo orden mundial? No cabe duda, que Estados Unidos y la República Popular China rivalizan por ser la potencia hegemónica del siglo XXI con la Federación de Rusia, como país satélite para debilitar el liderazgo estadounidense.
Cuando irremisiblemente afrontamos el tercer año de pandemia, este período está dispuesto para imprimir un salto de tendencias que han precisado la palestra geopolítica durante las últimas tres décadas. La conclusión de las hostilidades en el Emirato Islámico de Afganistán en clave estratégica puso término expresamente a la era de la ‘Guerra Global contra el Terrorismo’, lo que dejó a Estados Unidos incrustar su mirada hacia la lucha contra la amenaza rusa y china y el resurgir de una actitud de ‘Guerra Fría’ (1947-1989), pero con entornos y retos netamente de la presente centuria.
Posiblemente, desde los trechos más gélidos de ese cerco del ‘Bloque Occidental’ y del ‘Bloque del Este’, no haya habido una clarividencia tan incuestionable de fragmentación política de las grandes potencias como la que actualmente existe. Bastaría con dar un repaso a los contextos volátiles e inestables con capacidad de explosionar en cualquier momento. Los más irrebatibles subyacen en las rigideces habidas con Rusia por Ucrania y las aspiraciones territoriales de China de ver cumplido su deseo, retomando el control de la República Independiente de Taiwán.
Así, las tres piezas principales del tablero geopolítico del momento, cuales son, Estados Unidos de América, China y Rusia, se topan sumidas en una relación enmarañada a tres bandas. Los americanos enquistados en un estado de confrontación permanente con China y Rusia, mientras estos últimos son socios estratégicos inmejorables. Joe Biden (1942-79 años) se empecina en vigorizar la Organización del Tratado del Atlántico Norte para encarar con más garantías a Vladímir Putin (1952-69 años); al unísono, que amplia y acrecienta sus vínculos con las naciones del Indo-Pacífico para entorpecer a China. Amén, que Pekín y Moscú no han creado una alianza formal para desafiar a Estados Unidos y sus aliados.
El temple en los roces entre Biden y Xi Jinping (1953-68 años) continúa identificándose por el choque dialéctico. El primero, superpone o ensancha determinadas políticas y operaciones de la Administración de Donald Trump (1946-75 años) con apenas margen político para ofrecer concesiones.
Y entre las premisas de la política exterior, asegura el equilibrio de poder militar de cara a China, reforzando el ‘Diálogo de Seguridad Cuadrilateral’, también conocido como ‘Quad’, con Japón, India y Australia, estableciendo una nueva conformación militar de Estados Unidos, Reino Unido y Australia.
A pesar de que las dos potencias buscan aminorar las tensiones dentro del marco general de verificación, el boicot diplomático estadounidense a los Juegos Olímpicos de Pekín no ha pasado de largo, acusándole de genocidio y crímenes de lesa humanidad en Sinkiang, una región situada en el Noroeste de China, acometiendo con dureza contra los uigures y otras minorías étnicas, además de llevar a cabo detenciones masivas y uso forzado de anticonceptivos y esterilizaciones.
A nadie se le escapa de la manga la subida paulatina en la capacidad militar de China, acompañándole el ensayo de misiles hipersónicos, como la de cientos de misiles balísticos intercontinentales, simulaciones con patrones de portaaviones norteamericanos y una permisible presencia marítima en aguas atlánticas de África Occidental.
Recuérdese al respecto, la ‘Cumbre Virtual para la Democracia’ de Biden celebrada del 9 al 10 de diciembre de 2021 para los líderes del gobierno, la sociedad civil y el sector privado, con la asistencia de representantes de más de cien países, excluyendo de forma llamativa tanto a Moscú como a Pekín, para centrarse en las incertidumbres y encrucijadas que afrontan las democracias de hoy, facilitando una plataforma para que los diversos líderes admitiesen compromisos, tanto individuales como colectivos que salvaguarden los valores democráticos y los derechos humanos.
Al hilo de lo anterior, tanto China como Rusia dejaron caer en la balanza que los gestos de Biden eran característicos de una ‘mentalidad de Guerra Fría’, en la que los dos estados eran señalados como adversarios y no como contendientes estratégicos.
Para Estados Unidos, la Cumbre brindó una oportunidad para prestar atención, ilustrarse e interactuar con un grupo de actores cuyo respaldo y compromiso eran esenciales para la reconstrucción democrática global. Del mismo modo, ofreció una de las eficacias de la democracia: la facultad de reconocer sus fragilidades y lagunas y enfrentarlas abiertamente.
Esta coyuntura no quedó en agua de borrajas para los dos principales autócratas del momento: Xi Jinping y Putin, porque una semana más tarde ambos sugirieron una contraprogramación de su propia ‘Cumbre Virtual’, condicionando su encuentro únicamente para ellos dos. Aprovechando para corroborar que su coalición es más fuerte que en ningún otro tiempo y aseguraron que cualquier voluntad por fracturar su relación se frustrará.
En atención a una síntesis dispuesta por el Ministerio de Asuntos Exteriores de China, los dos expusieron que su cooperación engloba un amplio campo de tareas, enfatizando el Vigésimo Aniversario del ‘Tratado de Buena Vecindad y Cooperación Amistosa China-Rusia’, en Beijing.
Lo cierto es, que las dos superpotencias han reconocido unas relaciones cada vez más incompatibles con Estados Unidos, sobre todo, con la Administración del Presidente Biden, que lo ha suspendido por sus arbitrariedades de los derechos humanos y su incompetencia para impulsar la democracia liberal.
Putin, catalogó las ventajas en que se han integrado mutuamente, afirmando que proseguirán vigorizando los nexos económicos y comerciales, enmarcando la aportación en las industrias del petróleo y el gas, así como las finanzas, el sector aeroespacial y la aviación para actuar en proyectos de resonancia estratégica.
Sin inmiscuir, una mayor sinergia entre la ‘Unión Económica Euroasiática’, un proyecto encabezado por Moscú que aspira apoyar a los países postsoviéticos y la ‘Iniciativa del Cinturón y la Ruta de la Seda’, la empresa geopolítica y económica más ambiciosa de China. Teniendo en cuenta que sus engarces han estado históricamente punteados por la susceptibilidad recíproca, los vecinos fronterizos han fortalecido preclaramente sus correlaciones políticas y militares.
A todo lo cual, por muy consolidado que se juzgue este trato gradual, no son pocos los observadores que persisten manteniendo la cautela, a la hora de entrever que todavía está lejos de ser una alianza militar aferrada. En cambio, sostienen que su propósito real es amarrar los lazos comerciales y ofrecer garantías que en caso de que alguno proceda unilateralmente en Ucrania o Taiwán, escenarios convulsos a día de hoy, se mantengan neutrales ante la presunta reprobación internacional.
Sea cual fueren los resultados desencadenantes, queda claro, que tanto Xi Jinping como Putin dirigen un recado contundente a Occidente, por lo mucho que está permutando el orden mundial, porque tanto Moscú como Pekín tienen más que nunca un papel trascendente en su rediseño.
Ante lo visto parece obvio señalar, la continua aparición en los diversos medios de la expresión ‘el nuevo orden mundial’. Supuestamente, es una frase inoperante, indeterminada e incógnita y es por ello por lo que, sin prevención de ningún tipo, unos y otros, dejamos que esta significación se filtre en el escondrijo de la tolerancia que cada uno posee en su subconsciente. Producto de ello, nos acostumbramos a este pensamiento, pero, poco o nada, nos hemos parado a divagar, qué es ciertamente el ‘nuevo orden mundial’. Quizás, nos interpelemos quién lo ha plasmado, o lo ha formalizado y para qué se presta; sobre todo, qué autenticidad democrática adquiere este ideal que sin cesar nos imbuye, dejando instintivamente que prense los compases para el manejo del progreso imaginario.
En principio, el ‘nuevo orden mundial’ abarca un inmenso repertorio de variables intervinientes y no es nada. Singularmente es una percepción de gobierno corporativo que un minúsculo núcleo de sujetos con atribución tecnológica, económica y política pretenden imponer para una forma de intervenir la dirección, los gastos y hasta las muestras de conducta en los lugares más distantes. A día de hoy, propiamente, no hay establecido un líder manifiesto, se trata de una oligarquía influyente en la que el poder político lo moderan fundamentalmente Xi Jinping y Putin.
Entretanto, la supremacía económica se la asignan los propietarios principales de las mayores empresas tecnológicas y del comercio electrónico. Algo así, como un foco de poseedores que sirviéndose del privilegio que les surte su dinero, fuerzan ideas, acomodan a dirigentes a su servicio en las entidades más prestigiosas y sobornan voluntades individuales y manipulan grupos de ideología.
Enfrente, toda una colectividad fragmentada en dos bloques inconfundibles: por una parte, lo que conocemos como estados democráticos con una sociedad del bienestar en periodo de satisfacción y saturación y, por otro, naciones desprovistas del nivel cultural adecuado, como de desarrollo y bienestar social. Algo así, como un hormiguero y caldo de cultivo presto ante cualquier tentativa de un nuevo modelo de explotación social emprendida por los dirigentes, o cualquier cabecilla guiado y consentido por estos ‘señores del orden mundial’.
A resultas de todo ello, es imperativo la contribución de peones consagrados en cuerpo y alma a la causa, por lo que hay que amoldar y activar un número considerable de políticos sin fundamentos, codiciosos, intrigantes y fáciles de tratar.
A este tenor, también es obligatorio someter la educación, los medios de comunicación y abordar mucho más en las redes sociales y los motores de búsqueda en internet, que, en definitiva, son el depósito donde derivan las reseñas y la información imprescindible para encaminar las políticas de venta y gobernanza.
Con lo cual, el consabido ‘nuevo orden mundial’, es otra dimensión que combina la inclinación de un comunismo de otra cuña: libertades acordonadas por el socialismo y un fuerte consumismo maniobrado e intervenido por unos pocos.
Como la historia nos ha enseñado, es en torno a la consumación de los grandes combates cuando el orden geopolítico es debatido y, finalmente, tratado por los actores ganadores sobre la base de la asignación de poder que cada una haya alcanzado, y en guion con sus intereses económicos y estratégicos. En realidad, son los líderes de esas potencias quienes resuelven los términos del pacto y las aristas del poliedro del nuevo orden.
Ese hábito se invirtió en la última etapa del siglo XX, porque hay otras coyunturas que, sin poseer la magnitud ni el fuste de esas grandes luchas, asumieron el efecto dominó y las resonancias geopolíticas suficientes para perturbar, e incluso descompaginar la geografía política y el mapamundi efectivo.
Esos serían los episodios de las ‘Revoluciones de 1989’, conocidas como el ‘Otoño de las Naciones’ (4-VI-1989/26-XII-1991), a modo de una onda sediciosa y agitadora que transitó Europa Central y Oriental, acarreando el derrocamiento de los países socialistas de estilo soviético y la devastación del orden bipolar de la Guerra Fría. Si bien, este resquicio reformulado, se hace visible en los comienzos del siglo XXI.
En consecuencia, la desconfianza de la sinrazón parece encaramarse sobre el entusiasmo de algunas voluntades, sobrevolando un espectro de intelectuales y economistas insinuando que la pobreza se agigantará, al igual, que aumentarán las migraciones y el trance racial en sociedades más nacionalistas. Reforzándose los instintos despóticos en regímenes equipados de tecnologías invasivas que terminarán echando por tierra cualquier afinidad de democracia liberal. Así, nos topamos ante un orden internacional enrevesado, sin códigos puntuales y subordinado a enormes alteraciones en el paradigma político, económico y social.
Ahora, tras la ‘Revolución Industrial’ (1760-1840) y en circunstancias excepcionales, se atisba un vaivén impetuoso, porque nos hallamos ante la segunda gran ‘Revolución Contemporánea’. La globalización aguarda alcances profundísimos e impredecibles, forjando ganadores y perdedores, a su vez, que mengua la pobreza y crecen las democracias desnaturalizadas.
El espacio globalizado es acérrimamente turbio y potencialmente fluctuante con el orden multipolar, las potencias emergentes, los actores que de pronto irrumpen, los medios de comunicación o la hibridación entre grupos terroristas y grupos de delincuencia transnacional organizada, son otros de los aspectos emergentes. La crisis ha precipitado la carrera de distribución del poder que se desliza desde Occidente hacia Asia. A la par, los países en ascenso sostienen un impacto económico y político relevante.
De manera, que nos zarandeamos ante dos constataciones compartidas que producen un cúmulo de enigmas para el futuro más inmediato. Primero, se evidencian desafíos en toda regla como el cambio climático, o los grandes movimientos poblacionales, la escasez de materias primas y recursos energéticos; y, segundo, las instituciones de gobernanza parecen no dar con la tecla y articularse apropiadamente, dando la impresión de ser obsoletas. No existiendo una superpotencia que sobresalga sobre el resto y los bloques regionales son más llamativos desde el matiz económico y diplomático. La interdependencia y el comercio se ensanchan y el Viejo Continente se aprovechará, si aquilata la eficiencia de sus recursos y la economía asentada en el conocimiento.
A tenor de lo expuesto, ¿qué es de España ante el ‘nuevo orden mundial’ como miembro de la Unión Europea? Y es que, en las tres últimas décadas su representación ha experimentado una auténtica convulsión, al encajar como potencia intermedia en el concierto internacional.
La globalización, valga la redundancia, ha ocasionado una acentuación en su peso estratégico, atinándonos en un dilema político donde se aventura buena parte de ese juego estratégico global: una ‘nueva centralidad’.
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