EN 2021 se aprobó, con los votos en contra de PP y VOX, la Ley de la cadena alimentaria. Uno de sus objetivos era garantizar que los productores recibiesen un precio justo y no tuviesen que vender a perdidas, presionados por los intermediarios y las grandes superficies. En febrero de este año, FACUA, publicó un informe denunciando que aún no se había producido ninguna sanción al respecto.
Sin embargo, en Almería, las quejas de los agricultores son continuas, denunciando que ante la amenaza de perder toda la inversión y el trabajo realizado, muchos se ven forzados a vender sabiendo que no cubrirán los costes. Agachan la cabeza, se aprietan los machos, tiran el producto y confían que la próxima vez haya más suerte. Pero esta cada vez es más esquiva, a pesar de que el sector sigue presumiendo de buenas cifras de exportación, rentabilidad, perspectivas de crecimiento, y de planes de futuro.
Todos buscan culpables, se señalan los unos a los otros, a los corredores, a las cooperativas, a los políticos, a la Unión Europea, a la competencia desleal de terceros países, a la subida de los costes de producción, al cambio climático o a los ecologistas que muestran las vergüenzas del modelo, las desigualdades sociales y los impactos ambientales que genera.
Al final, resignados, como si nadie tuviese la culpa, terminan asumiendo que así es el juego, la ley de la oferta y la demanda, que unas veces se gana y otras se pierde, pero alguien se llena los bolsillos con la diferencia entre lo pagado a los agricultores y lo cobrado a los consumidores. Con lo fácil que sería, como nos enseñó Garganta Profunda, seguir la pista del dinero para desenmascarar a los que se esconden detrás del abstracto libre mercado.
Noe y David se han cansado de jugársela, de ser el eslabón más débil de la cadena, de su cara de tontos cuando el banco exige sus recibos, de arriesgar su dinero cada campaña, de tirar toneladas de sus tomates para que el mercado juegue a subir beneficios, y de que otros, sin mancharse las manos de tierra, multipliquen por diez sus ganancias, especulando con su trabajo, su ilusión, sus ahorros, su vida y su futuro.
Han decidido vender directamente al consumidor, del campo a la mesa. Son conscientes de que no inventan nada nuevo, que muchos pequeños productores rurales, con modelos menos intensivos, con otra forma de entender la agricultura, la economía, las relaciones sociales y con la naturaleza, lo llevan haciendo años para dignificar su profesión y crear modelos, no solo de boquilla, más justos, éticos, resilientes y sostenibles ambientalmente.
Llevaban años pensándolo, pero la inercia, la comodidad, el miedo, el consuelo del mal de muchos, los frenaba, hasta que el año pasado, a mitad de campaña, se encontraron con la realidad de siempre, la sensación de sentirse engañados, esclavizados y utilizados por el sistema al obligarlos a destruir la cosecha o vender muy por debajo de los costes.
Decidieron resistir, se negaron a que la economía, por sus cuentas de resultados, llamase a sus productos de calidad, residuos, basura, y se pusieron a venderlos directamente al consumidor por las redes sociales. Duplicaron sus horas de trabajo, elaborando bolsas de cinco kilos, buscando la mejor manera de enviarlos por España, publicitando ofertas, pensando en alternativas y errando y rectificando sus decisiones, pero les valió la pena.
Comenzaron a sentir que eran libres, que su futuro dependía solamente de ellos, de su esfuerzo y de su ingenio, que dormían mejor y que la angustia, el estrés, la rabia y la frustración iban desapareciendo. El valor del producto lo ponían ellos, y encima beneficiaban al bolsillo y la salud del consumidor, y al medio ambiente, evitando el gasto de agua y otros insumos que iban a ser despilfarrados, convirtiéndolos como mucho en compost o en alimento para el ganado. Al sistema le da igual lo que hagas con ellos, porque la factura, la económica, ya se ha generado, el resto no es su problema.
Gracias a la insurrección de David y Noe, estuvimos comiendo tomates, que no habían recorrido por carretera media España para llegar a nuestra mesa, a cincuenta céntimos el kilo. Ahora, vemos entusiasmados, que comienzan a planificar la campaña, pensando en el kilómetro cero, en vivir al margen del sistema, en diversificar la oferta, en contacto con el consumidor, que le agradece el sabor y la calidad de sus tomates, y le pagan dignamente por ellos.
Quizás esta revolución no sea la solución para todos los agricultores. Quizá la única solución sea cambiar el sistema que nos convierte en esclavos, vasallos y nos hace vivir con miedo y arrodillados.
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