Categorías: Opinión

Horrores indescriptibles: niñas y niños, objetivos de ataques

Tenemos que poner a los descendientes en nuestro centro de atención; máxime en un tiempo en el que proliferan los conflictos, con una impunidad manifiesta y una crueldad tremenda. En multitud de rincones del mundo, especialmente en los países más míseros, cada día tenemos más chicos, que son víctimas de una horrible forma de violencia, llegados a ser forzados para combatir, siendo víctimas del odio sembrado por los mayores y, al mismo tiempo, protagonistas de las hostilidades. Esto debe de cesar cuanto antes. Cuesta creerlo pero es así, que seres en formación no estén a salvo mientras duermen en sus casas o juegan al aire libre, estudian en la escuela o buscan atención médica en los hospitales. Por consiguiente, jamás nos riamos de las lágrimas de un crío, los dolores son iguales de nefastos. Asimismo, la palabra prosperidad tampoco tiene ninguna justificación, mientras por el camino nos encontremos con párvulos infelices.

La realidad es la que es y está ahí. Desde asesinatos y mutilaciones, secuestros y violencia sexual hasta ofensivas a centros educativos y sanitarios, pasando por la denegación de la ayuda humanitaria, que muchas veces requieren desesperadamente. En efecto, no es fácil asimilarlo, pero en multitud de ocasiones las criaturas, se ven atrapadas en áreas de conflicto, con una magnitud asombrosa. Indudablemente, la manera más eficaz de proteger a la infancia de las pugnas, pasa por eliminar los factores de este calvario y por incluir una acogida más generosa que extirpe las raíces de esta desolación, se destrone el odio y la sed de venganza, para aplacar la avaricia y eliminar cualquier resentimiento. Es evidente que, la quietud, nace de los pulsos libres de rencor. Pongámonos, pues, en ello. Con razón siempre se ha dicho, eduquemos a los seres en adiestramiento íntegro y no será necesario castigar luego a la ciudadanía. Fuera sometimientos, por tanto, y más amor: Ganaremos latidos, que es lo que es la savia.

También hay que decir no, a la pasividad o a la resignación como espíritu. La paz requiere combatir el desaliento, para infundir aliento principalmente en los más débiles como son los impúberes; supone ganar confianza, vivir unidos, no separados ni distantes, darnos la mano y caminar juntos. Hemos de buscar otro horizonte, trabajemos por ello, hagámoslo sin delegar el cambio. Comprometerse es el mejor impulso, comenzando por activar la tolerancia consigo mismo, además de repudiar las guerras, desarmarse y armarse de paciencia, para conciliar lo que parece irreconciliable. Es verdad, nada se resiste, a poco que lo intentemos. En los tiempos de Jesús, la cruz era un instrumento de dolor y muerte, el más terrible y temible acontecer, pero atravesado por su amor, se convirtió en árbol de vida. Yo, personalmente, me quedo con el corazón de poeta que llevamos consigo; mayormente si conservamos, a pesar de los pesares, los ojos de niño.

Lo significativo es generar macizos de arboleda, que nos den oxígeno ante el cúmulo de ahogos que nos circundan, lo que contribuirá a forjar un mañana más armónico, abriéndonos a los demás y disfrutando; estando próximos al prójimo, con la libertad. La cercanía tiene una fuente de sensaciones correctoras, que nos reaniman a promover la dignidad, tanto de menores como de mayores. Sin embargo, los conflictos bélicos de los que aún no hemos huido, tienen un impacto devastador, con especial incidencia en la salud mental infantil. Son las personas más vulnerables, las más castigadas, ya sea en objetivo de ataques o en instrumento de guerra; todo un error inhumano, aparte de un horror deshumanizante. Pensemos en el chaval que no ha podido jugar siendo chiquillo, los adultos le hemos usurpado su etapa de anhelos, obviando que en ellos comienza a rehacerse la humanidad, con lo que esto conlleva de placidez.

Si en verdad queremos una sociedad en la que las personas sean más importantes que la mercadería de cosas, en la que los niños sean un bien preciado, debemos hacer un llamamiento global a que las jóvenes generaciones respiren otro aire más saludable, no el huracán corrupto de la enemistad, que es una auténtica locura. Personalmente, me afligen los ríos de sangre inocente y las lágrimas que a diario se derraman, en ámbitos verdaderamente destructivos, en el que los menores se hallan en el punto de mira de las partes en conflicto o en situaciones repugnantes, lo que nos exige tomar conciencia del dolor que sufren, víctimas de abusos físicos, mentales o emocionales. Sea como fuere, nos merecemos otra atmósfera, con un cielo más despejado, después de los tormentos, con la grandeza de la luz tras las tinieblas. No olvidemos que lo que se les de a los angelitos hoy, también los angelitos lo volcarán a la sociedad en un futuro.

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