En el artículo previo al presente dejamos asentado bajo siete sellos que es posible vivir en una mentira (o varias, también), mediante la mentira, en pos de la mentira y algunos, muy pocos, en contra de la mentira. La ausencia de verdad y coherencia es algo a lo que los seres humanos nos hemos acostumbrado sobradamente sin problema aparente alguno. Ahora bien, al parecer hay algo que también nos sucede a los sapiens sapiens, desde milenios hasta hoy, pero no hemos logrado acostumbrarnos como se espera: nadie puede, y nadie debe vivir sin amor. Sí, no estoy plagiando a Fito Páez, él lo canta perfectamente y lo puso en letra de manera maravillosa, pero tal vez, sin saberlo, su canción es sin dudas una declaración universal que captura la esencia de la poderosa emoción que le da real sentido a la existencia humana.
La obra artística precitada nos invita a explorar una idea: el amor va más allá de las eventuales relaciones posiblemente románticas convencionales en cuanto que su fuerza trasciende todo tipo de límites de temporalidad y espacialidad, contactándonos con lo más próximo a nuestra autenticidad. Como hemos sostenido en reiteradas oportunidades, no hay nada nuevo bajo el sol, puesto que ya el maestro Platón nos legó en su Simposio esto que tanto circula y nadie entiende cabalmente, pero igual lo repite, a saber, “el amor platónico”. Se trata de una forma de amor idealizada, que va mucho más allá de lo concretamente físico y se centra en una conexión estrictamente espiritual.
Detrás de la exposición de sus mitos y alegorías, Platón consideró que amamos y somos amados solamente para sentirnos completos, y lo hace mediante el relato de Aristófanes, quien describía a los humanos desde su origen mitológico como criaturas con cuatro brazos, cuatro piernas y dos rostros. En resumen, como siempre, un día los humanos hicieron enojar a los dioses y Zeus no tuvo mejor idea que cortarlos por la mitad. Desde entonces, cada persona se empeña desesperadamente en buscar a su otra mitad. Mediante este mito se funda el deseo de encontrar la trillada “alma gemela” o “media naranja” que nos haga sentir completos de alguna manera.
Por su parte, Agustín de Hipona en el siglo IV exploró la naturaleza del amor desde una perspectiva teológica y filosófica, brindándonos una perspectiva única que aún hoy sigue siendo relevante. El santo tuvo una experiencia profundamente transformadora desde su espiritualidad a lo largo de su vida, pasando por una juventud de juergas interminables abocadas al placer y la satisfacción personal hasta una vida de santidad dedicada a la fe cristiana. Como podemos apreciar, Agustín las vivió todas, y pudo dar fe tanto del amor divino como de todas las manifestaciones del amor humano. Respecto al primero, destacó la centralidad de la idea de amor en Dios, como el anhelo más profundo que pueda tener el alma humana mediante un acto de entrega total, expresándolo de esta manera en sus Confesiones (Libro 1, Cap. 1): “Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti”. De esta manera, el santo de Hipona expresa la importancia de la búsqueda constante de la verdad y la paz interior a través de nuestra relación con Dios, reflejando que el amor verdadero brinda significado y descanso a la inquietud propia del corazón por parte de los deseos propiamente humanos.
Al haber vivido todo tipo de facetas, versiones y presentaciones del amor, Agustín presenta una visión equilibrada puesto que si bien lo considera un anhelo del alma, innato hacia lo divino, es también el fundamento del amor que debe existir en las relaciones humanas en tanto reflejo de la iluminación que emana el vínculo con la divinidad.
Ya en la bisagra entre la modernidad y la nefasta posmodernidad, el bigotón Nietzsche abordó la complejidad de las relaciones humanas y el amor ofreciendo una interpretación que desafía las acartonadas convenciones sociales de su tiempo, a la vez que planteó interrogantes provocadores sobre la supuesta “esencia” misma de ese sentimiento. En su Zaratustra introdujo la idea de “amor fati” (“amor a la tierra”, o “amor a nuestro destino”), un concepto que implica amar y aceptar todo lo que nos sucede en la vida, tanto lo bueno y placentero como lo malo y desagradable. Visto de esta manera, el amor no es un simple estado emocional, sino una disposición hacia la totalidad de la existencia en su devenir, abrazando incluso todo aquello que consideremos atenta o desafía nuestra vida. Evidentemente, Nietzsche criticó el amor idealizado que nos presentaba el relato de Aristófanes en el cual se apelaba a la fusión de dos almas en una sola. Patrañas, diría Friedrich, no, el amor no debe nunca implicar la pérdida de la individualidad, sino más bien el surgimiento de las personalidades tal como son en una relación saludable de aceptación mutua. Paralelamente, el amor a otro ser humano debe comportarse medianamente como un fenómeno cuasi religioso, en el sentido de un amor que admire lo necesario al otro para no caer tampoco en la vulgar reducción del ser amado a la figura estrictamente mundana y animal.
Eso sí, la dependencia emocional excesiva en el amor enfermizo debe ser evitada, y Nietzsche lo supo por experiencia propia. Tal vez lo enunció de manera tajante cuando indicó que no habría que amarrar a nuestra alma con un hilo a ninguna mujer, puesto que según él es necesario abogar por una conexión que no limite nuestra creatividad y libertad, destacando siempre la salubridad que representa la autonomía y la fuerza interior de cada persona en cada relación. Para que ello sea posible, es ineludible abordar su concepto de voluntad de poder, descrito brevemente en su cita del Zaratustra que versa: “El amor no es una excepción: cuanto más luz arroje sobre una persona, más oscuros serán los monstruos que encuentre en su alma”. Comprensiblemente, podemos ver a contraluz en esta perspectiva que el concepto de entrega absoluta no sería lo más recomendable, puesto que el ser humano ha demostrado que cuando se le otorga poder, quiere más poder y hará lo que sea para conseguirlo.
Por su parte, el filósofo más mala onda por excelencia, a saber, Arthur Schopenhauer, sostenía que el amor es simplemente un engaño para que podamos tener bebés, puesto que para él tal cosa solo se basaba en el deseo sexual en tanto ilusión atractiva: amamos porque nuestros deseos nos engañan, haciéndonos creer que un “otro” nos hará felices, equivocadamente, puesto que los instintos utilizan estos ardides pura y exclusivamente para la procreación. Asimismo, en sintonía con lo anterior, incluso el amor paternal no pasaría de ser más que un triste engaño mediante el cual depositamos una vana esperanza de trascendencia en la que en realidad se encubre el cuidado de la cría para su supervivencia. Como vemos, para Arthur lo único que logra “el amor” es mantener viva a nuestra especie para perpetuar un patético ciclo de monotonía existencial. ¿Qué belleza de perspectiva, no?
Por suerte no todos pensamos como Schopi, y buscamos un término medio en la reflexión sobre el amor. Bertrand Russell, por ejemplo, nos dirá que amamos no sólo para saciar nuestros deseos físicos y psicológicos, sino para sobrevivir a un mundo frío y cruel que permanentemente nos tienta a abrazar la soledad, aislarnos y atrincherarnos en nuestra patética mismidad individualista. Sin el poder del amor, que acarrea el placer, la intimidad, el cariño, el respeto, la ternura y la calidez, no habría fuerza que nos ayude a superar el miedo que le tenemos a la vastedad de un mundo que siempre apunta a recluirnos en espacios oscuros y solitarios. Por el contrario, claro está, el amor da cobijo, enriquece y se nos presenta, en medio de tanta hostilidad moral, como lo mejor a lo que podemos aspirar en la vida.
Como hemos podido apreciar, la idea de un amor que trascienda las convenciones sociales de cada época, se revela como una fuerza que llena de sentido nuestra existencia empapada de finitud. En un mundo que exige rapidez, desconexión y apego a todo aquello que sea vacío y efímero, pensar en la idea del amor desde un punto de vista filosófico indica una gran verdad: se trata del único hilo que teje el tapiz de aquello que nos hace dignamente humanos. En otras palabras: quien nace, vive y muere sin amor, ha sido despojado de su carácter esencial. Justamente, cuando sostenemos, junto con Fito, que nadie puede, ni debe, vivir sin amor, estamos declarando que dicho impulso natural y metafísico es el aliento que le da autenticidad real a nuestra vida, puesto que quien declara “he amado”, no ha vivido en vano, en absoluto.