En América Latina el crimen organizado y la acentuación de la violencia coligada a este, apremian la seguridad de los habitantes y ha conllevado que los diversos gobiernos breguen por hallar respuestas adecuadas. A pesar de que generalmente las estimaciones de homicidio se han compensado en los últimos años, se encuentran entre las cotas más elevadas del planeta, e incluso se ha reducido en estados claramente violentos como El Salvador y Colombia, donde el escenario continúa siendo aciago.
Lo cierto es, que en torno a un tercio de los asesinatos que se producen cada año en Latinoamérica, las autoridades asignan un número elevado o la mayoría de ellos al crimen organizado. Las tasas de asesinatos concernientes con el género han crecido exponencialmente en varios países. Asimismo, el proceder depredador de los grupos criminales igualmente ha desencadenado e indispuesto los contratiempos humanitarios ya presentes, tales como los desplazamientos masivos.
La geografía es uno de los motivos vitales por las que esta demarcación se ha erigido en un punto caliente del crimen global. Además, la región acoge a tres de los mayores productores de cocaína como Perú, Colombia y Bolivia, así como los principales puntos de salida para las exportaciones hacia Europa y Estados Unidos, ejerciendo una labor trascendental en los mercados de drogas ilícitas. Si bien, Centroamérica, Colombia y México han estado desbordados de violencia, los vaivenes en los itinerarios y redes que nutren el narcotráfico han promovido brotes de fuerte violencia en estados como Costa Rica y Ecuador que habitualmente se consideraban seguros y pacíficos en contraste con algunos de los territorios más inmediatos.
Muchas de estas variantes intervinientes han ayudado al acrecentamiento y percibido la inseguridad reinante. Las muestras sin parangón de producción de drogas y los lucrativos derroteros del narcotráfico como Argentina y Paraguay, apuestan por una representación crucial. Los inconvenientes económicos de gran alcance que empeoraron fundamentalmente durante la crisis epidemiológica, sedujeron a más individuos al crimen organizado. Entretanto, la corrupción dominante de la zona ha otorgado la solvencia de toda una cadena de mercados ilícitos.
Dichos mercados no se circunscriben tan solo al narcotráfico, porque los grupos criminales se consagran al tráfico de personas, o al hurto de combustible, la tala y minería ilegales y extorsión. También, algunos grupos indagan aumentar su influjo sobre los negocios legales y apuntalar su intervención de las comunidades como medio para obtener otros secuaces y así expandir su base territorial.
De este modo, el nuevo paisaje criminal de América Latina posee consecuencias más allá de sus límites fronterizos. Estados miembros de la Unión Europea (UE) combaten contra un ascenso en el tráfico de cocaína hacia las costas europeas, conforme el continente se convierte en un destino predilecto para la exportación de la droga. La contribución intrarregional de alto nivel para replicar al narcotráfico y al crimen organizado se encuentra en gran parte apática.
Es de soslayar, que la colaboración de seguridad de Estados Unidos continúa desplegando un encargo significativo en Latinoamérica, pero su incidencia parece estar decreciendo, a medida que la asistencia financiera para el control de narcotráficos y la aplicación de ley en la región, principalmente en México, Centroamérica y Colombia, ha decaído tenuemente en los últimos años.
“Competir contra este fenómeno pasa por terminar con la impunidad de la que gozan numerosos actores estatales y rediseñar los parámetros del uso de la fuerza por parte del Estado”
Al objeto de apoyar a afrontar estos retos, la UE y sus Estados miembros deben poner todos sus esfuerzos en cuatro puntos concretos que al pie de la letra seguidamente enumeraré:
Primero, asistir “a los gobiernos socios a combatir el soborno y la corrupción a través de una combinación de políticas sólidas y una aplicación efectiva de ley, respaldada por una actuación policial con base en labores de inteligencia y apoyada por un mayor intercambio transfronterizo de información”. Segundo, con la finalidad “de incrementar la seguridad humana, respaldar esfuerzos para reducir la impunidad a través de inversión en la capacidad de judicialización; proteger a las víctimas y los testigos apoyando la creación de refugios y canales de denuncia seguros, y generar alternativas a la criminalidad a través de programas sociales y de empleo”.
Tercero, mejorar “los programas de asistencia técnica y desarrollo de capacidades de la UE para combatir el crimen, incluido el ‘Europa Latinoamérica Programa de Asistencia contra el Crimen Transnacional Organizado’ (EL PAcCTO) y el ‘Programa de Cooperación entre América Latina, el Caribe y la Unión Europea en materia de políticas de drogas’ (COPOLAD)”.
Y cuarto, hacer valer “la cumbre entre la UE y la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC) para establecer una agenda de trabajo sobre crimen organizado con los líderes de la región, centrándose en temas desafiantes como la cooperación intrarregional, negociaciones con grupos criminales y formas para reorientar los esfuerzos antinarcóticos que con demasiada frecuencia resultan dirigidos contra los más pobres y vulnerables”.
A día de hoy, la extenuación de las instituciones democráticas, las elevadas cotas de corrupción y la excesiva desproporción han hecho de América Latina el caldo de cultivo perfecto para el crimen organizado. La inseguridad e inestabilidad coligadas al crimen organizado se enraizaron por vez primera en la década de 1980. Aunque permanecen los mecanismos de actividad delictiva organizada, los automatismos de la violencia selectiva y la confabulación con las fuerzas políticas y negocios legítimos, el panorama de los mercados ilícitos dan la sensación de no tener fin.
Particularmente, la contención estatal frecuentemente materializada con un fuerte apoyo de Estados Unidos, ha desbaratado las organizaciones jerárquicas tradicionales que maniobraban bajo una atribución central y colaboraban en múltiples mercados clandestinos. Como ejemplo, extrayendo y comercializando drogas, así como realizando secuestros y asesinatos. Los típicos carteles de la droga, como los de Cali o Medellín en Colombia, o los de Guadalajara o del Golfo en México, han dado lugar a otros grupos criminales más pequeños y ambiciosos, resueltos a buscar otras disyuntivas inicuas en lugar de pender de mercados concretos.
Actualmente, Colombia aloja una multiplicidad de grupos claramente criminales junto con otros grupos armados que armonizan propósitos supuestamente sediciosos con la generación de ingresos subrepticios. Se presume que unos 24.000 seguidores hacen parte tanto de grupos armados como del crimen organizado, en espacios urbanos y rurales. En atención a un estudio de datos elaborado por ‘Crisis Group’, la cuantificación de grupos criminales en México se reprodujo entre 2010 y 2020, alcanzando más de doscientos.
Evidentemente, las empresas criminales más pequeñas no siempre tienen afianzada su conservación. En Nariño y Cauca, en Colombia, o Michoacán y Guerrero, en México, los grupos ilegales han de enfrentarse habitualmente en acciones territoriales. Los jefes criminales suelen arrastrar intervalos discretos: los asesinatos, arrestos y extradiciones son situaciones frecuentes. Pero, a su vez, las economías criminales más extensas se han vuelto más tenaces, en parte porque las oleadas de ingresos que ayudan a financiar protección política e impunidad judicial, se han vuelto menos sensibles a las incertidumbres imprevistas. Una parte del poder de los grupos criminales puede imputarse al progresivo peso que despliegan sobre las comunidades en las que traman. En Colombia, grupos como el Clan del Golfo, procuran beneficios como la edificación de escuelas e incluso entregan juguetes para ganarse incondicionales en los departamentos por los que se extienden.
No obstante, estos grupos no se condicionan a proporcionar beneficios para implantar su superioridad: la práctica del confinamiento impuesto mediante el que exigen a los afincados a persistir enclaustrados en sus casas y renunciar de salir a trabajar o marchar a la escuela, se ha extendido. Más de mil individuos fueron víctimas de aislamientos forzosos en 2022, muchos de ellos integrantes de comunidades indígenas y afrocolombianas a lo largo de los litorales del Pacífico. De hecho, grupos criminales y otros grupos armados están interesados en apoderarse estas comunidades a sus contrincantes, porque suelen estar concentradas próximas a puntos de exportación a mercados internacionales o regiones críticas para negocios sumergidos.
En algunas ocasiones, los grupos criminales locales arrendan territorios a empresarios que pretenden elaborar o trasladar drogas, que más tarde expiden a los mercados. Este modus operandi de franquicia y asociación ha otorgado que los mercados de drogas ilícitas progresen y se amenicen.
Sabiendo que la producción y el envío de drogas de naturaleza vegetal siguen siendo una ocupación delictiva de envergadura en México, el estado igualmente se ha convertido en un demandante transcendental en la producción y el tráfico de metanfetamina y opiáceos sintéticos a Estados Unidos. Las confiscaciones de fentanilo en México se han ampliado en más de mil por ciento desde 2018. Los imponentes rendimientos del tráfico de drogas sintéticas financian rivalidades territoriales entre los carteles de Sinaloa y Jalisco, lo que causa gran parte de esta violencia mortífera.
En Colombia, el Clan del Golfo presumiblemente cobra impuestos a otros narcotraficantes que transitan por su territorio, según el acuerdo de culpabilidad expuesto a los tribunales norteamericanos por su exlíder extraditado Dairo Antonio Úsuga (1971-51 años), alias Otoniel. Además, el Clan maneja recorridos de tráfico de migrantes a través del Tapón del Darién entre Panamá y Colombia. Al igual que trama redes de extorsión y utiliza varias combinaciones con empresas privadas legítimas en el Norte.
En otros sectores de América Latina han aflorado otros centros criminales en espacios que proporcionan ventajas estratégicas a los narcotraficantes y les otorga fraguar otros enlaces entre grupos transnacionales, bandas locales y funcionarios corruptos en prisiones, fuerzas policiales y tribunales. Las localidades portuarias de Rosario y Guayaquil, en Argentina y Ecuador, respectivamente, así como Panamá, Paraguay y Costa Rica, se han visto arrasadas por impresionantes resortes de violencia. Análogamente, grupos criminales en Ecuador han amedrentado a las comunidades locales con formas violentas como colocar cadáveres en puentes peatonales, hacer estallar explosivos en establecimientos y círculos residenciales, así como decapitar a componentes de grupos tribales.
A resultas de todo ello, el país aglutina una de las valoraciones de homicidios de más resuelta intensificación, siendo 2022 el año más funesto desde que se contabilizan estos recuentos. El esparcimiento del Primer Comando de la Capital de Brasil, la fuerza criminal más importante y una de las más activas de América Latina, desenmascara el ascenso de la violencia letal en el Este de Paraguay.
La propagación y transformación de los grupos criminales en Latinoamérica ha llevado aparejado un desenvolvimiento en la extorsión y los delitos ambientales más pronunciado. Estas operaciones ilícitas son menos provechosas que el narcotráfico, pero se han vuelto cada vez más atrayentes porque producen ingresos comparativamente estables con un menor riesgo y permiten multiplicar el control sobre las comunidades. En los estados del Norte de Centroamérica como Honduras, Guatemala y El Salvador, se estima que las redes de extorsión llegan a reembolsarse hasta mil cien millones de dólares al año. Según antecedentes militares, en Colombia los casos de extorsión revelados se han acrecentado un 40% en los primeros tres meses de 2023, en paralelo con la misma etapa del año anterior. Latinoamérica, donde se halla poco más o menos la mitad de los bosques tropicales, y en particular la selva amazónica, es igualmente un punto crítico para los excesos ambientales.
En muchas ocasiones, este comercio ilícito se entreteje con otros recursos criminales, como el narcotráfico. Pongamos como ejemplo los troncos huecos, que se emplean para encubrir cargamentos de cocaína. Los traficantes igualmente esgrimen la ganadería para lavar dinero, lo que tiene el efecto añadido de favorecer la deforestación en Brasil, Bolivia y Colombia. Desde periodistas hasta defensores ambientales y líderes indígenas, se enfatizan entre las víctimas de los grupos criminales que actúan en la selva.
La violencia de género también ha ganado protagonismo en algunas zonas, soliviantada por la realidad general de abuso y violencia extrema avivado por los grupos criminales. Zacatecas, cuyo establecimiento al Norte de México lo ha convertido en un área pretendida por las bandas que utilizan rutas de tráfico. Además, registra la cuarta tasa de homicidios más elevada. Las estimaciones de desaparición de mujeres se acentuaron en 2022 en un 50%, con la mayoría de las víctimas entre los diez y diecinueve años. Otras tipologías de violencia de género se han extendido a medida que se han prolongado las intervenciones criminales.
Estas mutaciones en las configuraciones y la operación del crimen organizado han concordado con variaciones en los vínculos entre los grupos del crimen organizado y el propio sistema político. En vez de pretender acaparar las instituciones estatales o desafiar a las fuerzas de seguridad en defensa de sus negocios, los grupos criminales han bordado moderadamente redes de influencia con las autoridades y comunidades locales, coordinando la amenaza violenta con metodologías sofisticadas, como financiar campañas electorales para sus pretendientes locales predilectos o imposibilitar que ciertos aspirantes realicen campaña en superficies explícitas.
De esta forma, los grupos agrandan las posibilidades de que las autoridades pasen por alto sus actos ilícitos o incluso intervengan en ellas. Cuando las políticas consignadas a atajar el crimen organizado en América Latina han tenido efectos efectivos, su impacto ha tendido a desvanecerse prontamente.
Las administraciones latinoamericanas, exasperadas por apaciguar el recelo de los ciudadanos, han optado por puntos de vista de mano dura, que disponen el empleo coercitivo de la ley, el ejercicio de fuerzas militares para el cuidado interno, prendimientos masivos y castigos cada vez más despiadados.
Sin embargo, a medio y largo plazo, estas visiones no han eliminado el crimen organizado, sino que han inducido a que éste acoja otras disposiciones que le consienten sortear o aguantar las medidas implacables del Estado, por momentos mediante el complot con los funcionarios públicos.
Tómese como muestra, las duras políticas de aplicación de la ley en el Norte de Centroamérica, que acabaron convirtiendo las cárceles en núcleos en los que las pandillas se constituían, fortalecían la identidad y agrandaban sus redes de extorsión. El rumbo de mano dura igualmente ha impulsado un crecimiento en los cumplimientos extrajudiciales, frecuentemente a merced de las fuerzas parapoliciales.
Curiosamente, una aproximación absolutamente opuesta, como la de iniciar diálogos con grupos criminales para conseguir su desmovilización, de igual forma adquiere una reseña decepcionante a largo plazo. La amplia mayoría de las decisiones de desmovilización de grupos criminales se han visto afectadas por los elevados registros de reincidencia entre sus antiguos integrantes. Distíngase lo que aconteció después de que los paramilitares colombianos depusieran las armas entre los años 2003 y 2006: de los 55.000 seguidores desmovilizados, el 20% no se abstuvo de cometer delitos entre 2006 y 2012.
En definitiva, la UE y sus Estados miembros deben apuntalar los esfuerzos regionales para simplificar el impacto que amasa el crimen organizado en la seguridad, así como las competencias que sugiere para el respeto por el Estado de Derecho y la política pacífica y democrática. Así, la aspiración como compensación a las posiciones de mano dura que pueden ganar peso político con excesiva facilidad cuando las comunidades viven cohibidas.
“Si bien, el conocimiento sobre el crimen organizado y la violencia criminal en América Latina prosperan, la conmoción de estas ideas y sus resultados de exploración en la enunciación e implementación de políticas públicas es bastante reducida”
Como elección, la UE y los Estados miembros deben suscitar decisiones que concierten el desarrollo de la capacidad para una aplicación de la ley de modo positivo con programas económicos y sociales, comprendidos los que poseen como empeño facilitar medios de vida lícitos a las comunidades debilitadas.
Primero, la UE y los Estados miembros han de favorecer políticas consistentes de lucha contra el soborno y la corrupción, incluyéndose la instauración de controles financieros más precisos y agencias de auditoria independientes para inspeccionar las finanzas públicas, y procurar vigorizar el proceder policial asentado en actividades de inteligencia al objeto de ayudar a garantizar la observancia de estas políticas.
Los esfuerzos prestados en la administración de la ley pueden verse consolidados por el intercambio preceptivo de información entre las direcciones europeas y latinoamericanas. La UE ha de defender las iniciativas de reforma penitenciaria designadas a contener el uso de las penitenciarías como centros de operaciones de los grupos criminales, brindando a los presos con oportunidades de formación y educación en su encierro.
Segundo, los donantes europeos deben volcarse en ayudar a los gobiernos regionales a disminuir las estimaciones de impunidad y brindar con más seguridad a las víctimas. Con este designio, es preciso mantener los esfuerzos para avanzar en las capacidades de investigación de los servicios de las fiscalías, instituir otros canales para que tanto las víctimas como los testigos impartan información sobre delitos, y creen refugios para personas vulnerables que hayan informado de delitos violentos, en particular, las mujeres. Mismamente, ha de encaminarse ideas comunitarias que sondeen mitigar la violencia, como programas sociales y de empleo para jóvenes en contextos de vulnerabilidad con la finalidad de neutralizar la delincuencia y la violencia.
Y tercero, la UE y los Estados miembros les incumbe contemplar un mayor apoyo e impulso a los esfuerzos producidos de cooperación regional existentes para lidiar el narcotráfico.
Perceptiblemente, estos envuelven la incipiente alianza entre Colombia y Ecuador para salvaguardar su frontera compartida y un esfuerzo encabezado por Brasil para comprimir la deforestación en el Amazonas, que podría valer como plataforma hacia programas de alianzas regionales en mayor grado. En paralelo, los donantes europeos podrían amplificar la inversión en iniciativas de asistencia técnica para luchar contra el crimen organizado y el narcotráfico, como el PAcCTO y COPOLAD; proseguir alentando los esfuerzos para conseguir una mayor cooperación policial latinoamericana, incluyéndose la Comunidad de Policías de América y actualizar la programación en respuesta al tornadizo horizonte criminal de la zona.
En consecuencia, las investigaciones sobre el crimen organizado y la violencia criminal en América Latina han derivado en importantes avances teóricos y empíricos. Conceptuaciones como gobernanza criminal, introducidos para juzgar la participación de grupos de crimen organizado en la ordenación de múltiples carices de la vida social, han terminado trascendiendo en la región. Igualmente, existe un mayor entendimiento sobre la idiosincrasia de estos grupos y las conveniencias en las que sistematizan los mercados clandestinos. Esto, sin lugar a dudas, es el fruto de un profundo diálogo interdisciplinario para dar visibilidad a estos fenómenos.
Si bien, el conocimiento sobre el crimen organizado y la violencia criminal en América Latina prosperan, la conmoción de estas ideas y sus resultados de exploración en la enunciación e implementación de políticas públicas es bastante reducida. Muchas de las políticas para verificar el crimen organizado por regímenes de derecha o de izquierda, permanecen asentadas en la impresión de que éste es únicamente el producto de la astenia o laguna estatal y compitiendo por políticas de mano dura.
En buena medida, competir contra este fenómeno pasa por terminar con la impunidad de la que gozan numerosos actores estatales y rediseñar los parámetros del uso de la fuerza por parte del Estado.
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