Hace ya casi medio siglo mi padre se encontró con un joven. Hablaba poco, sus gestos eran medidos y sus palabras, las justas. Sin embargo tenía una mirada tan positiva como directa y la mayor fortaleza estaba en sus manos. Acababa de conocer a Mustafa Arruf. Un escultor y artista admirable que tenía por delante años de genialidades. Con Arruf, Melilla ha tenido un autor sin igual, que ha decorado y llenado espacios en el sentido más literal del término.
Las obras que fue levantando a lo largo del tiempo marcaron un estilo propio, diferente, pero sobre todo bello. Como escultor nunca estuvo atado a los tamaños. Podía concebir una escultura inmensa y al mismo tiempo una que sirviera como elemento decorativo de un salón; dominaba las figuras abstractas como las de un rostro homogéneo. Supo combinar la flexibilidad creativa con una fuerte disciplina académica, tanto en el hecho de recibir las pertinentes enseñanzas, como posteriormente darlas. Las curvas de sus esculturas marcaron una personalidad y firma que eran fáciles de reconocer, en especial porque parecían no tener fin y además tienen la extraña capacidad de dirigirse a los cuatro puntos cardinales y a ninguno al mismo tiempo.
Recuerdo con cariño sus visitas en el hogar de mis padres, donde se desarrollaron intensas charlas sobre Miguel Angel, Bernini, Donatello, Botero o Henry Moore, al tiempo que con un poco de barro daba vida a sus primeras creaciones, en lo que era nuestro patio. Puedo decir con orgullo que fui testigo de primera mano de cómo los trozos de arcilla húmeda iban tomando vida ante mi. Era algo verdaderamente mágico.
Su casa, cabe decir mejor el edificio en donde residía es el epítome perfecto del escultor. Básicamente todo su espacio está diseñado para ejercer como lo que era, un trabajador del espacio. El resto, la parte habitable, es modesta y práctica. Lo importante en esa singular construcción, en la que pude estar varias veces era crear, lo demás era secundario.
Modesto y discreto hasta el extremo, nunca usó en demasía las redes, lo que hizo que no se le reconociera en lo que merecía. La fama -yo se lo señale en varias ocasiones- hay que alimentarla, pero el sonreía ante mis palabras. Hemos perdido un genio de los que aparecen uno por generación. Su pronta desaparición nos deja huérfanos de las muchas obras que podría haber realizado. España se ha quedado sin un gran artista, Melilla sin un creador magnífico, y yo sin un gran amigo. Mustafa Arruf, el escultor infinito.
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