Opinión

Multipolaridad, inestabilidad y crisis del orden regional en Oriente Medio

Era un grito a voces que Estados Unidos optaría por reorientar sus esfuerzos estratégicos, hasta entonces invertido en Oriente Medio hacia el área Asia-Pacífico, lo que sugería acometer un reajuste de su protagonismo militar.

Si bien, aunque las dinámicas regionales han imposibilitado llevar a término dicho acomodo, la desconfianza que esta mera probabilidad induce en unión a las derivaciones ocasionadas por las ‘Primaveras Árabes’, han apremiado a las potencias regionales a examinar su representación de relaciones, dando origen a un orden regional todavía en marcha, que, incuestionablemente, circula en torno a cuatro fuerzas centrífugas de poder contrapuestas entre sí.

Y, como no podía ser de otra manera, esta amalgama indeterminada concreta un sistema multipolar descentrado y altamente inconsistente.

Luego, en este entramado enrevesado de vínculos, es a lo largo y ancho del eje Irán-Israel donde la incertidumbre adquiere su máximo realce, por lo que las situaciones que repercuten en uno u otro de sus frentes son los que mayor potencial dañino esconden para hacer caer la balanza en el sistema.

Con lo cual, es preciso retrotraerse en el tiempo hasta alcanzar el año 2008, jornadas antes de la consumación de su segundo y último mandato, cuando el Presidente George Bush (1946-75 años) convenía con el Gobierno Iraquí la retirada de las tropas estadounidenses desplegadas desde la campaña militar, que en 2003 había llevado al derrocamiento de Sadam Husein (1937-2006).

Con esta determinación Estados Unidos estampaba un cambio acusado en el rumbo de su política exterior para Oriente Medio, concluyendo con décadas de sostenida ampliación de una presencia militar que, sin embargo, en poco había ayudado a la estabilidad regional. Además, enteramente complementada por Barack Obama (1961-60 años), esta decisión llevó al repliegue de los últimos soldados el 18/XII/2011.

Pocos imaginaban que los americanos se verían obligados a retornar apenas tres años más tarde, pero en aquellos instantes quedaban pocas conjeturas de que, más allá de enfoques o beneficios partidistas, la disminución de su traza en Oriente Medio había pasado a ser una materia de interés nacional.

De modo prácticamente paralelo, en las postrimerías de 2010 tenía su génesis la oleada de protestas callejeras que, reivindicando la dignidad, los derechos humanos, la libertad y la democracia, se esparció por el universo árabe con varias ramificaciones, culminando en el peor de los escenarios como aconteció en la República Árabe Siria o en el Estado de Libia con conflictos armados de proporciones significativas.

Obviamente, no puede establecerse una correlación causa-efecto entre ambos sucesos, pero lo que sí es cierto, que uno y otro terminaron por imbuir a los representantes regionales del menester de adecuarse a un contexto que escapaba a su control e inquietaba con atropellarlos. De esta manera, se desataría un procedimiento de modificación de sus tratos de poder que, a la largo plazo encendería otro orden geopolítico.

A resultas de todo ello, es dificultoso presagiar cómo será la hechura evidente de este orden emergente, aunque ya se pronostican las que podrían ser sus líneas maestras. Para ello, de principio hay que incrustarse en los rastros que las ‘Primaveras Árabes’ ejercieron en las diplomacias a nivel regional y que dispusieron un andamiaje de componentes incompatibles para, a continuación, apuntar el peso que la competitividad geopolítica de las potencias globales desempeña en su conjunto.

Así, desde sus primeros intervalos la manifestación de las ‘Primaveras Árabes’ se observaron como una corriente transnacional que venía a escindir las raíces de unos regímenes, en mayor o menor dimensión autocráticos, que ejecutaban su dominio sobre sociedades en las que el sentimiento de pertenencia a una nación árabe determinada, estaba por encima de las identidades nacionales.

Una atmósfera favorable para la irradiación por medio de fronteras artificiales de una anomalía alarmante.

Para las direcciones locales, tras el hervidero de reproches la caída de los mandatarios Ben Ali (1936-2019) en la República Tunecina, y Hosni Mubarak (1928-2020) en la República Árabe de Egipto, ponían en entredicho el grosor de la advertencia y la persistencia en el poder se erigió en la primera de sus motivaciones. Las réplicas se orientaron en indagar su propia salvaguardia, pero no todos lo causaron de la misma forma, ni con el mismo talante.

Adelantándome a lo que posteriormente fundamentaré, es preciso referirse a los pueblos árabes que integran una única nación con su sentimiento de pertenencia, bien, apartado por límites fronterizos contrahechos o con cada población haciendo alarde de sus especificidades y, por último, aquellos territorios árabes que componen estados diferentes fusionados por frágiles afinidades.

Para algunos, como acaeció en el Reino Hachemita de Jordania o en el Estado de Kuwait, sería suficiente un vaivén en el Gobierno para sosegar los ánimos y controlar el entorno.

En cambio, para otros, como el Reino de Arabia Saudita, el Sultanato de Omán o el Reino de Marruecos, ciertos beneplácitos a modo de modestas reformas lograron la misma trascendencia, seguidos de las monarquías del Golfo con voluminosas irrigaciones de dinero en la fórmula de aumentos salariales de dependientes públicos o subsidios productivos de bienes de consumo o productos energéticos.

Es consabido, que cuando era irremediable no se titubeó en hacer uso de la fuerza para contrarrestar las desaprobaciones, como sucedió en el Reino de Bahréin, pero aquellos que no fueron competentes para controlar estas coyunturas, como Siria, Libia y la República del Yemen, con el paso del tiempo acabaron sumergidos en feroces guerras civiles.

De la diversidad de episodios, Egipto y, por otro, Siria y la República de Iraq, los que más resonancia adquirieron en la convulsión del orden regional. Y lo originaron no solo por las implicaciones del orden interno, sino porque cuanto sobrevino en ellos, paulatinamente acaloró las tiranteces precedentes en la zona, como la enemistad entre la República Islámica de Irán y Arabia Saudita, cuyos efectos desencadenantes se dejaron entrever en la guerra en Yemen, el conflicto palestino-israelí o el laberinto entre la República de Turquía y el Partido de los Trabajadores de Kurdistán, por sus siglas, PKK, que se ha generalizado al Norte de Siria.

"El pulso entre potencias, las protestas sociales y el gas alimentan la inestabilidad de Oriente Medio, estando angostamente coligada a la subversión de los transitorios equilibrios que digieren el orden regional"

Miremos sucintamente la cuestión de Egipto, en el que es paradigmático y aunque las dificultades habidas en este país asumen su foco en motivos internos, sus repercusiones centellean con ímpetu al margen de sus fronteras. Sin duda, el quid residió en la penetración del islam político simbolizado por los Hermanos Musulmanes, HHMM, como organización que apenas contribuyó en los cursos preliminares de las revueltas, pero que apresuradamente se hizo con la supremacía política.

Inexcusablemente, alrededor del Golpe de Estado de Abdelfatah El-Sisi (1954-67 años), que los desalojó del poder con el desbocado soporte saudí-emiratí modulados por dos bloques hostiles entre sí, y que establecieron una quiebra geopolítica que no ha hecho sino más que agrandarse. Posteriormente, en un flanco se emplazaron las naciones identificadas con la organización, como Turquía y el Estado de Qatar, y en lo inverso, aquellos que la entendían como una provocación para su estabilidad interna y la habían ilegalizado. Llámense Bahréin, Emiratos Árabes Unidos, Arabia Saudita y Egipto.

Poco se trabajó desde las demarcaciones occidentales para invertir la realidad en Egipto y para no pocos de ellos, valga la redundancia, la expulsión e ilegalización de los HHMM en el fondo recibido con alivio. Acorralados por el nuevo régimen, apenas nada queda de la estructura operativa de la organización en Egipto y la amplia mayoría de sus líderes hallaron protección en Qatar y Turquía.

El continuo territorial constituido por Siria e Irak es el segundo de los marcos que más eco han conllevado en los equilibrios regionales. Dispuesto estratégicamente entre los grandes polos de poder, el pistoletazo de las revueltas contra el régimen autocrático de Bashar al-Ásar (1965-57 años) junto con el desierto producido en Irak tras el repliegue estadounidense en 2011, crearon el caldo de cultivo idóneo para la creciente interposición de sus enérgicos vecinos.

Primero, Irán, conviniendo de conservar administraciones conexas a ambos estados; segundo, los países del Golfo, en apoyo de diversas facciones de oposición; tercero, el Estado de Israel, para restringir el esparcimiento iraní y aliados, fundamentalmente, la organización musulmana chií libanesa Hezbolá; y cuarto, Turquía, para intentar deponer a al-Ásar y aplacar el ensanchamiento de una entidad kurda independiente con engarces atribuidos al PKK.

Realmente, la intrusión de estos actores que ha ido en gradual progresión, se debe más a una tentativa de ganar calado estratégico, que a practicar una superioridad de estas esferas. A escala regional, esta depresión estratégica puede descifrarse bajo el raciocinio del existencialismo ofensivo.

En otras palabras: se trataría de fraguar mano dura en estos ámbitos para prescindir que otra potencia contendiente lo ejerza. Producto de esto ha sido la multiplicación de innumerables conflagraciones, en las que los combatientes regionales sortean como buenamente pueden el enfrentamiento directo, pero que ha tenido y continúa teniendo, desenlaces catastróficos.

A tenor de lo dicho, mucho se ha escrito sobre la naturaleza sectaria de la conflictividad en Oriente Medio, interpretando por tales, la pugna crónica entre el islam suní y el islam chií. Esta segmentación alimenta su categoría en las correspondencias de poder entre los estados, pero no ha de sobreestimarse.

En el trazo realista perceptible en el párrafo previo, la pluralidad religiosa vigente en toda la comarca, proporciona ocasiones para ejercer valía en los territorios del entorno, pero el sostén a estas comunidades en raras veces totaliza una motivación para el funcionamiento de los gobiernos. Las lógicas suelen recaer en el orden geopolítico y de otra manera sería complicado intuir el refuerzo que presta Irán a grupos radicales suníes como Hamás.

Cada uno de estos lances cuyas consecuencias se han fortalecido recíprocamente, transigen un orden regional concatenados a cuatro puntas de iceberg que, bien aspiran a consolidar sus sugestiones estratégicas en su vecindario, lo que plasma un sector intermedio de desequilibrio que se prolonga desde el Golfo Pérsico hasta Libia, transitando por Irak, Siria, Líbano y el Mediterráneo Oriental; o valiéndose de las muchas luchas preexistentes como Yemen para importunar y descompensar a sus contrincantes.

Por lo tanto, estaría refiriéndome a un primer bloque formado por Turquía y Qatar, cuyos réditos no siempre se alinean con los de las grandes potencias globales. Turquía cristaliza una política exterior independiente y asertiva, con una gravedad definida de la capacidad de seguridad, mientras Qatar con cuantiosos recursos económicos, se sirve de considerable influencia mediante el automatismo de herramientas más propias del poder blando.

Y en la vertiente opuesta se ubica el aparato ‘anti-HHMM’, integrado por Arabia Saudita, Bahréin, Emiratos Árabes Unidos y Egipto, que tratan de sujetar el desenvolvimiento de Turquía e Irán.

En este mecanismo ‘anti’ que amplifica su proyección hacia el Mediterráneo Oriental, los Emiratos Árabes Unidos, básicamente satélite de Arabia Saudita, han ido extrayendo mayor valor y llevan a término una política exterior cada vez más autónoma, en consonancia a una potencia regional.

Un tercer polo es el figurado por Irán, adversario habitual de Arabia Saudita y cuyos intereses contempla desafiados, tanto por las naciones del bloque ‘anti’ como por Israel. La campaña prediseñada de acoso y derribo americana ha inducido a Irán a acercarse a la Federación de Rusia y la República Popular China, habiendo formalizado su aspiración de convertirse en miembro de pleno derecho de la Organización de Cooperación de Shanghái, OCS, empeño perseguido desde hace años, y la Unión Económica Euroasiática, UEE, encabezada por Rusia.

El cuarto polo atañe a Israel, para quien Irán sigue siendo su principal peligro. Actualmente sus operaciones militares en Siria, Irak y Líbano declaran precaver que Irán o sus satélites invadan posiciones desde las que consigan inquietar claramente su circunscripción. Sin inmiscuir, que sus intereses chocan con los de Turquía que trata de instituirse en el valedor de la causa palestina, apuntalando sin pretexto a Hamás en la franja de Gaza, además de afianzar una cota de tenacidad en la repartición de los recursos energéticos.

De hecho, su visión estratégica se ha visto ampliamente robustecida tras el preámbulo del ‘Acuerdo del siglo’, que quiere enmendar el eterno conflicto palestino-israelí y, sobre todo, por la rúbrica en 2020 de los ‘Acuerdos de Abraham’, por los que Bahréin y los Emiratos Árabes Unidos y, subsiguientemente, la República del Sudán y Marruecos, han reconocido y establecido lazos diplomáticos con Israel.

A decir verdad, intereses coincidentes, pero, sobre todo, contendientes comunes, han acercado posturas que han dado algún entendimiento dos a dos, sin formar asociaciones formales.Turquía y Qatar sostienen paralelismos pragmáticos con Irán que les otorga abandonar las posibles discrepancias para intervenir en parcelas específicas, como la lucha antiterrorista, mientras que el bloque ‘anti’, ha promovido una indudable proximidad a Israel, con la máxima de neutralizar el predominio iraní. Otros países como Omán, Kuwait y Jordania son potencias menores y liberan un influjo condicionado. A pesar de que no debe subestimarse su magnitud, los dos primeros como mediadores, o el último, como pieza clave en el devenir del conflicto palestino-israelí.

En esta alineación multipolar de asignación del poder, la inquietud se descubre a lo largo del eje que retrae a Israel e Irán y que supedita al resto de relaciones. Cuanto surge en este foco acaba redundando en el resto del sistema, y la supremacía militar abarca su fuste en una región agitada, estando asegurada por su capacidad nuclear y el apoyo categórico de su aliado norteamericano.

En consecuencia, el pulso entre potencias, las protestas sociales y el gas alimentan la inestabilidad de Oriente Medio, estando angostamente coligada a la subversión de los transitorios equilibrios que digieren el orden regional, acarreado por las vibraciones de tres circunstancias progresivas: la notoria por la ‘Guerra del Golfo’ en 1991, la instaurada por los ‘Atentados del 11-S’ y la que prosiguió a la ‘Primavera Árabe’ en 2011. Cada una sellaron de diversos modos la tendencia de la mutación regional, al igual que tuvo sacudidas turbulentas sobre la estabilidad, fracasando en el intento de sentar las bases para un reordenamiento factible y permanente.

La Guerra del Golfo dañó en grados cambiantes los dos puntales sobre los que había reposado el relato de la unidad regional hasta ese instante. La hegemonía estadounidense descargó el disparo de gracia al maltrecho panarabismo e indujo a una fractura de la unidad islámica, que al unísono instaló al islamismo radical no ya sólo en confrontación con Occidente, sino igualmente, en contra de los regímenes de la zona alineados con Estados Unidos.

El punto y final del bipolarismo despejó resquicios inexplorados para un reordenamiento regional con mediación americana, pero las particularidades y deferencias de Washington ayudaron a reforzar las inestabilidades. Remotamente de inspirar alguna propuesta de seguridad colectiva regional, Estados Unidos, prefirió un clientelismo militar que incentivó la carrera armamentística y coadyuvó a avivar el balance defensivo e implacable de gobiernos totalitarios.

Asimismo, las negociaciones multilaterales de paz entabladas en la Conferencia de Madrid fueron visiblemente un fracaso, y con la salvedad del Acuerdo jordano-israelí en 1994, dejaron exiguos logros reales. En tanto, el proceso de Oslo deteriorado por el encrespado recorrido de casi una década, acabó zozobrando en la violencia por la detonación de la intifada y el replique israelí.

Recuérdese al respecto, que, con la llegada del siglo XXI, perduraba una franja geopolíticamente no alineada con Estados Unidos que se alargaba desde el Afganistán talibán al Este, hasta los espacios palestinos invadidos por Israel, al Oeste, surcando por la administración islámica de Irán y los regímenes de Sadam Husein y Bashar al-Ásar en Iraq y Siria.

"El arrebato democratizador de la sociedad quedó aprisionado en el fuego cruzado del fanatismo gubernamental y de la oposición más radical, malográndose el anhelo de una creíble transición política"

Pero estos escenarios resbaladizos desde el matiz de Washington, no formaban una sucesión de engranajes articulados, sino que estaban rotundamente fragmentados y en algún sentido hacían de contrapesos entre sí. Toda vez, que los ‘Atentados del 11-S’ invirtieron el contexto, debido a la voluntad de la corriente neoconservadora dominante en la Casa Blanca de remodelar políticamente al sector, por medio de un existencialismo ofensivo impulsivo.

Las numerosas intromisiones militares y las imposiciones democratizadoras arrebujadas por la guerra contra el terrorismo, contribuyeron a excluir o minar los contrapesos reinantes, pero no consiguieron suplirlos por otras ponderaciones comparativamente estables.

Las alternativas políticas suscitadas en Afganistán e Iraq, más la hoja de ruta proyectada para los territorios palestinos, no obtuvieron el efecto transformador ambicionado y encallaron en una dinámica tediosa de violencia. Mientras que Siria y sobre todo Irán, sacaron pecho de la situación para escapar del ostracismo y continuar activos dentro de la partida geopolítica regional.

En vez de convertirse en modelo de estado árabe democrático, Iraq pasó a ser el corazón de la yihad contra el señorío norteamericano, cuyo choque alcanzó una estela regional superior que la infundida por la yihad afgana.

El resultar de la ‘Primavera Árabe’ enredó otro período en la fricción del orden regional que, en varios medios se evidencia. La amplitud de las condenas populares ahondó en forma inédita el trance político y social a escala regional, pero el contraste autoritarismo-democracia quedó irresuelto y con ella los inconvenientes estructurales y las desavenencias que avivan las antítesis en el seno de las sociedades contemporáneas de Medio Oriente.

Faltaría por focalizar en esta exposición, que los regímenes autoritarios se valieron del castigo y el manejo de técnicas intransigentes para entorpecer el poder y hacer frente a los movimientos de protesta. Con lo cual, el arrebato democratizador de la sociedad quedó aprisionado en el fuego cruzado del fanatismo gubernamental y de la oposición más radical, malográndose el anhelo de una creíble transición política.

Finalmente, la decadencia democratizadora y la rebeldía del autoritarismo y de las reservas promotoras del descontento social, animaron la acción de disyuntivas contestatarias extremistas, tales como la violencia sectaria e islamista. Y en su énfasis más incendiario, la espiral de violencia amotinó dolorosas e imperecederas guerras civiles en Libia, Yemen y Siria, que vertiginosamente se transformaron en cajas de repercusión de la inseguridad regional, donde los intereses geopolíticos con la beligerancia sectaria y yihadista estaban al orden del día.

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