Marisa Escámez (Melilla, 1967) publicó en 2017 un libro titulado ‘Juegos y tradiciones de la Melilla de ayer’ “lleno de fotos maravillosas de la Melilla antigua”. Pero no sólo es el libro lo que guarda esas imágenes, pues también su memoria, especialmente por lo que se refiere a algunas personas, como se verá a continuación.
Aunque su único hermano, cuatro años mayor que ella, sí nació en casa, ella ya vino al mundo en el antiguo Hospital de la Cruz Roja. Su padre trabajaba en los almacenes generales de Mohatar, “que era lo máximo en importación-exportación, una institución en Melilla”. Cuando llegaba al mediodía a casa, en el barrio del Real, pitando con su camión “maravilloso y estupendo” era increíble, sobre todo en una época en la que apenas había coches. Además, solía llevarles medias lunas de crema catalana y bizcocho.
Su madre era ama de casa hasta que un día sor Mercedes, también “una institución en el Real y una verdadera precursora del trabajo social en Melilla”, la invitó a hacerse profesora de corte y confección, una disciplina en la que tenía mucha experiencia y era muy diestra. Durante muchos años estuvo dando clases de costura a chicas jóvenes en los salones parroquiales de San Agustín.
Marisa se recuerda a sí misma “entre alfileres y tijeras” junto a la vía del tren que ocupaba el espacio donde ahora está el IES Miguel Fernández. El tren soltaba mineral y era, dice, “un espectáculo estar allí”.
Aunque cuenta que eran unos años “muy difíciles”, ella era realmente feliz. Su abuelo, Manolo ‘El aguador’, de quien ella es “orgullosa nieta”, vivía en casa con ellos. Ese orgullo es algo que Marisa lleva en su “ADN” y le sirve para transmitirle a sus hijos hoy en día, cuando es profesora de la UNED, que “del esfuerzo nace la recompensa” con su abuelo como ejemplo. “Era una persona humilde, trabajadora”, lo define, y añade que estuvo trabajando como aguador desde los 40 a los 70. Vivía en el Barrio Chino, donde cargaba carros de agua vendiéndolos por las casas de Melilla en una época en la que no había agua en los grifos, bien en cubos o en garrafas.
De pequeña, Marisa fue el CEIP Real. De allí recuerda, sobre todo, a su director, José Gambero, “otra institución, una persona que tenía un hálito de esperanza para todos aquéllos que necesitaban algo en un momento determinado”. Por ejemplo, si, para la foto de Navidad, los padres de algún alumno no podían pagarla, “él se inventaba algún trabajo en el colegio para que tuvieras la foto y tus padres pudieran comprarla sin sentirse diferentes”. En definitiva, “él buscaba la fórmula para que todos los niños fueran felices”. En catequesis, les regalaba cosas. Eran, dice, “sus niños, pero de verdad”. Ese afecto es algo que luego ella ha intentado transmitir a sus alumnos, aunque no es fácil, porque “el afecto no se imposta, se siente o no”. Pero él les hacía sentir a todos “importantísimos y únicos”. Si uno se ponía enfermo, como le sucedió a su hermano cuando lo operaron de apendicitis, lo visitaba todos los días y le llevaba libros, por ejemplo.
Hace años que murió, pero, antes de ello, Marisa fue una de las impulsoras del homenaje que se le tributó para reconocerlo como hijo predilecto de Melilla. Marisa aún recuerda su sonrisa y confirma que fue “un honor” ser su alumna. Siempre le decía, incluso en su reconocimiento, que ella podía montar una feria con cuatro macetas en un balcón. “Una persona cultísima, ilustradísima, un señor en toda la extensión de la palabra y estoy honrada de haberlo tenido como profesor”, asegura, ya que era una de sus preferidas, además, porque siempre estaba dispuesta a cualquier actividad.
De esa época, recuerda los juegos en el patio del colegio o en la calle, en el parquecito del Real, que más tarde fue rebautizado precisamente con el nombre de José Gambero. Una vida en la calle sin preocupaciones y transitada a base de saltos a la comba. Repite que, aunque algunas infancias son más felices que otras, la suya fue estupenda.
Bailaba con la señorita Pili y hacían festivales en el Auditorium Carvajal en verano, época en que solían ser despertados por los cabezudos y los vendedores de chumbos por el Real, entre ellos, los Cebrián en burro.
Todavía hoy conserva amistades de aquella época, como Luci Barón, compañera casi de pupitre, o Isi Marín. Para ella, todas estas cosas denotan la infancia feliz que ella tuvo.
También fue dichosa en su paso al IES Enrique Nieto y su promoción, de hecho, fue la que decidió, tras una encuesta que se les realizó a los alumnos, otorgarle el nombre en honor al arquitecto, ya que anteriormente era el Instituto número 2 o Instituto Nuevo en contraposición al número 1 o Instituto Viejo, que era el actual IES Leopoldo Queipo. Aunque el modernismo ya formaba parte de la ciudad, Enrique Nieto no era aún tan conocido, pero ella y sus compañeros decidieron que el centro debía llevar su nombre.
Del instituto le vienen a la mente más nombres. Gente que aún está viva, como José Luis Estrada. O el director, Enrique Álvarez, quien se dirigía a ellos por el don o doña más su apellido. Ella era doña Escámez. También recuerda a Rafael Gutiérez Lara, profesor de Historia.
Hubo también viajes de estudios “maravillosos”, primero en el colegio a Portugal y luego en el instituto a Galicia -“un viaje precioso”- y a Córdoba. José María Antón era el director del grupo teatral Concorde, de la que Marisa formaba parte. Hacían giras que le permitieron descubrir el Teatro Romano de Mérida, donde interpretaron una obra, el Ateneo de Madrid o el Ateneo de Málaga. Con el hijo de José María Antón, quien se llamaba igual y que luego fue director del Instituto Cervantes en Nueva York -“o sea, nivel ‘top’”-, hicieron “un trabajo buenísimo sobre la España islámica” y luego los premiaron con un viaje para visitar todos esos lugares –como Madrid, Sevilla y Córdoba- con la subvención del Ministerio de Cultura. Un viaje “maravilloso” y difícil de olvidar, sin duda.
Igualmente, Marisa hizo sus pinitos en los medios de comunicación. Empezó en el programa ‘La banda de los corazones solitarios’, de la cadena Ser, con José Manuel Guirval e Isabel Morán, quienes pasaban por su casa a recogerla para llevarla a la emisora y luego la llevaban de vuelta. Ella tenía alrededor de 15 años y su madre, claro, estaba como unas castañuelas, porque, como la estaba oyendo en la radio, sabía que no estaba haciendo nada malo por ahí.
Siguió mucho tiempo en la radio y también en Televisión Melilla –donde dirigió y presentó el programa infantil ‘La nube mágica’- y disfrutó de lo que hacía. Lo que empezó como ocio –‘La banda de los corazones solitarios’, la radio y el teatro- se convirtió luego en un trabajo.
Para divertirse, además de todo esto, iba a “un lugar maravilloso, de una decoración exquisita para la época y para aquel momento”. Se llamaba –muchos lo recordarán- El Paraíso, decorado en negro y luego en morado, “un espacio completamente diferente a todo lo que había en Melilla”. Lo dirigían Manolo y su mujer, de Salamanca, y tenía espejos en las paredes.
Ella iba allí por las noches con Ana Fortes, la encargada de poner la música y a quien quiere mucho de los tiempos de la radio. Todas las noches veía a un chico jugando a la máquina del ‘pinball’ con una sola moneda. Una noche se aproximó a él para preguntarle si le quedaba mucho.
-“Sí, como todas las noches”.
-“Es que yo quiero jugar”.
-“¿Sabes jugar?”
Ela le dijo que sí, aunque en la vida había jugado, y enseguida se le coló la bola.
-¿No sabías jugar?”
-“Sí, pero es que me he puesto nerviosa”.
Fue la primera conversación de una relación que acabó durando 38 años. De hecho, cuando acabó el instituto, se casaron. Él era militar y, como Marisa tenía claro que quería seguir formándose, estudió en el Hospital Militar para dama de sanidad militar, que es una enfermera militar en caso de guerra. Todas las mañanas salían juntos vestidos de militar, él a lo suyo y ella a su formación de enfermera.
Durante mucho tiempo Marisa trabajó en el Hospital Militar, pero siguió estudiando. Primero, técnico de Educación Infantil, lo que le sirvió para aprobar las oposiciones al Imserso, donde estuvo trabajando. En la universidad, estudió tres carreras, además de másteres y doctorados y ha acabado dando clases en la UNED.
Él murió, hace cinco años ya, pero, aunque triste, evidentemente, Marisa dice que cualquiera mataría por haber vivido un año lo que ella vivió casi 40. Les dio tiempo a tener “dos hijos maravillosos”, Mateo y Beltrán, a quienes define como “el complemento perfecto a esos años de amor”.
Como anécdota, cuenta que ellos ya no vienen -como ella, que era de tercera generación-, de una generación de melillenses auténticos, puesto que el padre era de Murcia, donde murió -porque tenía claro que quería morir allí-, aunque no sin antes haber viajado con Marisa a países como Rusia, Jordania o los Estados Unidos. “No es nada habitual ni fácil que haya tercera generación de melillenses, porque son gente que viene de otras ciudades”, cierra.
A sus 57 años, en definitiva, le ha dado tiempo de cumplir muchos sueños, vivir muchas experiencias y hacer muchas cosas. Entre ellas, escribir un relato breve, titulado ‘Los tesoros de Bissabi’, con el que obtuvo un accésit en el certamen de relato corto Encarna León en el año 2007.
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