La mayoría de las comunidades autónomas que ya están repartiendo el dinero del fondo de contingencia de 300 millones que habilitó el Ministerio de Derechos Sociales para las comunidades autónomas tras decretarse el Estado de Alarma por el coronavirus está destinando esa partida a ayudas económicas directas a las familias, especialmente a las numerosas y las monoparentales, las más golpeadas siempre por las crisis.
Los políticos han entendido, al menos en otros puntos de España, que en estos momentos, la gente lo que necesita es que le echen una mano para pagar los recibos del agua y la luz, que seguramente este mes serán más abultados porque estamos el día completo en casa. Pero también es necesario para comprar medicinas y alimentos.
No le demos más vueltas porque ahora no cabe hablar de picaresca. En general estamos todos jodidos y en nuestro caso particular no existe, ni siquiera, la posibilidad de agarrarse a la economía sumergida como los náufragos a una tabla de salvación. La frontera está cerrada y sin contrabando; sin frutas ni pescado e incluso sin trapicheo de droga no hay dinero en B por ninguna parte.
El reto es grande, pero no queda otra que subir esta cuesta. Marruecos nos ha cerrado la frontera y cuando empezábamos a acostumbrarnos, de pronto hemos tenido un salto a la valla y justo ayer el PP, haciéndole ojitos al electorado de Vox, pidió la repatriación de los 53 subsaharianos que burlaron a los ‘mejanis’ y se saltaron el blindaje de Nador ante el coronavirus.
Tiene narices que no podamos devolver a sus casas a los marroquíes que quedaron atrapados en nuestra ciudad y cuya manutención nos sale por un ojo de la cara y, en cambio, recibamos inmigrantes que consiguen burlar la vigilancia y el estado de excepción decretado en el país vecino para frenar el contagio del Covid 19.
Pedir a Marruecos que acepte la repatriación de esos inmigrantes es hoy una quimera. Si los aceptara deberíamos aprovechar para incluir en la deportación también a los trabajadores, hombres y mujeres humildes, que han quedado atrapados lejos de sus casas, de sus familias y que viven en condiciones difíciles en el V Pino porque Melilla no tiene margen de improvisación. Aquí hay lo que hay. Esto no es Madrid ni para lo bueno, ni para lo malo.
Hay que reconocer que pese a que seguimos sin tests para el 100% de la población, de manera que podamos todos comprobar si tenemos o hemos tenido ya el Covid 19, Melilla es la tercera autonomía con menor incidencia de esta pandemia, sólo por detrás de Canarias y Murcia. Yo creo que tenemos que agradecerlo, y que conste que esto no tiene ningún fundamento científico, a esos anticuerpos que hemos forjado a fuego, aguantando las gripes malas que nos trae el viento de Levante en cualquier época del año.
No quiero, no obstante, restarle mérito al respeto por el confinamiento, que la mayoría de los melillenses estamos siguiendo rajatabla. Es duro, los días se hacen muy largos, pero poco a poco vamos restándole noches al calendario. Para el 26 nos queda ya un poco menos. Yo lo veo lejos, muy lejos, pero me animo con aquellos versos de Lennon: “Un día, si después de la guerra existe un día, te cogeré en mis brazos y te haré el amor. Si después de la guerra tengo brazos, si después de la guerra existe el amor”.
Ésta puede que sea la Semana Santa más rara de nuestras vidas. Quizás este confinamiento durísimo sirva de aliciente para que el año que viene nos quedemos en nuestra ciudad para disfrutar de nuestras playas y paseos y para ver o a participar en las procesiones. Nuestros empresarios necesitan que cada uno de nosotros haga un esfuerzo por salvar la ciudad. Esto, como todos sabéis, es un castillo de naipes. De todos depende que no se venga abajo. Los políticos deben hacer todo lo que este en su mano, pero es evidente que no hacen ni pueden hacer milagros. El milagro tenemos que hacerlo todos.
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