Mercedes Castaño nació en Ferrol, de donde eran sus padres, en el año 1945, “justo en la noche de San Juan”. En mayo de 1948, cuando su hermana ya tenía un año, la familia se trasladó a la ciudad autónoma porque a su padre, “un militar sin vocación a quien la guerra hizo militar”, le habían dicho durante su paso por la academia que en Melilla se cobraba un sueldo un poco más alto que en la península. Así, como él era “muy lanzado”, pidió el traslado, con “horror” para su madre y su abuela, quienes luego, sin embargo, “lo llevaron bien”.
Por lo que ella ha oído después, porque, como tenía tres años, no se acuerda, había mucha dificultad en encontrar vivienda en aquella época de postguerra. A la espera de que les concedieran residencia en un pabellón militar, se instalaron en el primer piso del número 13 de la calle Salvador Rueda, en el Real. Ella, que lo recuerda todo con mucho detalle a pesar del tiempo transcurrido, habla de “una balconada muy larga y, delante, una explanada enorme, sin nada”. A la izquierda, toda una hilera de pabellones de madera que llevaban hacia La Hípica.
Su padre paseaba a caballo junto con otros militares. Mercedes aún desconoce por qué lo hacía, pero apunta que “le encantaba el deporte”. Desde el balcón de su casa, aprovechaban para saludarlo.
En 1952, cuando ella ya contaba siete años, nació otra hermana y se trasladaron, por fin, a unos pabellones que había también en El Real y que, situados junto a la iglesia, daban a una zona militar conocida como el Zoco de Intendencia. Eran también de madera, se encontraban en una cuesta y el suyo era el que estaba más arriba.
Para ir al colegio de María Inmaculada, en la calle Miguel Zazo, bajaba la cuesta, unas veces acompañada por una niñera y otras veces no, pese a ser tan pequeña, hasta la parada de del autobús escolar. Por algún motivo, era conocido como ‘La chata’. En él, iban sólo niñas que saludaban por las ventanillas a sus compañeras del Buen Consejo cuando se encontraban con ese autobús en el camino.
Mercedes aún se acuerda del chófer, un hombre llamado David, “muy pequeño, muy bajito y muy moreno”. Ella lo veía “pequeñísimo” para ser conductor. David siempre le guardaba un sitio a su lado encima del motor, que estaba metido hacia dentro y cubierto con una carcasa de madera color castaño claro, y que en invierno le daba “calorcito”.
¡Cuántas historias habrá escuchado Mercedes de David hablando con un empleado que vigilaba a las niñas! En concreto, recuerda una conversación sobre que habían ido al cine la noche anterior a ver una película italiana titulada ‘Arroz amargo’.
Su madre estaba feliz en el pabellón, porque tenía un jardín con unas palmeras “enormes”, y la parte de atrás, también gigante, tenía un estanque con patos y una cochera donde cabían cuatro o cinco coches, así como una especie de corral donde había gallinas y conejos. “Una cosa increíble”, vamos.
Los pabellones tenían un pasillo central, una entrada “muy bonita” con escaleras, dos habitaciones a cada lado y una puerta de servicio como un pasillo en el lateral que desembocaba en un comedor, también muy grande, y otras dependencias, como la cocina y la despensa.
Teniendo en cuenta que la casa de Ferrol era grande y que el piso del Real debía de ser pequeño, se comprende que su madre estuviera tan feliz.
Tampoco Mercedes se lo pasaba nada mal. Las niñeras llevaban a ella y a sus hermanas a La Hípica. A veces eran españolas y, a veces, marroquíes, pero nunca hubo en su casa problema alguno con el servicio. “Al contrario, pues eran muy cariñosas. Medio hablaban el castellano, pero eran buenas trabajadoras y se les cogía cariño al momento”, anota.
Sus padres también las llevaban a ella y a sus hermanas a las ferias y a los desfiles militares, que a Mercedes la dejaban “maravillada”. Ponían mesas y sillas en la Avenida Juan Carlos I Rey y “ver a La Legión y a los Regulares con sus capas desfilando era como estar en el cine”.
Además, el colegio le “chiflaba”, animada por su abuela a presentarse voluntaria para las funciones. De hecho, participó en comedias y en alguna de ellas fue incluso la “estrella principal”.
El buen clima de Melilla era otra cosa de la que disfrutó mucho por aquellos tiempos.
También tiene Mercedes otros recuerdos peores. Por ejemplo, un terremoto al poco de llegar ella, en una madrugada de 1949 ó 1950, que asustó a toda su familia. Era “como un camión pasando al lado de la casa” que hacía temblar los cristales de esa primera planta y provocaba “un ruido estremecedor” en las puertas de los dormitorios, que eran de madera y de cristal. Por la radio, su padre oyó que, debido al seísmo, se había hundido parte del cabo Tres Forcas.
Hacia ese año, otra cosa que la “llenó de pavor”. Su padre se había marchado por trabajo unos días a Ceuta y su abuela había ido a Madrid a ver a su hijo, que también era militar. Durante ese tiempo, un día, su madre, sola con las niñas, oyó “mucho ruido y mucho jaleo en la calle, la gente llamando a las puertas, y le dijeron que había estallado un polvorín”.
No olvidará el cielo rojo y las personas corriendo por la calle. Su madre iba con ellas de la mano, corriendo sin saber adónde iban. Cuando la situación se calmó, volvieron a casa. Menos mal que su madre se había llevado las llaves con ella.
Mercedes permaneció en Melilla seis años, hasta 1954, cuando ella tenía nueve y a su padre lo trasladaron a Menorca. Viajaron a Málaga, primero, en un avión pequeño de la compañía Aviatco. De allí a Madrid y luego a Barcelona, desde donde, el día 31 de diciembre, cogieron un barco a Mahón, adonde llegaron coincidiendo con el año nuevo. El quinto hermano había nacido apenas diez días antes. Su juventud, tal como ella la describe, fue ir de un sitio a otro en España como si fuera una guía turística.
El último destino de su padre fue Córdoba, donde Mercedes conoció a su esposo y donde se quedó a vivir desde entonces como una cordobesa más, pues sus hijos son de allí y hasta ha perdido su acento gallego.
Por otra parte, desde que abandonó la ciudad, no ha vuelto pese a que la familia veranea en Málaga, y han pasado ya 70 años desde que se marchó. Mercedes explica que su marido es “un cordobés un poco reacio” y que no ha conocido a nadie “con más apego a su tierra ni con menos espíritu viajero”, que finalmente le tuvo que inculcar ella, así como a sus hijos.
Por ahora, ha conseguido llevarlo a Galicia, a Menorca -“una isla maravillosa”- y a Ceuta, donde vivió mientras estudiaba la carrera, pero todavía no ha conseguido traerlo a Melilla, algo que le encantaría. Nunca es tarde para volver al lugar donde uno pasó la infancia.
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