Miles de melillenses sin distinción de origen, sexo o religión disfrutaron de la felicidad colectiva que recorrió toda España. Melilla celebró a ritmo de locura la victoria de la selección española en los Mundiales de Sudáfrica. La más africana de todas las selecciones se llevó la palma en un campeonato que hizo justicia histórica al deporte rey en su versión más española y que, sin quererlo, trasmitió a toda la población la magia del gusto por el juego bien hecho, por la belleza del tiquitaca sideral que cantara Andrés Montes, por el trabajo coordinado capaz de romper todos los mitos sobre el individualismo español.
Veinticinco años después de aquel otro Mundial en el que los goles de España a Dinamarca sirvieron para desatar un enfrentamiento entre melillenses, ayer, una vez más, como ha venido ocurriendo a lo largo de todo el campeonato, Melilla se mostró como lo que es: una sola ciudad y un solo pueblo frente a las manipulaciones interesadas y las inclinaciones partidistas de las formaciones políticas. Melillenses de todas las comunidades, a miles, sin diferencia de clase, origen, religión o sexo, recorrieron las calles de la ciudad con banderas españolas y al grito del ‘Lolololo nacional’ mezclado con los muy populares de ‘Soy español, español, español…’ o el muy Escobar de ‘Viva España.
Y es que los cláxones ahogaron ayer las vuvuzelas y convirtieron España entera en un clamor que triunfaba con lo que para muchos no ha sido más que una venganza histórica después de abrazar con buenos equipos unas ilusiones que sólo este grupo de jugadores humildes, tan aparentemente pequeños ante las torres alemanas, han logrado conseguir.
Del Bosque, Iniesta, Xavi Bogart y el resto de nuestra Selección han hecho del fútbol pura magia para enamorar a mujeres y hombres, a aficionados y advenedizos que en la reafirmación tribal que promueve este campeonato se sintieron ayer felices y orgullosos de contar con los mejores deportistas del mundo.
Una copa para el deporte que sumió a España entera en la locura y que aquí, allende los mares, en esta tierra africana, hizo que Melilla palpitara más unida que nunca, entusiasmada con un triunfo que también ayuda a sacudirnos complejos y a demostrarnos que es la laboriosidad frente al divismo fatuo la que al final gana la partida.
Plaza de las Culturas
Entre quejas, desesperación pura y dura, principios de taquicardias y miedo a los posibles penaltis, no hubo casa, bar o rincón donde ayer no se cantara el gol del mancheguito Iniesta.
La Plaza de las Culturas, donde la pantalla poco gigante pero suficiente para poder ver el partido envueltos en el fragor colectivo cumplió con su cometido, se convirtió, por un momento, en un torrente de alegría, de felicidad compartida, de ilusión por la victoria merecida. Nuestra Selección, victoriosa a priori, laureada como tal ante de empezar el encuentro por su buen fútbol, también cumplió su cometido con creces, escribiendo la historia y haciéndonos a todos protagonistas del momento.
Desmadre colectivo
Y a partir de ahí, el descuento anhelado hasta un final que desató la locura sin paliativos, que nos unió a todos como españoles, como ciudadanos de un mismo grupo y una misma Nación que sólo en la confianza y el trabajo organizado tiene buen futuro.
La mejor España, como titularon tantos rotativos nacionales tras la Semifinal, se ha impuesto en estos Mundiales para hacer ver que ganar no era una cuestión de utopías sino de justicia deportiva.
Y aunque el fútbol desate pasiones, arrastre con la victoria a quienes no pueden dejar de aprovechar la oportunidad para tocar los cláxones como posesos o saltarse todas las normas transitando en coche encaramados en las ventanillas de los vehículos, ayer todo se podía comprender y perdonar, porque España, por fin, ha ganado unos Mundiales de Fútbol.
Nuestros chicos, chapó, son los mejores, los más elegantes, los más creativos, los que mejor juegan y los que han hecho también que esta España se muestre unida contra los divisionismos, preñada de confianza en tiempos de crisis, fiel a su bandera como seña de unida en todas las comunidades, al margen de los politiqueos baratos que socavan tanto potencial y que en este mes de julio han encontrado la mejor prueba de que no son nada ante el pálpito del espíritu común que caracteriza a España.
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