Ni que decir tiene, que la ‘Matanza de los Santos Inocentes’ tiene su antecedente más directo en el suceso protagonizado por el mayor enemigo del Pueblo elegido: los egipcios, quienes dispusieron matar a los bebés de origen hebreo y apremiar a la familia de Moisés a esconderse entre la hierba alta del río Nilo.
En similitud a lo anteriormente sacado a relucir, el rey Herodes I el Grande (73-4 a. C.), gobernador de Judea, Galilea, Samaria e Idumea y en calidad de vasallo de Roma, ante el alcance del Nacimiento de Cristo revelado por los miembros de la casta sacerdotal medo-persa de la época aqueménida y soberanos orientales como embajadores de los paganos, Melchor, Gaspar y Baltasar, decidió asesinar a los niños menores de dos años que residiesen en Belén y sus inmediaciones, ante el recelo que su poder se viese comprometido por la llegada del Mesías augurado por los profetas.
Como es sabido, el acontecimiento produjo la huida a Egipto de la Sagrada Familia de Nazaret: Jesús, María y José.
Entre los Evangelios canónicos, únicamente el texto de San Mateo 2, 16-18 atesora el episodio extraído de la Biblia de Jerusalén y que dice literalmente: “Entonces Herodes, al ver que había sido burlado por los magos, se enfureció terriblemente y envió a matar a todos los niños de Belén y de toda su comarca de dos años para abajo, según el tiempo que había precisado por los magos. Hasta cumplirse el oráculo del profeta Jeremías: Un clamor se ha oído en Ramá, mucho llanto y lamento: es Raquel que llora a sus hijos, y no quiere consolarse, porque ya no existen”.
En paralelo, aparece referido por el profeta Miqueas (740-670 a. C.), quien en las postrimerías del siglo VII a. C., declaró el Nacimiento del Rey de los judíos en el capítulo 5 y versículos 1 y 2 de su Libro del Antiguo Testamento: “Más tú, Belén Éfratá, aunque eres la menor entre las familias de Judá, de ti me ha de salir aquel que ha de dominar en Israel, y cuyos orígenes son de antigüedad, desde los días de antaño. Por eso él los abandonará hasta el tiempo en que dé a luz la que ha de dar a luz. Entonces el resto de sus hermanos volverá a los hijos de Israel”.
Indudablemente, la variante profética es mesiánica, porque el redactor pretende confortar a su pueblo frente a la intimidación de Asiria, antigua región del Norte de Mesopotamia, con el indicio de un futuro Libertador descendiente de la estirpe de David. Dicha narración en los labios de los escribas y en la pluma del Apóstol San Mateo (siglo I-74 d. C.), simboliza que para los precursores, Jesucristo, debía nacer en esta Ciudad de Palestina y hacer constar que quién habría de venir cumplía con estos requisitos.
Conjuntamente, el relato se muestra enriquecido en algunos de los evangelios apócrifos tardíos. Toda vez, que el ‘Protoevangelio de Santiago’ (XXII, 1); el ‘Pseudo Mateo’ (XVII, 1) o el ‘Evangelio de Nicodemo’ (IX, 3), no incorporan más aclaraciones sustanciales a la descripción canónica.
En cambio, otras comparaciones se muestran más meticulosas, como el ‘Evangelio árabe de la Infancia’ (IX, 1) al señalar: “más Herodes, al caer en la cuenta de que había sido burlado por los Magos, ya que no habían vuelto a visitarle, llamó a los sacerdotes y sabios, diciéndoles: Indicadme dónde debe nacer el Cristo. Y habiéndoles ellos respondido que en Belén de Judea, empezó a tramar la muerte de Jesucristo”.
Comparablemente a lo anterior, la ‘Historia de José el carpintero’ (VIII, 1-2) pone en boca del mismo Jesucristo: “Satanás dio un consejo a Herodes el Grande, padre de Arquelao, el que hizo decapitar a mi querido pariente Juan. Y así él me buscó para quitarme la vida, porque pensaba que mi reino era de este mundo”.
“La ‘Matanza de los Santos Inocentes’, valga la redundancia, revela la matanza del ‘Inocente’, con cuya vida nos preserva para siempre, porque Jesucristo, el nuevo Moisés, lleva a cumplimiento las Sagradas Escrituras”
Análogamente, la ‘Historia Árabe de José el Carpintero’ guarda las mismas pormenorizaciones perversas. Sin embargo, la referencia más extensa corresponde al ‘Evangelio Armenio de la Infancia’ (XIII-XIV) de autor desconocido, que profundiza en las indagaciones de Herodes promovida por el reproche de un habitante de Belén, con respecto al encuentro de los Magos y el Niño de Dios.
Más adelante, una cincuentena de comentarios y sermones de los Padres de la Iglesia (siglos I-VIII) interpretan en el siglo II el pasaje, a los que hay que incorporar las alusiones presentes en los sacramentarios, calendarios, martirologios, etc.
De manera, que los ‘Inocentes’ serán contemplados como los primeros cristianos y mártires, adquiriendo la condición de ‘Santos’. Pese a no ser bautizados, su muerte es definida como un bautismo de sangre. De hecho, cuantas representaciones han quedado manifestadas en diferentes composiciones artísticas, proyectan este particular, confiriendo tanto a los niños como a sus madres esta contemplación subjetiva.
Con lo cual, el drama litúrgico y el escenario medieval se hicieron eco del trance de la ‘Matanza de los Inocentes’, en buena parte, por estar relacionados con las vicisitudes suscitadas en la Epifanía del Señor.
Aunque la tragedia más amplia en sus líneas de desarrollo atañe al ‘Interfectio puerorum’, conocido por una recopilación de la última etapa del siglo XII y localizado en la abadía de Fleury, sobre el río Loira en la diócesis de Orleans, Francia. Conteniendo el ‘Ordo Rachelis’, que otorga énfasis al sollozo de Raquel por los hijos matados.
En la vertiente castellana, el texto anónimo conocido como ‘Auto de los Reyes Magos’ (c.1150), hace mención al diálogo materializado entre Herodes y los escribas en torno al Nacimiento de Cristo. Subsiguientemente, en la primera mitad del siglo XIII hay que recordar el ‘Libro de la infancia y muerte de Jesús’, con el poema ‘Libre dels tres reys d’Orient’, entroncado en pareados con atributos del aragonés hasta recrear los matices más violentos de la aniquilación.
Además, la ‘Leyenda Dorada’ reúne el percance de la matanza en un apartado destinado a los ‘Inocentes’, centrándose en Herodes y en la edad de los niños en el instante de la agonía. Santiago de la Vorágine (1228-1298), nombre españolizado del beato Jacopo da Varazze, dominico italiano y Obispo de Génova entre 1292 y 1298, resalta la explicación de Juan Crisóstomo (347-407 d. C.), quien subraya que el monarca mandó asesinar a todos los menores entre dos y cinco años.
Por lo tanto, el culto proporcionado al tormento de los Inocentes y su elevación en la espiritualidad cristiana, conjeturó uno de los componentes determinantes en la propagación del tema. Las raíces de la celebración alrededor del siglo IV, se encuentran en el Tiempo de Adviento y la Epifanía del Señor, como resulta en las homilías de Gregorio Nacianceno (329-390 d. C.) y Gregorio de Niza (entre 330 y 335-394 y 400 d. C.), ambas afines a la solemnidad de la Natividad.
Entre la terminación del siglo IV y mediados del V, en Occidente, la conmemoración se aunó con la Epifanía hasta encadenarla con la Adoración de los Magos. Desde este punto referencial, se sospecha que en el siglo V propiamente se estableció la liturgia a los ‘Santos Inocentes’: el ‘Sacramentario leonino’ (ca.485) situó su dedicación junto a las de San Esteban (5-34 d. C.) y San Juan Evangelista (aproximadamente 6-101 d. C.).
Definitivamente, el calendario acabó por incrustarla el día 28 de diciembre en Roma y África; en tanto, que los sirios y caldeos en la jornada del 27 del mismo mes; los griegos el 29 y, finalmente, el 8 de enero en el rito mozárabe.
Cada una de las fechas susodichas no tienen parentesco con el orden cíclico de lo ocurrido: en el rito romano, la fiesta de los niños inocentes valorados mártires por sangre, sin que hayan deseado el martirio, se oficia dentro de la Octava de Navidad inmediato a San Esteban, el protomártir de la Iglesia y mártir por voluntad-amor y dolor; y, simultáneamente, San Juan Evangelista, mártir por voluntad-amor, pero sin que el martirio acabase con su vida.
No ha de soslayarse, que desde una configuración iconográfica, la fatalidad litúrgica como la coyuntura desencadenada, no sólo ayudaron a divulgar las circunstancias excepcionales de lo acaecido: su puesta en escena fue explícita para ilustrar una gestualidad dramática a la imagen visual y enriquecerla alegóricamente.
Al tratarse de una cuestión realizada llamémosle, por personas incógnitas, sin la aportación de personajes sagrados definidos, el fragmento de la ‘Matanza de los Inocentes’ retuvo en los siglos medievales un valor imaginario destacado.
Ya, desde lo remoto, se acentuó la afinidad entre los infantes y Jesucristo, en virtud de su común simplicidad e integridad y del elevado precio sacrificial de su muerte. En la Edad Media (476-1492) se propagó la opinión asentada en los apócrifos de la Infancia, que las mujeres que lloraron amargamente en su tránsito camino del Calvario, eran las madres de los ‘Inocentes’ que reivindicaban la resurrección de sus hijos.
En este mismo guion, los niños fallecidos fueron vinculados con las almas de los mártires y la muchedumbre de liberados, que adora al Cordero aludido en el Libro del Apocalipsis. Y como no podía ser menos, el argumento de fondo con la masacre recapitula la maniobra solapada del rey de Egipto con los israelitas, perteneciente al Libro de Éxodo 1, 22, en un paralelismo tipológico entre las figuras de Moisés y Cristo protegidos de la ejecución: “Entonces, Faraón, dio a todo su pueblo esta orden: todo niño que nazca lo echaréis al Río; pero a las niñas las dejaréis con vida”.
Ciñéndome sucintamente en los hechos concretos de lo acontecido en la ‘Matanza de los Santos Inocentes’, es preciso retroceder en el tiempo hace más de dos mil años, para percatarnos en el proceder de Herodes I el Grande, a quien el Evangelio de San Mateo nombra con elocuencia.
Las fuentes bibliográficas describen que el nombre de Herodes nacido en la localidad de Ashkelon, al Sur de Tel Avic, proviene del hebreo “Hordos”, que en griego entraña “vástago de un héroe”.
Hijo de Antípater de origen idumeo y de Cipros, princesa nabatea, Herodes no era auténtico judío por ninguna de las partes del árbol genealógico. Aun siendo vencidos los idumeos por las fuerzas de Hircano I (164-104 a. C.) en el año 125 a. C., éstos hubieron de circuncidarse y admitir el judaísmo como religión.
“En base a la demografía de este enclave al Sur de Jerusalén y apostado en los montes de Judea, el culto bizantino eleva a 14.000 los menores asesinados; o el interpretado por los santorales de la Iglesia Siria antigua, elevando a 64.000 los niños sacrificados”
Con la ocupación romana de Judea, Antípater recibió el rango de procurador por Cayo Julio César (100-44 a. C.), comenzando un período ascendente que desembocó con su primogénito, Fasael, rigiendo Jerusalén; y su segundo hijo, Herodes, como prefecto de Galilea.
A penas contaba veinticinco años de edad y ya se confirmaba su fuerte temperamento, eliminando la delincuencia del territorio. Tal sería la brutalidad, ferocidad y rudeza evidenciada y la cantidad exorbitante de condenas perpetradas durante su mandato, que incluso hubo de comparecer ante el Sanedrín, logrando escapar de la muerte. Y conociendo que sus artimañas no eran nada ortodoxas, rápidamente estuvo en el punto de mira del gobernador de Siria, quién a la postre lo emplazó a Celesiria, el actual Líbano.
Años más tarde, con el fallecimiento de su progenitor y de Julio César, Herodes reaparecería en lo más alto, escalando peldaños en el poder hasta posicionarse muy cerca de Marco Antonio el Triunviro (83-30 a. C.), reconquistando Jerusalén en el año 37 a. C., y convertirse en el rey de los judíos.
Entretanto, con el patrocinio financiero de Roma, Herodes I, apodado enseguida ‘el Grande’, aceleró una estrategia para el desenvolvimiento de la comercialización y la agricultura, con un procedimiento ambicioso de edificaciones nada desdeñable.
En su reinado afianzó los cimientos para el ensanchamiento económico que viviría el sector en los siguientes lapsos. Entre los muchos éxitos conseguidos, hay que resaltar la reedificación de la torre de Estratón, facilitándole un puerto convencional denominado Cesarea.
Igualmente, entre el año 37 y 4 a. C., la arquitectura de su palacio y residencia real en el muro Occidental y la restauración de la fortaleza Antonia, llamada así en honor a su fiador Marco Antonio, a la que le siguieron un anfiteatro, teatro e hipódromo.
Pero, por magnificencia, el emblema de su dominio se erigió en el engrandecimiento de un nuevo templo, prosiguiendo el modelo del legendario Salomón (988-928 a. C.) y representando su nombre con letras de oro. Es decir, la Jerusalén que observaría Jesús y que se convirtió en el espacio neurálgico de su Pasión, Muerte y Resurrección.
Contrariamente a sus consecuciones e iniciativas constatadas, Herodes, nunca fue admitido por los judíos como su verdadero rey.
Tampoco parece que le valiera demasiado para enmendar su perfil público de hombre vehemente, intemperante y nada considerado con las costumbres hebreas. Porque, al tiempo que levantaba el majestuoso santuario consagrado a Yahvé, daba las consignas pertinentes para realizar otros de corte pagano.
Y ni que decir tiene que no era un hombre virtuoso en la esfera familiar. Llegando a contraer matrimonio hasta en diez ocasiones y reunir una gran número de descendientes que, a posteriori, competirían por su asignación hegemónica.
La furia reincidente y los celos enfermizos, hicieron que los puñales y el veneno jamás abandonaran la corte, con lo que entretejió el crimen de su mujer Marianne, a la que adoraba apasionadamente, con el consiguiente fruto de su vientre, Alejandro y Aristóbulo. Sin inmiscuirse, que cinco días antes de su defunción, terminó con la vida de otro de sus vástagos, Antípatro. culpándolo de maquinar contra él.
Un instinto incierto a la desconfianza del arquetipo de los sanguinarios que no vacilan en demoler sistemáticamente a sus enemigos y a los más desamparados, como apremió en la masacre de los primogénitos de Belén. Precisamente, de esta realidad procede el sobrenombre de ‘inocentes’.
Esta instantánea más que tenebrosa, pocas veces recaía con la estampa histórica que detallan los romanos. En atención a los corresponsales de Roma, Herodes era un monarca lo suficientemente sensible con su población, como para arrinconar alguna de las fortunas palaciegas y comprar trigo común en el curso de la hambruna que asoló en el año 25 a. C.
Con el descalabro de Marco Antonio y Cleopatra (69-30 a. C.) en la batalla de Accio o Actium (2/IX/31 a. C), Herodes asaltó ágilmente el afecto de Augusto (63-14 a. C.) y conservó excelentes lazos de amistad.
De esta forma, la sucesión de Herodes es recapitulada por las demandas y conatos para la romanización de la urbe judía. El Palacio Real hospedó a filósofos, historiadores, maestros y poetas de liderazgo romano que indujeron a una etapa de apogeo cultural en la zona. Recuérdese, que con tan sólo articular el apelativo de Herodes, la gente se orinaba encima por los miedos agolpados. Inexcusablemente, uno de ellos radicó en Herodes Antipas (20 a. C.-39 d. C.) o Herodes el Tetrarca de Perea y Galilea, ordenando degollar a Juan el Bautista; o el nieto, Herodes Agripa I (11 a. C.-44 d. C.) que ejecutó al Apóstol Santiago y encarceló a Simón Pedro.
Con su desaparición y oscurecimiento, Judea era una demarcación administrada directamente por Siria. Este escenario desató un levantamiento reprimido con endurecimiento por las legiones romanas, que se prolongó interrumpidamente hasta el sitio de Jerusalén del año 70 d. C.
Llegados hasta aquí, de acuerdo con lo apuntado en el Evangelio de San Mateo 2, 1-12, tras el alumbramiento de Jesús en Belén, unos Magos de Oriente escudriñando en el sagrario de sus conciencias hasta toparse con la verdad más absoluta, vislumbraron una estrella en el Este que les mostró que iba a nacer el Rey de los judíos. optando por pedir cuentas de lo sucedido a Herodes; y éste, en su obcecación, presintió que su trono estaba en peligro.
Sin demora, el soberano y político congregó a los sacerdotes y escribas interesándose por el lugar exacto del parto del Mesías. Ellos le dijeron que en Belén, manteniendo despierta la profecía predicha en el Libro de Miqueas 5, 1-2.
Consecuentemente, Herodes operó sutilmente remitiendo a los Magos a este insignificante municipio de Judea, con el ánimo que lo hallasen y le avisaran de su paradero para venerarlo fingidamente y en lo secreto matarlo. Al localizar los tres extranjeros al Niño, lo honraron con sus presentes y no lo notificaron a Herodes, porque un sueño les avisó de la amenaza inminente al ‘Rey de Reyes’ y ‘Señor de los Señores’.
Entre tanto, José, esposo de María y padre virginal de Jesús, en otra indicación onírica, acogió el encargo de dispersarse prontamente con María a Egipto, al objeto de salvaguardar al pequeño. Cabría preguntarse: de inmediato, ¿qué sobrevino en la Belén del siglo I? Dado su reducido tamaño geofísico, aparentemente, este crimen pudo pasar desapercibido a la vista de la historiografía del momento. Flavio Josefo (37-100 d. C.) historiador judeorromano y autor de ‘Antigüedades Judías’, no titubeó en recalcar la inmensa perversidad del tetrarca, lo que no hace dudar en su determinación de dictaminar una escabechina de esta índole.
En base a la demografía de este enclave al Sur de Jerusalén y apostado en los montes de Judea, el culto bizantino eleva a 14.000 los menores asesinados; o el interpretado por los santorales de la Iglesia Siria antigua, elevando a 64.000 los niños sacrificados. Tesis, que respaldan los biblistas y teólogos de diferentes extracciones, quienes abogan por la historicidad del lance, o justifican que no hay nada que contradiga esta barbarie.
Finalmente, Jesús, desde sus primeros hálitos de vida, vivifica la Historia de Salvación y conduce a su Pueblo desde la intemperancia del Éxodo, hasta la conmoción de la Pasión. La ‘Matanza de los Santos Inocentes’, valga la redundancia, revela la matanza del ‘Inocente’, con cuya vida nos preserva para siempre, porque Jesucristo, el nuevo Moisés, lleva a cumplimiento las Sagradas Escrituras.
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