Homilia de Mons. Jesús Catalá, obispo de Málaga, con motivo de la festividad de Santa María de la Victoria, patrona de la diócesis. La Jornada Mundial de la Juventud, celebrada en Madrid en el pasado mes de agosto, ha sido un acontecimiento de gracia para toda la Iglesia. Más de un millón y medio de jóvenes de todo el mundo se ha dado cita, para encontrarse con Jesucristo, para celebrar juntos la fe, para escuchar al pastor de la Iglesia universal, Benedicto XVI, para compartir esperanzas e ilusiones y para vivir el gozo de ser testigos del Evangelio.
Las imágenes, que han podido contemplarse a través de los medios de comunicación, hablan por sí mismas de la alegría de estos jóvenes, de su profunda talla humana, de su respeto hacia quienes no piensan como ellos, de su esmerado cuidado de la naturaleza, de su educación cívica. Y, sobre todo, de su firme decisión de seguir a Jesucristo en un mundo, que no favorece la confesión de la fe católica, porque es una voz profética e iluminante, cuya luz no siempre es aceptada. Algunos de estos jóvenes procedían de países donde los cristianos son perseguidos por su fe, encarcelados, tenidos en menosprecio social por ser tales y hasta asesinados. Ellos han dado un claro testimonio de su fe y de su amor a Dios y a los hombres.
Quiero agradecer, en esta fiesta patronal de la familia diocesana, la colaboración de tantos malagueños, que hicieron posible la acogida de unos tres mil jóvenes en nuestra Diócesis, procedentes de distintos países; y la participación en la Jornada Mundial en Madrid de una gran representación malagueña, con la presencia en el “Via Crucis” de las imágenes de dos Cofradías, el Jesús del Prendimiento y el Cristo de la Buena Muerte, reafirmando todos los participantes la fe entorno al sucesor de Pedro.
El lema de esta Jornada Mundial de la Juventud ofrecía tres verbos, formulados en forma pasiva, que señalan la primacía de la gracia de Dios: arraigados, edificados, firmes. El Papa Benedicto XVI advertía, en su menaje a los jóvenes,que estas formas verbales significaban que la vida de fe, de esperanza y de amor no es algo que nace espontáneamente en el corazón humano, sino que es Cristo quien toma la iniciativa de arraigar, edificar y hacer firmes a los creyentes (cf. Benedicto XVI, Mensajepara la XXVI Jornada Mundial de la Juventud-2011, 2, Vaticano, 6 agosto 2010).
Hoy, queridos hermanos, celebramos con gozo la fiesta de nuestra Patrona, Santa María de la Victoria. Ella vivió “arraigada” en la fe, fiada en Dios, gracias a su aceptación del don del Espíritu Santo. María fue iluminada por la fe, edificada en la esperanza cristiana y radicada en el amor. Ella es nuestra Madre y ejemplo.
Creer en Dios es un don divino, concedido al hombre; no es algo que el hombre pueda alcanzar por su propia razón o voluntad. La fe ilumina la vida del creyente y la transforma, porque el hombre está hecho para Dios. Como dijo san Agustín: “Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Ti”.
El papa Benedicto decía a los jóvenes en su Mensaje: “El deseo de la vida más grande es un signo de que Él nos ha creado, de que llevamos su ‘huella’. Dios es vida, y cada criatura tiende a la vida; en un modo único y especial, la persona humana, hecha a imagen de Dios, aspira al amor, a la alegría y a la paz. Entonces comprendemos que es un contrasentido pretender eliminar a Dios para que el hombre viva” (Benedicto XVI, Mensajepara la XXVI Jornada Mundial de la Juventud-2011, 1, Vaticano, 6 agosto 2010).
Sólo con la fe en Dios encuentra el hombre su plenitud. Cristo manifiesta al hombre el verdadero rostro de Dios y la propia vocación; como dice el Concilio Vaticano II: “En realidad, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado” (Gaudium et spes, 22).
La Virgen María acogió a Dios en su vida, mediante la fe, y encontró el sentido de su existencia y la plenitud de su ser. De ese modo, su vida quedó plenamente arraigada en Dios. Ella es modelo para todo cristiano.
La fe, además de ser un don divino, es también una tarea a realizar, una elección de vida, que marca toda la existencia humana. No le resultó fácil a María de Nazaret, humanamente hablando, asumir las consecuencias de vivir arraigada en Dios. Bien sabemos que tuvo que renunciar a sus propios planes, para aceptar los de Dios; tuvo que salir de su tierra y viajar como emigrante; fue rechazada por su condición pobre y sin recursos; y, lo más doloroso de su vida, estuvo presente en la muerte de su Hijo inocente, condenado a morir en la cruz. ¡Qué gran ejemplo de fe y de amor, queridos malagueños, nos ofrece nuestra Madre, nuestra Patrona, Santa María de la Victoria!...
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