Opinión

La limosna, el antídoto que nos engarza a la caridad

Alcanzado el ecuador de la Cuaresma, la oración, el ayuno y la limosna continúan siendo las líneas maestras para experimentar el éxodo espiritual, conllevando eficazmente a la conversión y al fortalecimiento de la comunión que el pecado anula por un tiempo explícito. Sin lugar a dudas, la oración vigoriza la afinidad con Dios; el ayuno, agranda la libertad interior que nos apacigua con nosotros mismos, y la limosna, nos reconcilia con los hermanos.

Este trípode evangélico encuentra su nexo de unión en el amor, que es el núcleo de la vida cristiana y del mandamiento nuevo, que hemos de experimentar como la respuesta al amor con que Dios nos ha amado primero y nos enriquece.

Desde este punto de vista es imposible retraer el amor a Dios y al prójimo, ya que cómo nos recuerda la Primera Epístola de San Juan 4, 20: “Si alguno dice: amo a Dios, y aborrece a su hermano, es un mentiroso; pues quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve”.

El amor al prójimo es un camino extraordinario para descubrir a Dios, como de la misma manera, el amor verdadero al prójimo únicamente es asequible desde del encuentro introspectivo con Dios.

Sin embargo, la limosna, tema preferente de esta narración, lejos de ser una acción de dar, es una actitud del corazón sencillo, contrito, desprendido y clemente que busca reproducir en los lazos con los demás, la misericordia que cada uno obra en el trato íntimo con Dios.

Por ello, la limosna es atención, discernimiento de ver en el otro su pobreza y don de solidaridad, dimensiones percibidas por el hombre cuando considera el amor de Dios que le protege y perdona. Siendo imprescindible redescubrir el valor del sacrificio, un pequeño gesto por muy insignificante que éste sea, para alabanza de Dios y por alguna de las personas que esté sufriendo y sienta alguna necesidad.

De hecho, sin sacrificio no hay amor, así como sin amor el sacrificio sería meramente constricción exterior. En tanto, que la promesa de amor que nos ha dado Jesús, es la recapitulación que quiso Dios para el mundo, no reservando a su propio Hijo, sino que nos lo entregó por todos nosotros.

Ahora bien, adelantándome a lo que fundamentaré, en la práctica de la limosna existen dos riesgos inminentes. Primero, el engreimiento y la ambición por llamar la atención, con la que se impide que sea para gloria de Dios y no para engrandecer el orgullo personal; mismamente, ha de favorecer a los hermanos y no ganar el aplauso que agigantan las vanidades.

Segundo, es transformar la limosna en pura beneficencia sin raíces sobrenaturales, cuando ante todo es el retrato concreto de la caridad, la virtud teologal que requiere el cambio interior al amor de Dios. Y qué decir de los frutos que desprende la limosna, como la paz, o el gozo espiritual y el regocijo que el Señor nos concede con la reconciliación de los pecados.

Con estos mimbres, la Cuaresma nos apremia a estar preparados para dar no tanto algo de lo que tenemos materialmente, sino ofrecernos a nosotros mismos. Si no hace mucho se nos dejaba caer sobre la cabeza la ceniza, y no la cruz en la frente como tradicionalmente, readaptado este rito por motivos de la pandemia, muy pronto descubriremos el fuego, el agua y la luz de la Vigilia Pascual, porque algo ha de quemarse y destruirse en ese ‘hombre viejo’ atenazado por sus ingratitudes, para abrir las puertas a las primicias de Cristo con el renacer del ‘hombre nuevo’.

La limosna nos habitúa en la hechura virtuosa de procurarnos a los demás. Tal vez, dedicar algo de tiempo y disponibilidad saliendo de nosotros mismos y del ego que nos gobierna; dejándonos más desasidos del ‘yo’, para proveer a quien realmente necesita algo que poseemos como propiedad intocable.

Luego, la limosna nos empuja a la sensibilidad por el otro, espejo de la esencia divina de Dios en su amor.

Hoy por hoy, la palabra limosna no la admitimos con satisfacción, en el fondo percibimos algo degradante, como si se conjeturase un sistema social en el que rige la injusticia. O tal vez, la discriminación en la distribución de los bienes, o una sociedad que debería ser retocada con reformas apropiadas. Y si tales modificaciones no se cumpliesen, se contornearía en el horizonte de la vida social la premura de cambios drásticos; principalmente, en el entorno de los vínculos humanos.

Esta misma evidencia se constata en los pasajes de los profetas del Antiguo Testamento, a quienes recurre continuamente la liturgia en el Tiempo de Cuaresma. Los profetas contemplan esta dificultad a nivel religioso, porque no existe la auténtica conversión a Dios: es preciso corregir y enmendar las injusticias y desprecios en las relaciones entre los hombres o en la convivencia diaria. No obstante, en esta situación discordante, los enviados de Dios exhortan a la limosna.

Haciendo un breve repaso embrionario del vocablo ‘limosna’, en griego ‘eleemosyne’ derivado de ‘éleos’, que significa compasión y misericordia de Dios y esta misma actitud trata de adquirir el hombre hacia sus semejantes. Desde sus inicios, la limosna propone la compostura compasiva y paulatinamente, se encamina a las labores generosas de los más pobres. Sucesivamente, ‘eleemosyne’ se consolida en el Nuevo Testamento, plasmando la expresión de bondad del hombre con su hermano; ya, en los libros tardíos del Antiguo Testamento, la limosna es la viva imagen de las señas de identidad de Dios, quién mostró los indicadores de desprendimiento a los hombres.

Si la palabra en sí, es antiquísima, la concepción de ‘limosna’ es tan remota como las usanzas bíblicas, que desde sus fuentes interpelan al amor inexorable de los hermanos y desamparados.

La Ley sabe de buenas tintas procedimientos, aplicaciones y recursos en paralelo a la ‘limosna’, que son lejanísimos a las ordenaciones de la Torah poniendo sus ojos en las viudas, huérfanos, extranjeros y levitas acerca de las recolecciones para el espigueo y la rebusca detrás de la vendimia; además, de diezmos, prestamos, año de remisión y jubilar o tributos y prestaciones. Porque me estoy refiriendo a un don voluntario y personal al desatendido, sin derecho a compensación. Ante todo, la figura del pobre está presente y hay que acudir con benevolencia a su llamamiento.

Pero estos métodos pueden alimentar y estimular una mediación material más extensa, es decir, limosnas, máxime si van acompañadas de razones religiosas y, más aún, hasta universales. En otras palabras: la limosna refleja la voluntad de Yahveh; la salvación inmerecida compromete al pueblo a bondades similares; Dios es el poseedor de la tierra y de sus productos, por lo que la privación simboliza derecho.

En contraste con Occidente, la justicia no era en el Antiguo Oriente una cuestión puramente de hombre a hombre, sino también entre poderosos y ricos y débiles y pobres. La terminología ‘sedagga’ viene a ser casi similar a ‘misericordia’, y bajo la influencia del arameo y de la desdicha en el exilio, la palabra recibe convenientemente la acepción de ‘limosna’. E incluso, ésta se parafrasea asiduamente, siendo complicado apartarla de otros requerimientos negativos y positivos que enmarcan la justicia y la caridad.

Mansamente, dar limosna se hace más trascendente, cuanto más profundizan y predican los profetas y sabios. Sin la limosna, no interpretan la moralidad, piedad y justicia en sentido amplio; al igual que ésta se nombra con el ayuno y la oración, porque actúa el perdón de los pecados y se equipara al sacrificio.

Asimismo, entre los caracteres de recomendación, no falta en la retórica sapiencial observaciones sobre las ventajas de la limosna, así como los inconvenientes y perjuicios del proceder insolente y necio del avaricioso.

Puntualizando sucintamente, la limosna quedó inmersa prácticamente en todas las lenguas europeas: en inglés, ‘alms’; en portugués, ‘esmola’; en francés, ‘aumone’; o en alemán, ‘almosen’. Sin inmiscuirse, el término polaco ‘jalmuzna’, que es la evolución del léxico griego.

Pese a ello, es indispensable diferenciar el significado objetivo de este vocablo, que conforme han transcurrido las centurias la conciencia social le ha otorgado erróneamente, hasta encasillarla en un encuadre negacionista. En este aspecto, numerosas son las coyunturas que han contribuido a que la limosna en sí misma, sirva de apoyo a quien la demanda, como el hacer participar a los otros de los propios bienes, no produce en absoluto parecido paralelismo perjudicial.

Quizás, podemos o no estar de acuerdo con el que hace la limosna, o no ver con buenos ojos a quien extiende la mano demandándola; de suponer, porque no se esfuerza lo suficiente para ganarse el pan; o no admitir el sistema social en el que se ocasiona el menester de la limosna.

Pero, el ejercicio de auxiliar a quien verdaderamente padece esta necesidad, o de compartir con los otros los propios bienes, ha de promover respeto y no un veredicto condenatorio que sólo le concierne a Dios.

Con lo cual, qué importante es liberarse de cuantos influjos provenientes de escenarios deformados, para interpretar las expresiones verbales de la limosna, que con reiteración son improcedentes y abruman desde su significación a su alcance. Fijémonos, cuando Jesucristo hace alusión a la limosna o sugiere ponerla en práctica, haciéndolo en el prisma que atrae la bendición de Dios y provoca abundantes frutos, es defensa de la esperanza, tutela de la fe y medicina del pecado.

Invitándonos a cultivarla con esmero y perseverancia en el enfoque de no titubear un solo instante en su valor intrínseco, y como el mismo acto en sí aconseja. Más aún, nos alienta a madurarla como una acción buena, fórmula de amor al prójimo y praxis salvífica.

Conjuntamente, en un intervalo de especial trascendencia, Jesucristo pronuncia estas palabras reveladoras extraídas del Evangelio de San Juan 12, 8: “Porque pobres siempre tendréis con vosotros; (…)”. Con ello, no quiere darnos a entender que los vaivenes de las estructuras sociales y económicas no incumban, o que no se tanteen otras vías para prescindir de la injusticia, o remendar la humillación, la miseria o el hambre. Su mensaje quiere desentrañarnos que en el hombre confluyen multitud de escaseces y penurias que no se enmiendan de otro modo, sino es con la contribución compasiva al más cercano y con la participación de esos bienes. Pero, ¿a qué donativo se refiere? ¿Acaso la limosna concebida exclusivamente con el socorro monetario?

Evidentemente, la limosna del campo visual no desaparece, pero medita en la limosna económica y a este empeño, es más grandilocuente que cualquier otro, el modelo de la viuda pobre, que dejaba en el tesoro del templo minúsculas monedas: desde la vertiente materialista podría parecer comparable a lo que otros depositaban, pero esta mujer se deshizo de todo lo dispuesto para su sustento.

Por lo tanto, en ella cuenta como prioritario el coste interior del don más preciado: la vocación a compartirlo todo y la prisa por donarse en favor de los demás. Recordemos a San Pablo en la Primera Epístola a los Corintios 13, 3: “Aunque repartiera todos mis bienes, y entregara mi cuerpo a las llamas, si no tengo caridad, nada me aprovecha”. O San Agustín de Hipona (354-430 d. C.) que al respecto escribe: “Si extiendes la mano para dar, pero no tienes misericordia en el corazón, no has hecho nada; en cambio, si tienes misericordia en el corazón, aun cuando no tuvieses nada que dar con tu mano, Dios acepta tu limosna” (Enarrat. in Ps. CXXV 5).

Para este santo la caridad remite, si no se centra en el uso de la misericordia con el que sufre cualquier tipo de escasez. Más aún, las actuaciones de piedad se muestran como una senda para llegar a la finura de la caridad, que permite al hombre despojarse del lastre del individualismo y obtener el amor puro de Dios.

Llegados a este punto del texto, parece como si tocásemos techo de lo que concluyentemente se pretende justificar: en las Sagradas Escrituras la limosna comporta ‘don interior y ‘actitud de apertura hacia el otro’. Esta inclinación es un elemento crucial de la metanoia, esto es la conversión y en la misma sintonía se entretejen la oración y el ayuno.

San Agustín menciona: “¡Cuán prontamente son acogidas las oraciones de quien obra el bien!, y esta es la justicia del hombre en la vida presente: el ayuno, la limosna, la oración. La oración, como apertura a Dios; el ayuno, como expresión del dominio de sí, incluso en el privarse de algo, en el decir no a sí mismos; y, finalmente, la limosna cómo apertura a los otros” (Enarrat. in Ps. XLII 8).

“A Jesús le importa muchísimo el refrendo universal de la caridad, por eso la Cuaresma nos atrae a esta actividad santa que nos recrea en el sentimiento de interesarnos por los demás y reconocer en los pobres al Hijo de Dios”.

Y el Evangelio nos desgrana abiertamente este cuadro de contemplación cuando nos habla de la penitencia, porque sólo con una disposición dialogante con Dios Padre, consigo mismo y con el prójimo, el hombre merece la conversión y perdura en este estado, en la medida que su voluntad recae en los designios de Dios.

La limosna así discernida, tiene su fuerza decisiva para la conversión, tal como desenmascara el Evangelio de San Mateo 25, 35-40 extraído de la Biblia de Jerusalén: “Porque tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; era forastero, y me acogisteis; estaba desnudo, y me vestisteis; enfermo, y me visitasteis; en la cárcel, y vinisteis a verme. Entonces los justos le responderán: Señor, ¿cuándo te vimos hambriento, y te dimos de comer; o sediento, y te dimos de beber? (…) Y él entonces les responderá: En verdad os digo que cuanto dejasteis de hacer con uno de estos más pequeños, también conmigo dejasteis de hacerlo”.

Al mismo tiempo, los Padres de la Iglesia descansan en las reflexiones de San Pedro Crisólogo (406-450 d. C.): “La mano del pobre es el gazofilacio de Cristo, porque todo lo que el pobre recibe es Cristo quien lo recibe” (Sermo VIII 4); o San Gregorio Nacianceno (329-390 d. C.), considerado como el más completo estilista retórico de la patrística: “El Señor de todas las cosas quiere la misericordia, no el sacrificio, y nosotros la damos a través de los pobres” (De pauperum amore XI).

Queda claro, que este darse a los otros como ‘don interior’ articulado en la ayuda o el compartir la comida, el vaso de agua, el consuelo, etc., llega directamente a Dios quien resuelve el encuentro personal con él a la conversión. No son pocos los relatos de las Sagradas Escrituras que ratifican esta realidad con hechos amparados en la limosna, adquiriendo su razón de ser en la conversión del hombre que ahora mira a los tesoros del cielo y prescinde de aquellos otros de la tierra que los subyuga.

Estas introspecciones pueden iluminarnos a la hora de hacer limosna y a la que nos incentiva Su Santidad el Papa Francisco (1936-84 años), instándonos a arrimar el hombro a los necesitados y ver en ellos el rostro de Cristo; firmes en saber que la limosna es un ejercicio ascético que nos exime del apego a los bienes terrenales, no idolatrándolos y acogiendo en el corazón las palabras de Jesús en el Evangelio de San Mateo 6, 24: “No podéis servir a Dios y al dinero”.

Si tomamos en peso la anterior frase, no somos dueños de las pertenencias que poseemos, sino insignificantes administradores. Hemos de ceder un puesto a los que soportan la indigencia y la dejadez más espantosa, tendiéndole la mano, al igual que ellos lo hacen al pedir limosna. Primeramente, por una obligación de justicia y después, por un deber de caridad. El Santo Padre señala a este propósito: “Cuando (…) el lujo y el dinero se convierten en ídolos, se anteponen a la exigencia de una distribución justa de las riquezas. Por tanto, es necesario que las conciencias se conviertan a la justicia, la igualdad, la sobriedad y el compartir”.

Dar limosna va cogida de la mano benigna de la penitencia y la caridad: nos desasimos de algo desinteresadamente y procuramos un bien sin esperar nada a cambio. Porque, la finalidad de la limosna cristiana no es la eliminación constante o generalizada de toda carestía, cualquiera que sea su origen, sino una conducta derivada de la misma caridad, inspirada por las circunstancias que predominen.

A Jesús le importa muchísimo el refrendo universal de la caridad, por eso la Cuaresma nos atrae a esta actividad santa que nos recrea en el sentimiento de interesarnos por los demás y reconocer en los pobres al Hijo de Dios. Los Hechos de los Apóstoles 3, 6 describe que el Apóstol San Pedro dijo al tullido que le suplicó una limosna a la entrada del templo: “No tengo plata ni oro; pero lo que tengo, te doy: en nombre de Jesucristo, el Nazoreo, ponte a andar”.

Con la limosna no conferimos algo tangible, palpable y concreto, sino el presente más hermoso que podemos dedicar con el anuncio y el testimonio de Jesucristo ‘Muerto y Resucitado’, en cuyo nombre está la vida verdadera para ser testigos de su amor.

Consecuentemente, la limosna ataviada de la caridad, junto a la fe y esperanza son las tres virtudes teologales del cristianismo que residen en amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a uno mismo. En esta tesitura, la Cuaresma nos invita a la conversión y su vez, nos revela como un tesoro en vasijas de barro, algunos de los cauces más valiosos y tradicionales para sostenerla, cual es la limosna. Por los siglos de los siglos, la Iglesia se ha perpetuado en los derroteros de ser fiel con los más pobres, descubriendo en ellos la impronta de Jesucristo.

Finalmente, las colectas especiales de las que hemos sido testigos y en ocasiones hemos mirado a otro lado, es la purificación interior la que se nos regala y se acrecienta con un gesto de comunión eclesial, al igual que acontecía en tiempos antiquísimos en la Iglesia primitiva.

Actualmente, la limosna que realizan los cristianos no aspira conquistar la fama de la bondad entre la comunidad de creyentes, sino que brota de la caridad genuina que sosiega la plenitud del prójimo. Su arcano nace y despunta de la piedad con que se ofrece.

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