La grandeza de liderar la fuerza está en su uso racional y conciliador, no en la soberbia y el abuso. Liderar es acercar, no ahondar en el abismo. Hubo en tiempo, demasiado largo, en el que la cuestión de liderazgo estribaba casi en su mayor parte en la fortaleza y la figura elevada de quien lo ostentaba, ahora reverdece con estrépito. Cuanto más firme era la coraza y la sensación de singularidad frente al resto de los mortales, mayor era el deslumbramiento, adoración, seguidismo e incluso el inspirar temor hacia la figura emblemática y aislada de las vibraciones de lo corriente. Pero, como todo lo que depende de la evolución de la gente de acorde con el devenir del tiempo, ha habido un cambio de situación, o se ha vuelto a ella.
Quizás ahora se exige menos coraza y más empatía. Ya no se le puede convencer a la mayoría desde la autoproclamada única solución, señalando a los males como propiedad de los demás adversarios; convertirlos sin más en enemigos por ser los causantes de todos los padecimientos y no bajar realmente a la arena de la incertidumbre, la necesidad y hasta la decepción de quienes son requeridos para el seguidismo a ciegas y, por los momentos que se viven, también la decisión de su apoyo.
Liderar, por las circunstancias actuales, global y cercanamente, y que perduraran, puede ser conciliar la autoridad, dominio y carisma con la cercanía sincera y la humildad a la hora de reconocer errores propios, aciertos de los demás y voluntad de enmienda, lo más veraz posible, también empatía, no solo dominio y dinero.
Hoy día, por la incidencia aguda de las RRSS en el amplio y asequible dominio de la comunicación digital, lo dicho es realmente difícil no casarlo con lo hecho; lo que se anuncia por venir deja demasiadas huellas que pueden abonar a ese desencanto venidero y que luego, pese a la estrategia de desmemoria interesada y frecuente de los aparatos partidarios hacia los apoyos, delatan.
Liderar una formación política o un territorio significa ajustar en su estructura a desencantados y beneficiados por las decisiones del mando, hacerlos convivir y que a los fieles seguidores, indecisos e incluso contrarios, les llegue sensorialmente una razonable armonía que lleve al respeto sin estar reñido con la competición. “Lavar la ropa en casa” se ha convertido en poco menos que una quimera, hay muchos agujeros al conocimiento.
Una competición cada vez más proclive a romper todos los puentes y hacia, prácticamente, todos lados y después, a la vista está, en buena parte se tendrán que reconstruir no sin una dosis nada desdeñable de desconfianza. Liderar la fuerza es posible tenga que ver más que nunca con comprender al débil, entender al adversario, dejar siempre una ventana al aire nuevo y no echar la llave a una puerta que se tendrá que seguir abriendo para dar paso al salón de la negociación. Dominar la opinión y los recursos de poder desde la complicidad de los demás. Sin la hiriente imposición que genera miedo y deseos de venganza, que no respeto y apoyo ciertos.
Negociación para normalizar territorios y relaciones y, sobre todo, negociación para atender a lo que quiebra a la sociedad y quebranta su bienestar y esperanza más allá de los legítimos intereses y ambición partidarias e individuales de quienes están al mando. Inmerso como se está en una “guerra sin cuartel” política, tras el fragor y desenlace de la batalla, pocas manos, cualificación aparte, aún amparadas en la legalidad democrática y dada lo actual y su terca realidad, no sembrarán lo suficiente para el presente y ni mucho menos recogerán para el futuro. Quizás, o algo más, estemos en tiempos del “poder duro”, furibundo pero estéril, que no necesario.
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