Opinión

El lastre global de China para socavar los derechos humanos

En los epílogos de un orden mundial con diversos frentes enquistados, la República Popular China considera los derechos humanos como un peligro existencial para su acontecer. Y es que, su obstinación hacia los mismos, podría encarnar una grave amenaza a los derechos de las personas en todas sus variables.

En este país, el Partido Comunista Chino obsesionado porque admitir la libertad política ponga en dificultad su poder, ha implantado un estado de vigilancia orwelliano de alta tecnología, o séase, una situación, idea o condición social que se identifique como destructiva para una sociedad libre y abierta, monitoreando y excluyendo cualquier crítica cotidiana. Además, fuera de ella se vale sagazmente del influjo económico acallando a críticos y materializando un ataque al sistema global en toda regla para el reconocimiento efectivo de los derechos humanos.

Durante mucho tiempo, Pekín ha consagrado sus esfuerzos en llevar a término una ‘Gran Muralla Electrónica’ para que imposibilitara que los individuos estuvieran aventurados a las reprobaciones que desde el exterior se le realizaban al gobierno. En este momento, el mismo gobierno, valga la redundancia, arremete cada vez más contra los detractores, vaya a ser que parte de una empresa o universidad cooperen en medios o espacios virtuales de protesta pública.

Evidentemente, un régimen de la personalidad de China y menos en el siglo XXI, tiene apresados a integrantes de una minoría étnica para adjudicarles un adoctrinar violentado y, al mismo tiempo, arremeter contra quien ose rebatir su represión.

Si bien, en otros lugares del planeta se perpetran graves violaciones de los derechos humanos, ninguna otra dirección hace sentir su fuerza política con tanto carácter y arrojo con la intención de languidecer las normas e instituciones de derechos humanos que podrían reclamarle rendir cuentas.

La ausencia de rehúso a las medidas de Pekín, podría conjeturar un futuro ficticio en el que nadie dará esquinazo a los censores chinos y donde el sistema internacional de derechos humanos se hallará tan atenuado que ya no operará adecuadamente para amortiguar la coerción gubernamental.

Indiscutiblemente, el gobierno chino y el Partido Comunista no son las únicas intimidaciones a los derechos humanos, como se expone en el Informe de Human Rights Watch. En muchos de los conflictos armados, como en Yemen y Siria, las partes contendientes excluyen explícitamente las reglas internacionales proyectadas para salvaguardar a los civiles de los lances de la guerra, desde la negativa de emplear armas químicas hasta la de castigar con bombardeos diversos hospitales.

En otras zonas, los populistas autocráticos alcanzan el poder apabullando a las minorías y más tarde abordan a quienes se mueven como elementos de control de su administración, bien como activistas, periodistas independientes y jueces. Algunos líderes, tomando como ejemplos al expresidente de los Estados Unidos Donald Trump (1946-76 años), o el primer ministro indio Narendra Modi (1950-72 años) y el presidente brasileño Jair Bolsonaro (1955-67 años), objetan el mismo sistema de normas internacionales de derechos humanos que China vulnera, instigando a sus seguidores a replicar contra sus infundados competidores, o los globalistas que se atreven a insinuar que se deberían cumplir con las mismas normas.

“Un desafío excepcional de este calado insta a una contestación acorde y contundente, y aún puede hacerse mucho para proteger los derechos humanos contra el ataque frontal de Pekín. A pesar de los atropellos y de su gran oposición hacia los derechos humanos, no es inverosímil atajar esta amenaza global”

De ahí, que varios gobiernos en los que por su política exterior podía suponerse que protegen los derechos humanos, hace tiempo que lo han postergado. En cambio, otros, ante sus desafíos internos, de vez en cuando preservan dichos derechos.

Aun así, con este inquietante entresijo, el gobierno chino se enfatiza por el peso y la influencia de sus esfuerzos contra los derechos. El resultado para esta causa no puede ser otro que una tormenta perfecta: primero, un estado vigoroso y centralizado; segundo, un grupo de representantes con inclinaciones similares; tercero, un vacío de liderazgo entre quienes contraerían la defensa de los derechos humanos; y cuarto, un conjunto de democracias decepcionantes que asfixian a más no poder el sistema de derechos que ellos mismos simulan hacer valer.

El porqué de la arremetida de Pekín contra los derechos es la inconsistencia de un gobierno que resiste por medio del castigo y no de la aprobación popular. A pesar de períodos de considerable crecimiento económico en China, inducido por cientos de millones de sujetos que definitivamente se emanciparon y pudieron dejar la pobreza, el Partido Comunista Chino desconfía de su propia gente.

Aunque de cara a la galería se declara seguro de su crédito como valedor del pueblo, al Partido Comunista Chino le inquietan las derivaciones que podrían adquirir un debate popular y una organización política sin acotaciones y, por eso, no las tiene todas consigo de quedar atado al recuento popular.

Por lo tanto, Pekín ha de encarar el nada fácil ejercicio de gestionar una economía voluminosa y compleja, sin las aportaciones de la ciudadanía ni el argumento que se ocasionaría en un escenario de libertad política. A los líderes chinos que entienden que ante la falta de elecciones, la legitimidad del partido estriba, en gran medida, de que la economía continúe prosperando, les desvela que si el crecimiento económico se ralentiza, pudiese requerírsele mayor participación en la forma que se rige.

Las campañas nacionalistas que abanderan el ‘sueño chino’ y sus menciones ostentosas sobre inciertas proposiciones contra la corrupción, no invierten esta realidad subyacente. Y con el régimen del presidente Xi Jinping (1953-69 años), China está aguantando el sofoco más generalizado e irracional en décadas.

Las exiguas y transitorias coyunturas que acaecieron en los últimos años para que las personas pudieran expresarse con respecto a materias de interés público, se han esfumado de manera definitiva. O lo que es lo mismo: se han obstruido organizaciones cívicas, el periodismo independiente ya no consta, los diálogos en línea se han cortado y se ha suplido por una apología orquestada. Mismamente, las minorías étnicas y religiosas sufren un complicadísimo acoso y derribo.

Las pequeñas mejoras que hubo en cuanto al Estado de derecho han sido sustituidas por la inercia circunstancial de la ley manejada por el Partido Comunista. Hay arduos inconvenientes en la práctica de las libertades reducidas de Hong Kong en el marco de la política de “un país, dos sistemas”.

Actualmente, Xi Jinping se ha apuntalado como el líder más pujante de China desde los tiempos de Mao Zedong (1893-1976), componiendo un culto descarado a su figura, prescindiendo de los términos en los plazos de los mandatos presidenciales, urgiendo a su propio pensamiento y dando aires de pretensiones de grandeza de una nación poderosa, aunque autocrática.

Es más, para afianzar que su influencia siga sobresaliendo en los menesteres y aspiraciones del pueblo chino, el Partido Comunista ha acometido con determinación las libertades políticas de modo que quede suficientemente claro que la única alternativa es someterse a su dictamen.

Pero, por encima de todo, no son pocos los tiranos que observan con envidia el cóctel tentador chino de imponente desarrollo económico, vertiginosa modernización y una dominación del poder político supuestamente inquebrantable. Lejos de ser degradado como paria mundial, este gobierno es flirteado y el país organiza destacados acontecimientos, como los Juegos Olímpicos de Invierno de 2022. Su aspiración era ofrecer a China como un país abierto, accesible y poderoso, aunque cada vez se superponga una dirección autocrática más implacable.

A resultas de todo ello, queda en la impresión de diversos analistas que conforme China ascendiera económicamente, surtiría una clase media que reclamaría más sus derechos. Eso llevó a la visión congruente de que no había necesidad de forzar a Pekín por sus actuaciones abusivas, sino que bastaba con negociar.

A decir verdad, un número insignificante pone su clamor en este discurso oportunista, pero la amplia mayoría de las administraciones se han topado con otras fórmulas de fundamentar el contexto reinante, porque persisten dando preferencia a las oportunidades económicas en China, aunque sin guardar las apariencias de que haya una maniobra sutil para inspirar el respeto de los derechos de quienes allí viven.

Realmente, el Partido Comunista Chino ha demostrado con creces que la evolución económica puede asegurar una dictadura al proporcionarle los recursos para hacer valer sus criterios: invierte lo que sea indispensable para conservar el poder, desde los oficiales de seguridad que explota hasta la normalización de la censura que nutre, y el estado de control extendido que confecciona.

Estos tentáculos desmedidos que sustentan el curso autocrático, impugnan a las personas de China cualquier resquicio de tener algún tipo de voz en el tono en que se les dirige.

En otras palabras: he aquí un cántico de sirenas para los oídos de los intransigentes, porque ellos quisieran hacernos confundir, recurriendo al paradigma chino, que su régimen igualmente sería boyante sin la incómoda interposición del libre debate o de elecciones en las que pugnen varias fuerzas políticas.

No importa que los gobiernos no comprometidos a rendir cuentas estén plagados de realidades de demolición económica, tendiendo a poner sus intereses sobre su pueblo. Hacen preponderar el poder, a sus familias y cómplices. Obviamente, esto suele causar pasividad, estancamiento y pobreza continua, cuando no hiperinflación y ruina económica.

Incluso en China no se consiente que los que están excluidos del crecimiento económico eleven lo más mínimo la voz. Los funcionarios preconizan la superación económica del país, pero, a su vez, desaprueban toda información sobre el incremento de la inequidad en los ingresos, el acceso improcedente de los beneficios públicos, los juicios selectivos por corrupción y la evidencia de que uno de cada cinco niños han de permanecer en áreas rurales, mientras sus progenitores buscan algún empleo en otras zonas.

Además, enmascaran las demoliciones impuestas, los desplazamientos forzosos, las lesiones y fallecimientos coligados con algunos de los programas de infraestructura masivos, así como las incapacidades permanentes como resultado de alimentos y fármacos no regularizados.

No es preciso retroceder en demasía en la historia de China, para evaluar en su justa medida el número de individuos perjudicados por un gobierno que no está obligado a rendir cuentas. El Partido Comunista que en nuestros días hace aclamaciones del prodigio chino, no hace mucho imponía la ‘Revolución Cultural’ y el ‘Gran Salto Adelante’ para transformar la tradicional economía agraria a través de una resuelta industrialización y colectivización, pero que resultaron demoledores y produjeron la muerte de decenas de millones de personas.

Para sacudirse de todo tipo de reacciones internacionales por la amputación de los derechos humanos, China activa la punta de lanza para desgastar a las instituciones alumbradas para preservar tales derechos. Durante mucho tiempo las autoridades enfrentaron la severidad ante la preocupación por los derechos humanos, juzgándola violatoria de su soberanía, pero en similitud con el entorno existente, estas reacciones fueron modestas.

Entre tanto, China amedrenta a otras administraciones y hace hincapié en que lo realce en los foros internacionales, al igual que se unan a ellos en las críticas contra el sistema de derechos humanos establecidos.

Pekín parece estar concatenando sistemáticamente una trama de países aplaudidores que penden de su ayuda o de sus negocios, y quienes no lo hacen corren el riesgo de sufrir represalias.

Luego, el punto de vista que administra Pekín coloca a China en conflicto con la premisa de los derechos humanos internacionales. Donde otros contemplan a personas que afrontan un sinfín de persecuciones y que demandan urgentemente que se preserven sus derechos, las autoridades chinas ven un posible precedente de reconocimiento de derechos que podría volverse en su contra.

Para exponerlo de una manera más clara en estas líneas, China echa mano de su voz, influencia y en algunas oportunidades de su capacidad de veto en el Consejo de Seguridad, para obstruir medidas de las Naciones Unidas encaminadas a sostener algunos de los pueblos más amenazados, optando por dejar a las víctimas a su suerte, en vez de elaborar un patrón de defensa de los derechos que adquiera un efecto dominó para su régimen represor.

En ocasiones, los procedimientos que emplea Pekín poseen agudeza a la hora de aprobar tratados de derechos humanos, pero tan pronto puede, trata de reinterpretarlos o desprestigiar su aplicación. Asimismo, es habilidoso para aparentar que colabora con los análisis efectuados por la ONU de la situación real de los derechos y, al mismo tiempo, hace todo lo indecible por eludir un debate franco. Además, impide que críticos chinos se desplacen al exterior, como que expertos internacionales viajen al país. De manera, que coordina a sus aliados visiblemente represores para que encaramen sus virtudes.

No soslayando los derechos económicos, Pekín no está por la labor que se implemente una estimación independiente de sus progresos, porque eso obligaría inspeccionar, no su indicador privilegiado como es el crecimiento del producto bruto interno, sino comprobaciones de cómo se encuentran verdaderamente las personas más apesadumbradas, incluidas las minorías acosadas.

Ciertamente, no aguarda una valoración justa de los derechos civiles y políticos, porque tolerar tales derechos, supondría introducir un sistema de rendición de cuentas con elecciones libres y justas de cara a los activistas cívicos, periodistas independientes, partidos políticos y jueces.

En consecuencia, un desafío excepcional insta a una contestación acorde y contundente, y aún puede hacerse mucho para proteger los derechos humanos contra el ataque frontal de Pekín. A pesar de los atropellos y de su gran oposición hacia los derechos humanos, no es inverosímil atajar esta amenaza global.

Para contrarrestar este lastre es imprescindible romper de raíz con la aprobación abusiva y con la apuesta de quiénes todavía piensan en un orden mundial en el que los derechos humanos no sean una materia crucial.

“Para contrarrestar este lastre es imprescindible romper de raíz con la aprobación abusiva y con la apuesta de quiénes todavía piensan en un orden mundial en el que los derechos humanos no sean una materia crucial”

En su defecto, tanto los gobiernos, como empresas, universidades, instituciones y otros actores intervinientes, han de ponerse de lado con aquellos que residen en China o proceden de ese país y cada día bregan para que se respeten sus derechos. El primer enfoque, pasa porque no debe equipararse al gobierno con el pueblo de China, ya que en ese caso se tacha a toda una población por las injusticias que perpetra un régimen en cuyo nombramiento no han intervenido.

En lugar de eso, las autoridades deben respaldar las voces críticas y hacer notar notoriamente en que, ante la inexistencia de verdaderas elecciones, Pekín no representa al pueblo en su totalidad.

Así como las administraciones han dejado de suscitar la utopía simplista de que únicamente con el comercio puede impulsarse los derechos en China, del mismo modo, ha de desecharse el porte aplacador pero disfrazado, de que una diplomacia reservada es idónea. La interpelación que habría que hacerles a los dignatarios que visitan Pekín y que alegan deliberar sobre el curso de los derechos humanos, es si el pueblo de China, el que ilusoriamente dispone de la última palabra, puede prestar oídos.

El reflejo chino de crecimiento económico represivo puede impugnarse sacando a la luz los vaivenes de un régimen que no rinde cuentas, desde los millones de personas que han quedado relegados, hasta la escabechina desatada por regímenes por el estilo.

Tanto los gobiernos como las instituciones financieras han de plantear alternativas atrayentes que respeten los derechos, de cara a los préstamos sin ataduras y la ayuda para el desarrollo que procura China. De forma, que quiénes se implican de lleno con los derechos humanos, han de estar alertas a los dobles modelos del excepcionalismo chino, que en cualquier instante pueden colarse discretamente en su conducta y dejar que Pekín incurra arbitrariamente en abusos por los que otros gobiernos más pobres serían objetados.

Aunque China es quien siembra este abordaje a los derechos humanos, dispone de compinches listos para interceder, entre ellos, un elenco de dictadores, autócratas y monarcas que poseen su distinción en agravar el sistema de derechos humanos, que podría exigirles igualmente que rindiesen cuentas. También se encuadran gobiernos, empresas e instituciones académicas que teóricamente defienden los derechos humanos, pero, que tal vez, conceden más importancia al acceso de la riqueza de China.

Claro, que a China le resulta más sencillo y digamos, que paradójico, declarar que los malestares suscitados con respecto de su situación hacia los derechos humanos son una materia política, más que de principios.

El gobierno chino remiso a la coacción internacional sobre sus contrariedades internas de derechos humanos, no titubea en ser resuelto para favorecer su estampa en los foros internacionales. Miremos a la ONU, en la que uno de los principales objetivos es suscitar los derechos humanos universales, la presión se ha hecho sentir desde la misma base hasta las más altas cotas, siendo reacio en reclamarle a China que ponga fin de una vez por todas a la detención masiva de musulmanes túrquicos, pero conjuntamente, encumbra sobradamente la enorme capacidad económica de Pekín.

Paralelamente, en el Consejo de Derechos Humanos de la ONU, China se resiste regularmente a casi todas las decisiones que entrañen poner sobre la mesa la vulneración de los derechos humanos de cualquier país, salvo que se diluya de modo que se logre su aprobación.

Para ser más preciso en lo fundamentado, en los últimos años China se ha contrapuesto tajantemente a resoluciones que fulminaban y hacían añicos infinidad de violaciones de derechos humanos en Siria, Irán, Myanmar, Burundi, Filipinas, Nicaragua, Venezuela, Yemen, Eritrea y Bielorrusia, entre algunos. Además, ha intentado alterar el marco de derechos internacionales insinuando que, para acatar los derechos, primero hay que conquistar el progreso económico, postulando a determinar una “cooperación en la que todos salgan ganando”, que más tarde se denominó “cooperación de beneficio recíproco”, en la que los derechos se contemplan como un argumento de cooperación voluntaria, en vez de una obligación legal.

Finalmente, es preciso percatarse que el énfasis puesto por Xi Jinping sobre constituir una hipotética “comunidad de futuro compartido para la humanidad”, objetivamente es una visión deformada de los derechos humanos en consonancia con lo que decida y formalice Pekín.

Con lo cual, llegados hasta aquí, décadas de innumerables avances con sus debilidades y fortalezas en materia de derechos humanos están en juego, mientras el actual presidente del gigante asiático volverá a ser elegido por tercera vez consecutiva en el XX Congreso Nacional del Partido Comunista Chino, gracias a la reforma de la Constitución que él mismo ejecutó.

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