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Las heridas sin curar de la valla de Melilla sanan en diez metros cuadrados

La señora sonríe sentada en un improvisado patio delantero jalonado con flores junto a su portal. Alquila una habitación a cuatro chicos sudaneses. Sobre mantas y un raído colchón, curan allí sus heridas físicas y psicológicas de la tragedia de Melilla, donde, relatan, sufrieron golpes "hasta caer inconscientes" y pisaron territorio español para ser devueltos.

Son diez metros cuadrados en la planta baja de un edificio en un barrio pobre de Rabat, donde muchos sudaneses deambulan por las calles y duermen en los parques con la permisividad de las autoridades.

Ellos cuatro tienen suerte. Llevaban un año al raso hasta que la señora se prestó a alquilarles la habitación por 90 euros al mes, un dinero que aún no saben de dónde sacarán.

El viernes negro de Melilla

En la habitación: mantas, una bombilla desnuda, olor a muchos cuerpos en poco espacio, un hornillo para cocinar, un cepillo de dientes colgado de un clavo en la pared, botellas de plástico, tabaco y una muleta apoyada en la esquina.

Es de Amyad, de 23 años, que tiene una escayola en la pierna derecha, rota en la tragedia de Melilla del "viernes negro", como le llaman en recuerdo de los al menos 23 emigrantes fallecidos en el intento de cruce más mortal registrado en la frontera de la ciudad española. Ellos están convencidos de que murieron más.

Amyad explica que la escayola se la pusieron en el hospital de Nador antes de meterle en un autobús y llevarle a Chichaua (Marrakech), a 900 kilómetros, donde tuvo que pasar ingresado cuatro días más. Ahora se recupera sobre las mantas teñidas de suciedad.

A su amigo Jalal, de 19 años, le cuesta pensar. Se nota cuando habla porque arrastra las palabras. Enseña unas radiografías de la cabeza que le hicieron en un hospital de Rabat. Sufrió muchos golpes de los agentes marroquíes, cuenta.

"Me pegaron con mucha violencia, hasta perder el conocimiento, y estuve tres horas inconsciente. Cuando me desperté, me pegaron otra vez y volví a perder la conciencia. Nos pegaron hasta que no sentíamos los golpes. Una persona murió sobre mi pecho", explica aún desorientado.

Jalal se queja de que, tras esa primera visita al hospital, un traumatólogo le dijo que tenía que volver, pero ahora no le reciben. A un compañero suyo que fue a tratarse con un documento de Acnur pidiendo asistencia médica, le reclamaron dinero en el hospital para ser atendido. No puede pagarlo.

"Queremos paz y seguridad"

En el reverso del sobre DIN A3 de la radiografía, Jalal ha escrito un cartel con grafía irregular en árabe, que enseña a la cámara. "Libertad para los detenidos. Terrible masacre contra la humanidad. Queremos seguridad. ¿Dónde están los derechos humanos de los emigrantes?"

Lo preparó para una protesta que los migrantes organizaron frente a la sede de Acnur en Rabat, con escaso éxito, como tampoco lo tuvo la sentada convocada por las organizaciones humanitarias frente al Parlamento de la capital magrebí. Tan solo unas decenas de activistas acudieron.

Al dolor físico de estas personas, se une el psicológico de vivir sin nada, en una sociedad que les acoge de forma desigual. "No comemos bien, no nos vestimos bien, no podemos lavarnos. Hasta ayer (por el martes) no pude limpiar las costras de sangre de mi cabeza. En la calle, si quieres preguntar algo, se creen que estás mendigando", dice Jalal.

Y él lo que busca es "paz psicológica", la que no encontró en su país.

"Hemos huido de la guerra pensando que veníamos a un sitio tranquilo y hasta ahora no hemos encontrado la paz. Llevamos un año tirados en la calle. Por eso queremos emigrar a otro país: España".

Gas, bridas y de vuelta a Marruecos

A medida que cae la noche, a los cuatro inquilinos de la habitación se les van sumando compañeros que duermen en las calles, curiosos por la presencia de periodistas. Llegamos a ser nueve en diez metros cuadrados.

Varios explican con detalle cómo traspasaron la frontera y pisaron suelo español, para ser devueltos inmediatamente por los agentes españoles. Uno dice que corrió cien metros entre olivos, hasta que un guardia le roció con gas a los ojos.

"Entonces te desmayas", cuenta un chico que no quiere dar su nombre. Otro explica la misma historia: espray, bridas y le llevaron hasta la puerta de la frontera, donde lo arrojaron al otro lado.

"En España también nos pegaron con porras y cuando nos devolvían a Marruecos, los marroquíes nos volvían a pegar".

En plena conversación, la señora entra en la habitación, sonriente. ¿Qué piensa ella de lo que pasó? "Yo solo quiero que me paguen mi alquiler", dice antes de irse por donde vino.

Son las diez de la noche del miércoles y desde la habitación se escuchan los balidos de las ovejas que estos días se compran y venden en las calles de Rabat para la fiesta del cordero.

Jalal y los demás no pueden ni soñar en hacerse con uno desde hace años, dicen, pero optan por seguir soñando con Europa. El salto del "viernes negro" fue solo una etapa más en su camino de dolor y lucha.

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