Opinión

La larga historia de inestabilidad política salpicada por casos de corrupción

En escasas horas, Castillo discurrió de ser presidente de la República del Perú a presidiario culpado de pretender llevar a término un golpe de Estado. Por fortuna, la sacudida sísmica desencadenada no sumió al país andino en el desconcierto, gracias a un sistema democrático afianzado y a las férreas instituciones peruanas.

Y es que, en los últimos años, dicho sistema ha soportado repetidos rescoldos de inestabilidad política.

Ni que decir tiene, que las instituciones democráticas y el Estado de derecho protegieron reiteradamente la gobernabilidad que desde 2016 ha excluido, nada más y nada menos, que a seis presidentes, en un entorno de vastas divergencias entre el Ejecutivo y los diversos Congresos. Este último, diferenciado por la enorme segmentación y polarización que ha reportado, poco más o menos, a la ingobernabilidad.

A día de hoy, Perú está asestado por un sinnúmero de casos de corrupción y una sociedad deshecha y descentrada ideológicamente y fuerzas políticas que contemplan más los intereses inmediatos de sus liderazgos, que obrar a largo plazo un enfoque de Estado. Recuérdese brevemente, que a las 11:40 horas del 7/XII/2022 y en un mensaje a la nación, Pedro Castillo Terrones (1969-53 años) declaraba con pelos y señales la disolución del Congreso Nacional, así como la reorganización del sistema judicial y el Tribunal Constitucional, al que consideró imparcial e influido por intereses políticos. La misiva indujo velozmente a una convulsión política hasta su destitución galopante y procesamiento.

Por entonces, el pulso desalentado del expresidente Castillo para sortear su suspensión por el Congreso fundamentada en supuestos episodios de corrupción, lo condujeron a una confrontación directa con el legislativo. Un Congreso visiblemente fraccionado que se ensambló por la sospecha a ver dilapidados sus asientos parlamentarios. O séase, algo así como una artimaña de resistencia que acabó con la eliminación del presidente culpado de coordinar un golde de Estado.

Entretanto, en las calles y vías públicas y en los corredores de gobierno sobrevolaba la desconfianza por la creíble extensión de un estallido social o toma de gobierno por los militares. Algunas oficinas colindantes al Palacio Nacional fueron avisadas de la probable evacuación del personal. Pese a todo, las instituciones y especialmente, las Fuerzas Armadas, permanecieron fieles al sistema democrático y de derecho, arguyendo que no debían acatamiento ‘al golpista’ que ante todo pretendía deponer a los poderes democráticamente electos.

Posteriormente, a las 3:20 horas, Dina Boluarte Zegarra (1962-60 años), prometía el cargo como la primera presidenta de Perú en sus 201 años de vida republicana. La antigua vicepresidenta dejó muy claro que renunciaría si deponían a Castillo, aunque una vez más, pudo más la inclinación de supervivencia política.

Lo cierto es, que para muchos investigadores no queda claro si la nueva presidenta se mantendrá en el poder sin un grupo parlamentario que la defienda. Pero tal vez, será el atractivo de aguantar el asiento legislativo el que encaminará a los congresistas a cuidar con celo una alianza quebradiza que le otorgue continuar tanto al Ejecutivo como al Legislativo. Actualmente se constata una débil coalición en un Congreso atomizado y enfrentado con un elenco político que va desde partidos marxistas ortodoxos, hasta aquellos de derecha como el de la excandidata Keiko Fujimori Higuchi (1975-47 años). Asimismo, el Congreso se acomoda por 130 escaños, de los cuales, han quedado conformados catorce bancadas distintas con nueve congresistas no agrupados.

Boluarte se ha distanciado del partido marxista ‘Perú Libre’ que la arrastró al poder, por lo que se topará con innumerables obstáculos para contar con algunos apoyos. Este partido hace un balance de quince representantes de los treinta y siete con los que en principio llegó. Una vez más, en una fuerza política la mayoría de sus actores se han desligado para explorar alianzas que optimicen su futuro político. De suponer, que esa falta de afinidad partidista e intereses particulares le proporcionen formar coaliciones que le faculten para gobernar.

En paralelo, hay que hacer mención al fujimorismo como la fuerza principal opositora integrada con veinticuatro legisladores, un grupo entroncado y comprometido con la gobernanza democrática, pero que últimamente ha padecido un notorio traspiés político de la izquierda contra sus liderazgos, englobando los tientos humanitarios en contra del expresidente Alberto Fujimori (1938-84 años) y los procesos jurídicos de su hija Keiko. Quizás, este escenario entorpezca la negociación.

Con lo cual, el grupo predominante lo acomoda el resto de legisladores, en un repertorio que va desde treinta y siete partidos conexos con la ultraderecha, hasta los catorce legisladores de partidos tradicionalistas de centro derecha como ‘Acción Popular’.

Y sin perder un ápice de segundo en las agujas del reloj, a Boluarte no le quedaba otra que comenzar el diálogo y el armazón de consensos en un Congreso desintegrado con posiciones en los extremos. Una empresa que se antoja casi impracticable política e ideológicamente, pero donde el positivismo y la estabilidad de los legisladores los dirigen a acuerdos que concedan el ambicionado equilibrio político.

Asombrosamente, seis interminables años de mutabilidad y vaivenes políticos parecen no haber repercutido demasiado al crecimiento económico del Perú, que alcanzará más de un 3% de crecimiento, uno de los más elevados de Latinoamérica. Ningún otro país de la región habría zigzagueado tanta irregularidad política sin originar una auténtica catarsis política y económica.

Con estos mimbres, el alegato del Perú se halla en un sistema democrático apuntalado de dos siglos, instituciones consistentes que habilitan la gobernanza en intervalos críticos de crisis y la trayectoria de políticos y funcionarios por la democracia y gobernabilidad. Si bien, no ha de soslayarse cómo la persistencia política es un elemento incuestionable en la raíz y solución a las dificultades políticas periódicas, en el apartado más cercano de la inestabilidad constitucional con desenlaces escabrosos de presidentes que no consiguen consolidar sus mandatos.

En otras palabras: primero, Pedro Pablo Kuczynski (1938-84 años) y a continuación, Martín Vizcarra Cornejo (1963-59 años), Manuel Merino de Lama (1961-61 años), Francisco Sagasti Hochhausler (1944-78 años), Castillo y ahora Boluarte, donde Perú encadena seis presidentes en menos de cinco años, en una espiral de vaivenes caracterizados por desórdenes, abusos de corrupción y pugnas con el Congreso que difícilmente han quedado en el anonimato.

De hecho, desde Alberto Fujimori (1990-2000), Perú acumula un balance de once presidentes e implícitamente cada uno ha terminado en conflictos con la justica. Las únicas salvedades corresponden al difunto Valentín Paniagua Corazao (2000-2001), Sagasti (2020-2021) y ahora Boluarte.

Así que el ya expresidente Castillo, forma parte del último de un extenso cuadro de presidentes precipitados en la desdicha, porque su tarea estuvo acentuada por la indecisión tras llegar el 28/VII/2021, venciendo por 44.000 votos a la derechista Keiko Fujimori en la segunda vuelta electoral, con la exclusiva de disponer más de setenta variaciones ministeriales en un margen de diecisiete meses. En agosto de este mismo año, era objeto de un total de seis pesquisas por corrupción y tráfico de influencias, una realidad sin precedentes en Perú. Y a principios de octubre, la jurisprudencia entretejió un recurso de inconstitucionalidad que permanece abierto, atribuyéndole el delito de organización criminal de corrupción.

Sin apenas experiencia política ni horquillas institucionales compactas que lo encaramaran, la partida política con la que Castillo aspiraba evadir un juicio al caer, no tuvo el suficiente calado ni en las Fuerzas Armadas como en sus ayudantes más próximos en el gobierno.

Hay que traer a la memoria que en el año 1992, el entonces presidente Alberto Fujimori, a este tenor dictaminó la disolución del Parlamento, pero tenía el contrafuerte de las Fuerzas Armadas con lo que se perpetuó ocho años más, hasta que hubo de dejarlo asediado por los escándalos de corrupción. A este respecto, decía literalmente el presidente del Tribunal Constitucional, Francisco Morales, “hoy se ha dado un golpe de Estado al mejor estilo del siglo XX. Es un golpe destinado al fracaso, el Perú quiere vivir en democracia. Este golpe no tiene ningún fundamento jurídico”. En cierta manera, lo acontecido con el apartamiento de Castillo, muestra un proceso de desintegración política en el que ha estado inmerso el país en los últimos diez años.

Curiosamente, tres congresos han adoptado en ocho ocasiones una causal permitida por la Constitución denominada “permanente incapacidad moral”, para derrocar a presidentes. Sumarios parecidos a los de Castillo apremiaron a otros exmandatarios como Kuczynski, en 2018 y Vizcarra, en 2020. Pero el Congreso es la institución más deslustrada de Perú.

En atención a una encuesta realizada por el Instituto de Estudios Peruanos correspondiente al mes de noviembre, el Congreso mantiene el 86% de crítica y un 10% de conformidad, porque el engarce entre el máximo poder del Estado y la corrupción vienen de más atrás. El 21/XI/2000, el Parlamento igualmente retiró por “permanente incapacidad moral” a Fujimori, quien ofreció su renuncia desde Japón donde había escapado. Siete años después, a Fujimori se le detuvo en Chile y a la postre extraditado en Lima, donde en 2009 se le condenó a 25 años de prisión por corrupción y crímenes de lesa humanidad.

Además, el expresidente disfrutó de un período momentáneo de libertad entre las postrimerías de 2017 y octubre de 2018, cuando obtuvo un controvertible indulto que por último invalidó la justicia. Hoy, cumple su sentencia en Lima.

Tras el desmoronamiento de Fujimori y el presidente transitorio Paniagua, Alejandro Toledo Manrique (1946-76 años) venció en las elecciones de 2001. Toda vez, que en 2003, hubo de declarar el estado de emergencia ante una oleada de insatisfacción social. Parte de la oposición y la prensa reclamaron su marcha “por incompetencia” y el gobierno renunció, aunque él se aferró a completar el mandato. Eso sí, incógnito de corrupción por admitir fondos ilegales de la petrolera Odebrecht, fue detenido en Estados Unidos en 2019 y seguidamente puesto bajo prisión domiciliaria tras llevar siete meses recluido. La justicia norteamericana facultó su extradición en 2021, pero éste recurrió y Perú sigue a la espera.

Más tarde, la gestión de Alan García Pérez (1949-2019), quien tras proceder como socialdemócrata entre los años 1985 y 1990, respectivamente, retornó al poder en 2006 como una forma de neoliberalismo. En su segundo año asumió la dimisión del gobierno tras destaparse un presumible caso de corrupción en la petrolera noruega Discover Pretroleum. Al mismo tiempo, envuelto en el lavado de dinero vinculado con el escándalo de Odebrecht, García se quitó la vida en 2019 cuando iba a ser apresado.

Más adelante, el 6/VI/2011, Ollanta Humala Tasso (1962-60 años) se convirtió en el primer presidente de izquierda, pero habiendo transcurrido tan solo un año, los integrantes de su gobierno, censurados por su papel en las disyuntivas sociales que derivaron con diecisiete fallecidos, renunciaron a su compromiso. También vigilado por recibir tres millones de dólares de Odebrecht durante su campaña, Humala recibió prisión preventiva en 2017 e imputado en 2019. Desde el 21/I/2022 ha estado en juicio junto con su esposa. De cualquier manera, Humala es el último en concluir el mandato constitucional de cinco años.

Llegados hasta aquí, podría decirse que en los últimos cuatros años el desequilibrio se convierte en desmedido: en 2016, las elecciones para reemplazar a Humala las superó el centroderechista Kuczynski, quien rápidamente estaba en entredicho por el previsible soborno de dinero en el caso Odebrecht.

Ya, el 21/III/2018, ofreció su renuncia en vísperas de una proposición parlamentaria para inculparlo expresamente de cara a un veredicto de destitución. Primero, en prisión preventiva y, segundo, bajo arresto domiciliario, sucediéndole en el cargo su vicepresidente Vizcarra.

En idéntica línea Vizcarra estaría señalado por diversos choques dialécticos con la mayoría fujimorista en el Congreso, y en septiembre de 2019 no le quedó otra que optar por su disolución. Fallo apoyado por el Tribunal Constitucional y el augurio de Elecciones Legislativas adelantadas.

No tardaría mucho, cuando en septiembre de 2020 le sacaron el primer proceso de “permanente incapacidad moral” que logró franquear, ya que los fujimoristas habían perdido el manejo del Congreso en las elecciones. Pero en octubre de ese mismo año, los abusos de corrupción empujaron a que la vacancia alcanzara los soportes imprescindibles.

A Vizcarra lo sucedió el presidente de la Cámara, Merino, quien influido por la clase política y el sinfín de protestas en la calle, a los cinco días desistió. Sagasti, presidente electo del Parlamento, ocupó la presidencia interina entre noviembre de 2019 y julio de 2021, hasta que llegó Castillo. Digamos, que este último es la punta del iceberg de múltiples inconvenientes estructurales que atañen gravemente a Perú. Y en esta circunstancia únicamente es imaginable la imprevisibilidad transformada en regla política, porque el país está falto de un sistema de partidos políticos apto para canalizar apropiadamente las peticiones ciudadanas.

En su lugar aparece una clase política negada de ir mucho más allá de sus alicientes particulares y de poner los ojos en el interés colectivo. Los dos anteriores conatos de vacancia que sostuvo Castillo naufragaron, no tanto porque operara con una mayoría parlamentaria robusta, sino porque su relevo conjeturaría el llamamiento de elecciones anticipadas y la cuestión para los diputados que no pueden ser reelegidos de dilapidar sus escaños y, por tanto, los ingresos que ahora siguen recibiendo, junto con el acceso al presupuesto y las prebendas coligadas a sus cargos.

“La catarsis política que vive Perú no es solo la hechura colectiva: los guarismos lo dicen todo. Basta con echar una simple mirada al arribo de presidentes en el último lustro, con profundas desigualdades sociales, denuncias de corrupción contra gobernantes y la disputa entre los poderes públicos hasta llegar al punto de la quiebra actual”

El defectuoso molde institucional peruano que empantana la reelección de los parlamentarios y los desacredita a una insuficiente preparación, ha transferido al país a un laberinto entre el Congreso, inducido por una élite política envilecida y un presidente nulo para procurar un mínimo de solidez. Un patrón institucional que incorpora el rompecabezas del presidencialismo latinoamericano con las anomalías del parlamentarismo, hasta desaguar en una combinación temeraria que acaba descifrando seis presidentes en los últimos años.

El agotamiento de los gobiernos en el poder desde 2016 desenmascara las rivalidades habidas por los liderazgos, pero igualmente, un procedimiento sustentado en fuerzas que importan intereses sectoriales o personales, incapaces de alentar a la administración desde coyunturas programáticas o políticas. O lo que es lo mismo, la máxima empleada desde el Parlamento es la imposición permanente a los mandatarios.

Es algo así como un método quebradizo en el que la agitación política y polarización han convicto a Perú en un ente netamente ingobernable. El fujimorismo, mayoritario en el Congreso, minó a Kuczynski hasta tocar fondo con su abandono. Lo que después ha acaecido, el encasillamiento extremo de las distintas etapas legislativas ha creado contextos inconcebibles e inauditos. Uno de ellos desatado en 2020, en el que uno de los partidarios más votados correspondiese a una formación anexa a un grupo fundamentalista religioso arraigado en la Amazonia.

El antifujimorismo, un pensamiento político heterogéneo definido por su antagonismo al fujimorismo, es un adhesivo que sin más se utiliza en las fases electorales y no deja cimentar amplias y duraderas bases desde las que fortalecer la gobernabilidad. Emplazándose para salvar el triunfo del fujimorismo en cada llamada a las urnas y lo plasma alrededor de pretendientes de izquierda, centroderecha o extrema izquierda. Es así, como una vez superados los comicios se deshace este sentimiento y los presidentes electos quedan distantes y sin los apoyos adecuados.

Asimismo, en el Perú se constata un inconveniente político enquistado y estructural donde las afinidades negativas causan un enigma de representación. Si los peruanos continúan ejerciendo su voto en contra de alguien y no a favor del candidato, la sujeción electoral de representación que obran, acaba en la misma jornada de la derrota en las urnas. Pero muy pronto, no entran en escena ni los compromisos como los posibles incentivos para proseguir defendiendo al beneficiario provisorio del apoyo. Referencias incontrastables son Kuczynski, Vizcarra y Castillo, que en su día gozaron del patrocinio electoral del antifujimorismo, pero éste en un periquete les excluyó.

Finalmente, el autogolpe malogrado por Castillo proyecta un doble recado. Primero, evidencia a todas luces que las instituciones democráticas pese a sus carencias, maniobran y disponen de una capacidad de acción cualificada, contando con el auxilio preferente de las Fuerzas Armadas y de los Cuerpos de Seguridad. Sin inmiscuir, el puntal popular y de la opinión pública que reflejó el retraimiento del presidente.

Y segundo, lo ocurrido recientemente presagia un tiempo desbocado y quién sabe, de oscilaciones de gran alcance en cuanto a la gobernabilidad y de las democracias, en una América Latina que es testigo directo cómo surgen regímenes autoritarios y avasalladores, así como otras opciones populistas de forma peyorativa como de corte bonapartista que se alimentan de la amplia incomodidad ciudadana en un círculo de incesante voracidad.

En consecuencia, la catarsis política que vive Perú no es solo la hechura colectiva: los guarismos lo dicen todo. Basta con echar una simple mirada al arribo de presidentes en el último lustro, con profundas desigualdades sociales, denuncias de corrupción contra gobernantes y la disputa entre los poderes públicos hasta llegar al punto de la quiebra actual. Salidas en serie apresuradas y el protagonismo del Congreso de la República que han hecho multiplicar esta realidad. Los peruanos piden ante todo convicciones democráticas irrevocables para no ser traicionados por embaucadores totalitarios.

A resultas de todo ello, Perú sigue condicionado por el fujimorismo y sus detractores, al erigirse en la fuerza política más significativa pero que no consigue alcanzar la Presidencia. Prueba de ello es que carga sobre sus espaldas mucho rechazo y funciona en negativo, a pesar de ostentar el control de las instituciones y la capacidad de voto: los presidentes son deleznables y se les atasca la gobernanza.

“A día de hoy, Perú está asestado por un sinnúmero de casos de corrupción y una sociedad deshecha y descentrada ideológicamente y fuerzas políticas que contemplan más los intereses inmediatos de sus liderazgos, que obrar a largo plazo un enfoque de Estado”

Podría afirmarse que las dos últimas generaciones de políticos han hecho de Perú ingobernable, incidiendo en la polarización, pero no solo en las élites, sino también en la sociedad: cada vez más votantes se acoplan en la extrema derecha e izquierda. Estamos hablando de una crisis en términos políticos en toda regla, porque no se dejan divisar programas en la agenda.

Consta una cultura política soportada en manipular la ley. De este modo, el Congreso explota sus patentes para marginar a los ejecutivos. Este es el caso de Castillo (28/VII/2021-7/XII/2022), que sucumbe por saltarse la Constitución con otro autogolpe de Estado, después de estar en el punto de mira por los cargos de corrupción: su pecado original se agravó con el rearme de sus gabinetes y medios palaciegos nebulosos. No más lejos de sus peculiaridades caricaturescas de todo lo habido y por haber, el argumento peruano es la enrarecida manifestación de fuerzas concéntricas de que la discordancia entre los representantes y los representados hacen colapsar los sistemas democráticos.

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