Opinión

La República Islámica de Irán, la gran excepción de Oriente Próximo

Tras un filón de habladurías y el insólito suceso del helicóptero estrellado (19/V/2024) en el que viajaban el presidente de Irán, Ebrahim Raisi (1960-2024) y el ministro de Asuntos Exteriores, Hossein Amir-Abdollahian (1964-2024), conjetura el punto de inflexión del que hay que tratar de encajar las piezas de este puzle, para al menos desenredar una incógnita que se ocasiona en una coyuntura de progresiva crisis política, social y económica. Y es que, con la presión internacional sobre su programa nuclear, más el robustecimiento de las conexiones militares con la Federación de Rusia y la financiación de grupos como Hezbolá y Hamás, Teherán tendrá por delante jornadas complicadas prestas a hacerse una maraña.

Y entretanto, los contendientes de Irán, incluidos Estados Unidos, el Estado de Israel y el Reino de Arabia Saudita, ahondan en sus vínculos de seguridad para contrapesar el influjo de este coloso en llamas de la región. La economía persa se está desplomando y podría verse todavía más dañada si se estrechan las sanciones estadounidenses. Sin lugar a dudas, el fallecimiento casual de Raisi, abre una grieta al desconcierto y la pugna por el poder.

A día de hoy, la República Islámica de Irán es la gran paradoja de Oriente Próximo. En una demarcación de mayoría árabe y suní, los iraníes son mayoritariamente persas y chiíes. Esfera emblemática de uno de los grandes imperios de la antigüedad, Irán se sitúa sobre un espacio de travesía para la comercialización geomorfológica entre Oriente y Occidente, lo que ensamblado a su dimensión, recursos petroleros y fuerza militar, le otorga convertirse en uno de los dominadores y fatuos de este tablero.

Digamos, que en este escenario irresoluto se ha trenzado toda una malla de alianzas con protagonistas puntuales como Hezbolá, Hamás o el régimen de los Asad en la República Árabe Siria y los hutíes en la República de Yemen, con la que pretende fraguar su señorío geopolítico.

Como es sabido, este estado se establece sobre una altiplanicie triangular y un territorio desértico, siendo abundante en recursos estratégicos como el petróleo y el gas. En el devenir de su historia, Irán ha debido de hacer frente a sus vecinos y a su vez, ha sido víctima de la intrusión de potencias extranjeras como Estados Unidos o Reino Unido.

Lo cierto es que fruto de lo retrospectivo en el tiempo, Teherán ha acabado apostando por priorizar la estabilidad de su régimen interno y el predominio regional, mientras intenta poner rumbo entre los lazos incómodos que conserva. Fundamentalmente, cuando tras la Revolución Islámica (7-I-1978/11-II-1979) que depuso al último sha, este país se convirtió en una República Islámica. Desde aquel momento, cuenta con un régimen de corte teocrático y una política acentuada por el islam chií y como no, con un ayatolá que encarna al Líder Supremo.

Con estos precedentes iniciales, el Irán presente se haya enfrascado en una etapa de enorme convulsión política punteada por arduas disputas internas en su armazón de poder. Los surcos de influencia se enredan en un entramado complicado de interpretar para los analistas.

De hecho, las facciones políticas han estado encaradas en luchas cada vez más agudas, lo que ha reportado a un mayor desequilibrio. Además, en este entorno de tensiones permanentes las parcelas conservadoras y reformistas pugnan por hacerse con el control. Y como no podía ser de otra manera, el terremoto político surgido no sólo repercute al país, sino que adopta derivaciones a nivel internacional.

Luego, el contrapeso de la zona y los posibles engarces con otros actores circundantes están en juego.

Con las constantes vitales inmersas en las alianzas y estrategias de los actores políticos iraníes, el futuro de Irán pende de un hilo. La imprecisión política reinante sugiere retos tanto para los líderes internos como para la comunidad internacional que divisa con inquietud este contexto. Y a criterios de numerosos investigadores, la intromisión de potencias extranjeras en medio de los choques internos, puede tener consecuencias en el equilibrio regional, porque los intereses en cuestión enrarecen siquiera más el paisaje político, originando preocupación sobre el avance de los acontecimientos en el país persa.

Dicho esto, los regímenes autoritarios pueden ser lo bastante problemáticos e incluso contar con un espectro de componentes de colaboración democrática, tal y como puede avistarse en la República de Uganda o en la República de Azerbaiyán. En cambio, Irán, constituida tras una revuelta popular que destituyó al régimen del sha, es un indicativo clarividente de cómo en estados que podrían catalogarse como dictaduras, el poder no se encuentra precisamente aglutinado en unas pocas manos, sino diseminado entre una sucesión de actores que rivalizan o concurren según sus expectativas.

La confirmación de que Irán es un régimen autocrático controlado por los ayatolás es una realidad a medias tintas. Es indiscutible que el Líder Supremo debe pertenecer al clero chií, como de la misma manera, la mayoría de los presidentes y líderes políticos escogidos en las urnas han sido ulemas de mayor o menor categoría. Toda vez, que la Revolución Islámica no la consumó únicamente el clero, como tampoco apoyó en su totalidad al movimiento. Lo expuesto se trasluce en el andamiaje del régimen iraní y la distribución del poder tras la defunción de Ruhollah Musavi Jomeiní (1902-1989).

Me explico: tras desmantelar al sha, Jomeiní y sus incondicionales quisieron valerse de su guion político y durante la forja de la Constitución se aseguraron de que las posiciones del poder legislativo y judicial recayeran en los ulemas más afines, a la vez que se coordinaban para acudir a las elecciones constituyentes.

Sin embargo, tras la muerte de Jomeiní, a pesar de que las advertencias potenciales a la prolongación del jomeinismo quedaron contrarrestadas, era manifiesto que los ulemas no eran los únicos figurantes en la pelea por el poder. Las milicias que se encomendaban en la administración de la justicia conjurada y en vigilar por la observancia de las prohibiciones de la vestimenta, no formadas por clérigos, sino por seglares, terminaron institucionalizándose y monopolizando una supremacía cada vez superior, principalmente, tras la guerra con Irak (22-IX-1980/20-VIII-1988).

Simultáneamente, la parte del conjunto poblacional que supuestamente había alentado la Revolución y no había quedado dañada, o séase, los no exiliados y no purgados y que mantenían su ocupación o habían mejorado sus condiciones de vida, aguardaban modular sus peticiones mediante las elecciones. Primordialmente, cuando Jomeiní fue desbancado por Alí Hoseiní Jamenei (1939-85 años), un ayatolá propenso a los principios de la Revolución Islámica, pero con escasa gravitación religiosa.

A pesar de que el estrato religioso jomeinista se reserva el derecho de imposibilitar pretendientes electorales, la aportación democrática en sumarios más o menos limpios, es un mecanismo de salida significativo para amortiguar las sacudidas de desaprobación como los producidos en 2009 o 2018. Si bien, el poder del electorado quedaría bastante condicionado.

En síntesis: Irán armoniza entidades intensamente opresoras con algunos órganos nominados mediante elecciones democráticas. Y en la cima del organigrama se emplaza el Líder Supremo, Jefe de Estado religioso con vastas atribuciones. Aunque según la Carta Magna de 1979, aprobada mediante referéndum (2-3/XII/1979) y que reemplazó a la Constitución de 1906, considerada como un híbrido entre términos teocráticos y democráticos, el Líder Supremo ha de ser el gran ayatolá con mayores credenciales religiosos. Esta salvedad se retocó en 1989 para consentir el nombramiento de Jamenei para ocupar el puesto.

En efecto, no alcanzó el poder por su recorrido religioso, sino por su fidelidad al jomeinismo. El Líder Supremo es designado por la Asamblea de Expertos, una cámara acomodada por unos ochenta ulemas seleccionados en elecciones cada ocho años. Queda claro, que Jamenei alarga la cota de control sobre la política iraní y sobre cómo se nombrará su sucesor, ya que el Líder Supremo elige por sí mismo al jefe del poder judicial y a la mitad del Consejo de los Guardianes. Este Consejo, entre otras funciones, sanciona o refuta las propuestas para los procesos electorales, por lo que depura la elección hacia aquellos aspirantes que no desafían los principios de la Revolución.


Los organismos decididos mediante elecciones democráticas son los órganos de gobierno local: la Cámara Legislativa, la Asamblea de Expertos y posteriormente y de manera más específica, el Presidente del Gobierno, que no es designado de modo transversal por el Parlamento como en otros estados, sino que surge sin más, de las urnas. Las Elecciones Presidenciales y Parlamentarias suelen computar una concurrencia por encima del 70%, lo que indica que los líderes electos arrastran un apoyo popular sonado.

En ese aspecto, el Presidente de Irán interviene como balanza de las instituciones no escogidas, aunque su peso de movimiento se encuentra reducido por la hechura parlamentaria, el poder judicial y el Líder Supremo. Aunque el Consejo de los Guardianes y el Líder Supremo perduran en la fuerza de veto, las elecciones habitualmente discurren limpias, con algunas anomalías claras. Póngase como ejemplo las Elecciones Presidenciales de 2009, en las que Mahmud Ahmadineyad (1956-67 años) fue ratificado en su puesto, pero se advierten denuncias de fraude electoral y la supeditada reclamación de millares de iraníes reivindicando la repetición de los comicios. Y si cabe, este trazado se intrinca mucho más, si se yuxtapone la Guardia Revolucionaria, un cuerpo militar autónomo con su marina y armada, así como agencias de información, fundaciones y empresas exclusivas. O lo que es lo mismo, no sujeto al resto del Ejército iraní y bajo el paraguas del Líder Supremo.

El producto de esta ecuación es un Estado al filo de lo imposible en el que unas cuantas facciones bregan por fiscalizar las diversas organizaciones, tanto en las praxis electorales como mediante confabulaciones en su interior. Con asiduidad los acuerdos políticos se invierten, a pesar de que prevalecen fuerzas políticas sensatas y por momentos se despliegan como alianzas, lo que desorienta recapitular la política interna iraní.

Llegados a este punto, los rotativos internacionales discrepan en Irán entre dos inclinaciones políticas. Primero, los ‘reformistas moderados’, seguidores de la apertura y una interlocución viable con Occidente; y, segundo, los ‘ultraconservadores’, chovinistas y enemigos a cualquier compromiso dado con Europa y Estados Unidos. Esta categorización es ambigua, no sólo por la indeterminación de los vocablos y el tiento de valor que encubren, sino porque reduce en demasía los enfoques de estos actores, cuyo galimatías ideológico queda empequeñecido al mínimo.

Es innegable que la política exterior se coarta a su labor primordial en los engranajes entre facciones, pero no es el único fundamento que reflexionar. La discriminación entre moderados y ultras replica objetivamente a las posiciones en cuanto a la astucia diplomática, pero no amasa las parcelaciones en cuanto al encargo económico o el aperturismo en razón de los derechos y libertades.

Ahmadineyad, presidente entre los años 2005 y 2013, era distinguido regularmente como ultraconservador por su elocuencia impulsiva antioccidental. Pese a todo, se convirtió en el primer conductor no vinculado al clero y salvaguardaba una mayor influencia del Estado en la economía, y en paralelo con su procedencia humilde y apego por la Guardia Revolucionaria y los desamparados de la guerra con Irak. Por ende, Akbar Hashemí Rafsanyaní (1934-2017) y Sayid Mohamed Jatamí (1943-80 años), presidentes entre los años 1989 y 1997 y 1997 y 2005, respectivamente, auspiciaron la chispa conductora con Occidente y se circunscribían en el plano de los moderados competentes, a pesar de hallarse en flancos ideológicos antagónicos.

Una identificación más concreta y neutra que permite intuir la política iraní, diversifica dos palancas. La primera, taxativamente iraní, equidistante en la legitimidad del poder, se enfoca desde la teocracia al republicanismo: los teócratas respaldan que la soberanía incurre en Dios y que el gobierno del alfaquí es un mandato divino que ha de ser protegido a toda costa; mientras que los republicanos sustentan que la legalidad del régimen incumbe al soporte popular, por lo que pretenden innovar las instituciones para regularizar la insatisfacción y dar mayor concurso a la ciudadanía. Y la segunda palanca, forma parte de la partición enraizada entre la izquierda y derecha: los primeros, secundan el arbitraje estatal en la economía y la redistribución de la riqueza; y los segundos, justifican la economía capitalista, el libre mercado y un Estado no intervencionista. La conclusión recae en cuatro ámbitos políticos: teócratas de derechas e izquierdas y republicanos de derechas e izquierdas.

La anterior segmentación es más teocrática que práctica, porque se trata de una codificación favorable para describir los contrafuertes de cada posición y situar algunas figuras trascendentes. Sin soslayar, que a lo largo y ancho de su trayectoria, los políticos iraníes viran continuamente de posición y las diversas facciones se unen u oponen en función del desenlace electoral o el contexto internacional imperante.

La derecha teocrática es notoria entre los mercados del bazar y el clero tradicional que abogó por la Revolución y la instauración de la República Islámica. Los procuradores más afamados de este proceder son el presidente del Parlamento iraní y la Asociación de Clérigos Combatientes, como escisión de la Sociedad del Clero Combatiente de orientación reformista. Y la izquierda teocrática, inseparable a los principios de la Revolución, pero con designios anticapitalistas, posee la horquilla de afiliados de la Guardia Revolucionaria, así como de clases menos auxiliadas en las urbes y comarcas. El integrante más señalado de esta facción es el expresidente Ahmadineyad y uno de los grupos que la constituyen con los Ayudantes de Hezbolá, una milicia paramilitar que aplaca las manifestaciones contra el régimen.

De modo, que la proyección paulatina de los autoproclamados ‘innovadores revolucionarios’, presagia un futuro superlativo para esta corriente.

La derecha republicana, concentrada en el alivio económico del régimen y su lanzamiento al comercio exterior, es manejada por el presidente Hasán Rohaní (1948-75 años), otro apoderado célebre de este frente político recae en el expresidente posrevolucionario Akbar Rafsanyaní. Este movimiento tiene el visto bueno de muchos empresarios y funcionarios de clase media, aparte de tecnócratas y ciudadanos que han recibido formación académica en Occidente.

En definitiva, la izquierda republicana, de predilecciones socialdemócratas, está nutrida por parte de las clases medias urbanas, estudiantes y grupos que abanderan los derechos de las mujeres.

El expresidente Mohamed Jatamí y el excandidato Mir-Hosein Musaví (1942-82 años), actualmente bajo reclusión domiciliaria por su actividad en primera fila de la Revolución del Parque de la Libertad, un enjambre de reprobaciones contra la presumible estafa electoral de 2009, son los emblemas preferentes de esta tendencia. Amén, que numerosos republicanos de izquierdas son parte integrante de la antítesis al régimen y no pueden colaborar en las elecciones. A diferencia de otros que son admitidos por el Consejo de los Guardianes y de alguna manera, cooptados y agregados a las organizaciones del régimen.

Ocasionalmente, organismos e individuos políticos con ideales no del todo conformes, convergen para escudar sus intereses comunes. Véase el envite del régimen iraní por lograr un pacto con las potencias occidentales, no fue una decisión personal del presidente Rohaní, sino que se trató de un acuerdo entre los republicanos de derechas y teócratas conservadores cercanos a Jamenei, que confiaban que el escenario económico nacional se enmendase con el levantamiento de las sanciones y así atenuar el peligro de las protestas.

Los principales opositores del acuerdo nuclear, aparte de algunos sectores intemperantes de la derecha clerical, son los integrantes de la izquierda teocrática, básicamente, los altos cargos de la Guardia Revolucionaria que ponen en entredicho cómo sus intereses económicos se ven intimidados por el entremetimiento extranjero, ya que las fundaciones que inspeccionan se benefician de un mercado sometido y no aguantarían la competencia exterior.

Rohaní, quiso operar y congraciarse con la derecha teocrática en un intervalo en el que el entorno económico y social de Irán eran susceptibles. En los inicios de 2018, alcanzó un acuerdo con el Presidente del Parlamento para conferir estabilización a su nuevo Gobierno. No obstante, comenzó a ver disminuido el aval de la izquierda republicana que había sido inseparable desde 2013.

“Pese a que Irán es el protagonista principal del Eje de la Resistencia, sería improcedente pensar que Teherán capitanea y arbitra a cada uno de sus aliados en una espiral indefinible de alianzas ad hoc”

Desde entonces, tanto los políticos como las fuerzas políticas de esta predisposición tratan de reajustarse de manera independiente, aunque sus probabilidades son reducidas, en vista del poder de veto del Consejo de los Guardianes sobre las propuestas. Mientras tanto, se encadenan las renuncias en el gabinete de Rohaní, quien en su día pretendió nombrar como nuevos ministros a tecnócratas próximos a la Guardia Revolucionaria. Todo ello, en un margen en el que las sanciones norteamericanas inquietaban a algunas de las fundaciones reprimidas por la Guardia Revolucionaria, y en la que el renombre de Rohaní estaba bajo los mínimos, al contemplarse profundos cambios y alianzas en el horizonte político iraní.

Fijándome brevemente en el clérigo ultraconservador y exjefe del poder judicial del recientemente fallecido Presidente de Irán desde el 5/VIII/2021, Ebrahim Raisi, éste no llegó a completar tres de los cuatro años que le correspondían en el mandato, habiendo sido confirmado en 2021 como nuevo Presidente por el Líder Supremo, el ayatolá Jamenei. Recuérdese al respecto, que tras la participación más escasa desde la Revolución, había vencido en las Elecciones con el 62% de las papeletas.

El Consejo de Guardianes únicamente permitió la participación de siete de los 592 aspirantes, facilitando la senda a Raisi, el preferido por el Líder Supremo. Los escollos se superpusieron a políticos conservadores, ultraconservadores y reformistas, como el expresidente Ahmadineyad, quien llamó a repeler los comicios.

Como ya he mencionado en líneas anteriores, la transmisión política iraní mezcla organismos autoritarios con aplicaciones democráticas, donde el Líder Supremo es la máxima autoridad política y religiosa. Ciertamente, es un cargo vitalicio, en consonancia al Jefe de Estado que sólo han ocupado el ayatolá Jomeiní, líder carismático de la Revolución Islámica y Jamenei, su sucesor desde 1989.

En consecuencia, la aldea global no se ramifica de manera irrefutable entre regímenes democráticos y dictaduras totalitarias. Evidentemente, Irán no satisface los patrones adecuados de lo que se sobreentiende una ‘democracia plena’, pero tampoco es un ‘régimen autocrático’ donde las Fuerzas Armadas o una familia real polarizan el poder, como es el caso específico de la República Árabe de Egipto o Arabia Saudita. La traza del Gobierno iraní, que concierta de forma excepcional instituciones autoritarias con métodos democráticos, es la derivación absoluta del equilibrio de fuerzas concéntricas tras la Revolución Islámica de 1979.

Es más, Irán forma parte de una fórmula política y militar distinguida como el Eje de la Resistencia en la que se encuentran Siria, Hezbolá, Hamás y la Yihad Islámica Palestina (YIP), compartiendo a ras del conector discursivo un dique de contención al imperialismo norteamericano y del que el Estado de Israel es una de las principales muestras de dicho imperialismo. Además, Irán aglutina sobre sus espaldas otros aliados como las Unidades Populares de Movilización o Hashd al-Shaabi en Irak y las milicias hutíes en Yemen. Y pese a que Irán es el protagonista principal del Eje de la Resistencia, sería improcedente pensar que Teherán capitanea y arbitra a cada uno de sus aliados en una espiral indefinible de alianzas ad hoc.

De este modo, el croquis del poder en Irán superpuesto al compás del servicio del régimen, la configuración institucional que dispensa importantes atribuciones al Líder Supremo, está dispuesta para inmovilizar cualquier rastro o indicio de alternativa existente.

Y es que en apenas veinte años, Irán pasó de ser el principal aliado de Estados Unidos en Oriente Próximo, a convertirse en uno de sus mayores adversarios enmarcado como el ‘Gran Satán’. Al incluirlo en el Eje del Mal junto a la República de Iraq, el Emirato Islámico de Afganistán o la República Popular Democrática de Corea, George W. Bush (1946-77 años), sombreaba y ennegrecía un país sofocado por ayatolás integristas acogedores del terrorismo.

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