LA Consejería de Salud Pública ha establecido nuevas normas, algo más restrictivas, para frenar los contagios de coronavirus en la ciudad. No son nada del otro mundo, comparado con los confinamientos por áreas decretados en Cataluña, por ejemplo. Aquí se centran, principalmente, en el uso de la mascarilla y en el respeto de la distancia de seguridad en los bares, restaurantes y cualquier otro tipo de reuniones. También se establece la realización de pruebas PCR. Nos podemos llevar las manos a la cabeza si queremos, pero esto es de sentido común. No hay nada nuevo bajo el sol.
Lo normal es que estas medidas se hubieran tomado cuando tuvimos el primer repunte de casos. Pero ya tenemos registrado medio centenar de positivos y todos esperábamos que las restricciones establecieran el control por áreas. Eso es lo que de verdad ha dado resultados en el resto de España: el confinamiento. Es duro y ninguno de nosotros lo desea, pero estamos ante una alternativa durísima porque nos movemos a lo largo de una delgada línea entre la vida y la muerte.
Yo no querría estar en la piel de ningún hostelero de la ciudad a los que las nuevas medidas del Gobierno de Melilla señalan, prácticamente, como responsables de los rebrotes. Lo tienen difícil para mantener abiertos sus establecimientos con la obligatoriedad de respetar el distanciamiento social. ¿Cuántos locales se pueden permitir que sus clientes no sobrepasen el metro y medio entre unos y otros? A eso hay que sumarle el encarecimiento del género tras el cierre de la frontera y el receso obligatorio de marzo a junio. Abrir después de tres meses sin actividad es ya una proeza.
Melilla se juega mucho ante lo que parece ser ya, una segunda ola de la pandemia, pero muchos en esta ciudad no han entendido la gravedad de la situación. Que a estas alturas haya que decirle a alguien que tienen que usar la mascarilla en la calle no se puede entender sólo como simples ganas de incordiar. Las personas que rechazan el uso del tapabocas, con la que está cayendo, deben ser multadas sin advertencia previa.
A todos nos molesta la mascarilla en verano; a todos se nos empañan las gafas con ellas, a todos nos falta el aire, pero la mayoría lo aguantamos. Sin embargo, hay una facción de delicados y delicadas en esta ciudad que siguen, como Trump, resistiéndose a su uso. Quieren ir a contracorriente de la vida. Estaría bien si no nos arrastraran a todos con ello.
En cualquier parte de la península te ven sin tapabocas y la gente te recrimina la irresponsabilidad. Aquí seguimos pasando de buscarnos problemas. No somos capaces de enfrentar, de manera colectiva, a quienes desafían unas normas pensadas para salvaguardar la salud de todos. Y así nos va.
Tenemos cada día más casos positivos de coronavirus. No sabemos a ciencia cierta en qué parte de la ciudad está el foco. No tenemos noticias de los rastreadores; desconocemos, además, si la decisión de poner el foco sobre los bares se debe a que se ha comprobado que juegan un papel decisivo en los contagios. Estamos aceptando decisiones a ciegas. Y a mí, personalmente, no me gusta. Si tengo que joderme quiero saber el porqué. No me vale por respuesta el tradicional “porque lo dice Moha”. El consejero puede decir lo que quiera, pero eso no le deja exento de explicar y de argumentar las razones por las que apuesta por ésta o aquella medida.
Todos sabíamos que en Melilla íbamos directos a una segunda ola de contagios de Covid-19, pero aún así decidimos, por ejemplo, respetar la festividad del Aid El Kebir. Incluso antes de que el consejero desapareciera de la escena pública se veía venir. No entendimos la magnitud de la tragedia. ¿Y saben por qué? Porque nadie se ha encargado, desde el Gobierno local, de hacer campañas de publicidad que ayudaran a tomar conciencia de la gravedad de la situación.
Nuestro Ejecutivo no cree en la fuerza de la comunicación y mucho menos en la prevención. Tampoco en la necesidad de insistir a la gente sobre la importancia del lavado o desinfección de manos; del cambio de mascarillas o del distanciamiento social. No hemos sido capaces de explicar que no se trata sólo de salvar vidas, que ya es de por sí importante. Se trata de no llevar a más la crisis social y económica que padecemos. Estamos francamente mal y podemos estar seguramente mucho peor.
Hemos apostado por ahorrarnos unos eurillos en publicidad institucional y hemos metido la pata. Por eso estamos como estamos: mal y con tendencia a empeorar. Hemos creído que la segunda ola llegaría en octubre. Nos creímos, además, que con las altas temperaturas no habría cadena de contagios. Y ahora que la cosa se ha puesto fea, culpamos a la hostelería y a las reuniones familiares. Ahora sí, pero hace unos días, no.
La gestión de la “nueva normalidad” ha sido desastrosa en Melilla. Prueba de ellos son el medio centenar de nuevos positivos. Podemos seguir haciendo como que no pasa nada o podemos pedir responsabilidades al súper consejero que está al frente de la Salud Pública en Melilla. Suyo fue el mérito de que saliéramos del estado de alarma como una de las autonomías con menos fallecidos. Suya es ahora la responsabilidad de lo que está pasando. Estamos mal y vamos a peor.
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