Inmersos en el Adviento, en latín, ‘adventus Redemptoris’, ‘venida del Redentor’ y primer período del Año Litúrgico cristiano que nos conduce a la preparación espiritual del Nacimiento de Cristo, la imagen de Juan Bautista ocupa la parte central de la misiva, porque antecede al Señor para preparar sus caminos.
En este sentido, no ya sólo lo cumplió con palabras, como otros tantos profetas, sino fundamentalmente, con una vida en similitud a la del Salvador. Llegando al mundo seis meses antes que Jesús, su natividad es augurada y revelada por el Ángel Gabriel; originando en las montañas de Judea una conmoción y júbilo parecidos a los que se originó poco después, cuando apenas sin ruido, algazaras, estruendos o alborotos, en el punto más sencillo y humilde de la Tierra, Belén, el Niño de Dios cambiaría para siempre las mentes y corazones en el derrotero de las personas.
Su concepción es un milagro, porque tanto la longevidad como la esterilidad de Isabel no fueron impedimentos; como tampoco, lo sería la purísima virginidad de María. Ya, en su vida discreta y misteriosa consume los primeros treinta años de su existencia; los evangelistas apenas hablan de él; como igualmente, no hacen referencia de Jesús en la misma etapa en la que ambos permanecen en la voluntad de Dios.
En paralelo, a la edad mencionada, uno y otro, despuntan de sí mismos: Jesús, de su retiro de Nazaret; Juan Bautista, en su aislamiento al desierto entre la ribera y desembocadura del río Jordán y el Mar Muerto, pero conforme a su labor de Precursor, marcha con antelación de quién no sería digno de desatar las correas de sus sandalias.
E incluso, hay quienes prestan oídos a su voz como la Buena Nueva prometida, cuando ciertamente no es más que su preámbulo. Rápidamente, el renombre de su virtud se extiende, creciendo la admiración de los judíos y entusiasmados por sus expresiones se congregan en masas para ser bautizados.
Sin lugar a dudas, Juan Bautista ocupa un lugar esencial en los umbrales de la semblanza pública de Jesús, porque no sólo nos muestra con el dedo quién es el Hijo de Dios y nos lo manifiesta, sino que al mismo tiempo, nos propone con su accionar, cuáles deben ser las conductas apropiadas para ir al encuentro del Señor que viene: ¡Maranatha! ¡Ven, Señor Jesús!
Con estos mimbres, nos aproximamos a un hombre sencillo llamado Juan Bautista, que en todo momento desempeña con primor el apremio de un bautismo de penitencia, como el que Jesús experimentó previamente al emprender su predicación.
La indagación de unos mínimos antecedentes que nos reporte a su temperamento, identidad e índole, ha de escrutarse en las descripciones sagradas del Nuevo Testamento. Si bien, distinguido como el último profeta de la tradición veterotestamentaria, en el Antiguo Testamento no existe ninguna reseña.
En cambio, en el Nuevo Testamento es posible indagar algunas menciones a su persona. Respectivamente, los evangelios de Mateo, Marcos, Lucas y Juan y el libro de los Hechos de los Apóstoles, se erigen en las fuentes preferentes, aunque en menor nivel, la bibliografía epistolar. Fuera de los pasajes sagrados, o séase, en los escritos históricos y narrativos del historiador judeorromano Flavio Josefo (37-100 d. C.), se extraen numerosos detalles.
Ciñéndome en sus fundamentos, los patriarcas de Juan Bautista entrados en edad, Zacarías, sacerdote levita, e Isabel, prima de María, ambos descendientes de Aarón, recibieron respuestas a sus constantes oraciones. Finalmente, Dios le otorgó ese hijo ansiado, quien ya había sido consagrado a Dios.
El profeta Isaías anticipó la aparición de Juan Bautista 700 años antes, como se refiere en su Libro, capítulo 40 y versículos del 3 al 5 extraído de la Biblia de Jerusalén que dice literalmente: “Una voz clama: En el desierto abrid camino a Yahveh, trazad en la estepa una calzada recta a nuestro Dios. Que todo valle sea elevado, y todo monte y cerro rebajado; vuélvase lo escabroso llano, y las breñas planicie. Se revelará la gloria de Yahveh y toda criatura a una la verá. Pues la boca de Yahveh ha hablado”.
Mismamente, el nombre Juan, proviene del hebrero ‘Yo-hasnam’ y significa “Dios es misericordioso”. Otra etimología próxima pertenece a la de ‘Jo-hanan’ o ‘Jo-hannes’, que revela “Dios está a mi favor”.
Con el transcurrir de los tiempos, la tradición reconoce el origen de Juan Bautista como un acontecimiento asombroso, añadiéndose al conjunto de alumbramientos que configuran la teología de la maternidad de las Sagradas Escrituras. La mano de Dios en esta muestra de nacimientos concede una distinción divina al niño procreado, que hace de él un individuo enteramente supeditado a Dios.
Incuestionablemente, es Dios quien designa a sus intermediarios con anterioridad a su nacimiento, haciendo de estas descendencias sucesos señalados para manifestar la gloria del poder sobrenatural. De hecho, Juan Bautista es recordado como el último de los profetas, tras un silencio prolongado de 400 años desde el paso de Malaquías. Porque, en el lapso de este intervalo, no hubo enviados en Israel de los que el Pueblo heredara alguna señal de Dios.
Sin ir más lejos, Jesús acredita el testimonio de Juan Bautista, al considerarlo como “el profeta más grande nacido de mujer”.
Sin embargo, el Nuevo Testamento no describe nada de sus años incipientes, pero se constata que sus padres piadosos y fervientes lo instruyeron con esmero, sabedores de la acción trascendente que le estaba encomendada y le inculcaron el sentimiento de su destino.
De manera, que cuando Juan Bautista da por iniciado los preparativos para su misión, posiblemente tendría treinta años.
Posteriormente, como era costumbre de los santos varones, se retiró al desierto peñascoso que se ensancha allende al río Jordán, practicando el ayuno y recogiéndose en la oración; cubriéndose con una prenda de pelo de camello ajustada con una correa de cuero.
Años más tarde, en su retorno para predicar en los poblados adyacentes a Judea, se volvió huraño y salvaje, pero sus ojos centelleaban con celo y su voz recóndita e incontrastable, anunciaba la inminente venida del Reino de Dios y de su Rey, Nuestro Señor Jesucristo.
Conjuntamente, es uno de los personajes del Nuevo Testamento que guarda mayor conjunción con el Antiguo Testamento, al enmarcarse a lo largo de la historia como el puente que ensambla el nexo de unión entre la Biblia Judía y los primeros escritos de enseñanzas o doctrinas cristianas.
Ni que decir tiene su fogosidad, enmascarando un acentuado carácter profético como ya lo irradiaron los primeros padres de la Iglesia primitiva, situándolo como el último profeta del Antiguo Testamento y el emisario de la llegada del Salvador. Amén del protagonismo que cristaliza, Juan Bautista es emplazado en dos situaciones cruciales en la Historia de la Salvación.
Primero, en el instante del embarazo y nacimiento del Salvador mediante María, saludando a su pariente Isabel; y segundo, en los prolegómenos de su estancia difundida en el Jordán. Dos intervalos claves en la biografía de Jesús, que condujeron a un relato anticipado desde la inauguración de los tiempos. Como ya se ha mencionado, el vivir místico y sobrio lo tornan en el modelo de preparación para la revelación de Jesús, haciendo de él un prototipo de penitencia y sacrificio que constantemente ha estado presente en la Iglesia.
Así, la retórica del Nuevo Testamento y otros documentos históricos contemporáneos, dan prueba fehaciente de la elección en la vida adoptada.
La resonancia de Juan Bautista no tuvo únicamente su auge con el comienzo de las primeras comunidades cristianas que lo acogieron como el anunciador de Jesús, sino que asimismo, su singularidad alcanzó gran repercusión en la sociedad del tiempo que medió entre el Antiguo y el Nuevo Testamento, o lo que es igual, el intertestamento.
Con lo cual, Juan Bautista era una persona venerada en la edad histórica más reciente, como a todas luces se evidencia en los escritos evangélicos y crónicas de Flavio Josefo. Su alegato encarna al que hace valer la justicia, igualdad y libertad social.
A esta confirmación ha de unírsele un amplio pasado que arranca con los Santos Padres desde el siglo I al VIII, que han descifrado el proceder de vida de Juan Bautista como el punto referencial en el itinerario del cristiano y la voz que grita en el desierto, de no ser salvador, sino de reiterar y esperar al Salvador.
El sobrenombre que le alumbra desde los primeros tiempos, hace honor a su servicio espiritual, ofreciéndose en cuerpo y alma a pregonar la conversión y amasar el advenimiento del Mesías a través del bautismo.
Como es sabido, el rito asociado al uso del agua se producía en las inmediaciones del río Jordán, en concreto a las afueras de su convergencia con el Mar Muerto. A él se aproximaban toda clase de personas que lo escuchaban solícitamente y pretendían su intención de conversión con la liturgia del bautismo. Sus palabras recogidas como lluvia fina, calaban interiormente en una coyuntura en el que la muchedumbre ansiaba la venida de un liberador. Algo así como un guía heredero de la tradición mosaica que arrebatase al Pueblo de la opresión romana. Su anuncio mesiánico impulsó que, poco a poco, se incorporaran a él un grupo significativo de discípulos que lo acompañaban como a un profeta.
Pero, al referirme a Juan Bautista, se consolida la tesis que nos hallamos ante una adopción de vida fuera de lo acostumbrado en el judaísmo. La síntesis evangélica lo muestra como un hombre de pensamientos madurados, que abraza una actitud magistral de cara a las gentes del momento.
La fuerza y endurecimiento de su predicación llamando a cada cuestión por su verdadero nombre, sellan el espíritu mesiánico de su mensaje como el que apareja con talento la luz y el sendero hacia el Señor. Instituyéndose en instrumento de Dios al perpetuar el estilo profético del Antiguo Testamento, llevando a plenitud la llegada del Mesías proclamado y esperado por sus predecesores.
El hábito de pelo de camello que lleva sobre su cuerpo, es el espejo en el que contemplar su comprensión y vínculo con la profecía. La inapreciable alimentación vegetariana, llámense saltamontes o miel silvestre, lo amolda al margen de cualquier tipo de personalización social de la época; trasluciendo su rigor a la austeridad y renuncia a los bienes materiales.
Estos componentes insignificantes y en apariencia intrascendentes, hacen que él mismo se muestre ante los demás como la onda que replica en el desierto. Además, de ser la luz del Señor que habilita el terreno para su presencia, perseverando en la tarea profética de Isaías. Obviamente, para Juan Bautista la purificación ritual es una de las esencias más destacadas para el acogimiento mesiánico: un nacer de nuevo a la vida espiritual que no se circunscribe sólo al Pueblo de Israel, sino que quiere expandirse íntegramente al mundo y universalizar el bautismo.
Sobraría exponer, que en su lenguaje destacó y ponderó la conversión, el cambio de actitud y esa iniciativa tajante del oyente que quedaba a merced de Dios. El cisma entre el grano y la paja; o las divergencias en la justicia e injusticia, así como la misericordia infinita de Dios, son principios que autentican el atributo dualista de su justificación, propio de una atmósfera común de otros grupos contemporáneos.
El dualismo apocalíptico moral y escatológico son los rasgos más definidos en el contenido de su mensaje. Un universo teologal que aflora en otras variantes del período intertestamentario, tanto en la inspiración canónica, como en los documentos apocalípticos.
Otra de las peculiaridades de su discurso es el signo mesiánico de sus frases. Para Juan Bautista el tiempo se echa encima, como para que cada individuo se active vivamente y ponga en marcha un engranaje de cambio irrevocable.
La irrupción del Mesías está al caer y el arrepentimiento de los pecados, el ayuno y la oración con cualquier otro mecanismo de abstinencia eran los aliados de su misión. Es más, su vocabulario contundente y consecuente, correspondía a un género literario puramente penitencial.
Como del mismo modo, su drástica disyuntiva en la forma de vivir le ayudó a extraer sin eufemismos y condenar, cualesquiera de los entornos anómalos que advertía en su recorrer diario, porque estaba convencido que algunas de sus palabras sanarían muchos de los enquistamientos crónicos, para abonar una tierra que en breve habría de ser sembrada por el Mesías.
Con esta perspectiva, Juan Bautista se considera designado para acomodar y recomponer un trayecto que otro debía recorrer: Jesucristo. Queda claro, que su función es dar a conocer esta venida, sin entrar de lleno en el contenido y magnitud del mensaje mesiánico. Lógicamente, incitado y asistido por el Espíritu Santo, no desaprovechó la más mínima ocasión de asistir a los que se le arrimaban a escucharlo.
Las obras evangélicas prueban su perseverante y laborioso maniobrar y la pedagogía de su encaje. Tómese como ejemplo el fragmento bíblico del rey Herodes Antipas (20 a. C.-39 d. C.), por cometer adulterio y casarse con Herodías (15 a. C.-39 d. C.) la esposa de su hermano Felipe (4 a. C.-34 d. C.), quien por entonces, era gobernador de Traconite e Idumea.
Las acusaciones en el atropello de dicho matrimonio transgrediendo la Ley de Moisés, así como la puesta en escena de un Mesías liberador y justo, acabaron por ubicar a Juan Bautista en la cárcel.
Remontándonos a lo acaecido, en la fortaleza de Maqueronte, situada en la cumbre de una colina en la antigua Perea, actual Jordania, se celebraba el cumpleaños del tetrarca. En aquella fiesta acudieron personalidades romanas, griegas y judías. El evento se deleitó en un ambiente judío asistido por unos protocolos y automatismos hebreos, con vino copioso, especias, música, bailes y cantos para amenizar y distraer a los asistentes. Con el matiz, que las mujeres comían en un salón acomodado exclusivamente para ellas y evidentemente, apartadas de los hombres.
“La fuerza y endurecimiento de su predicación llamando a cada cuestión por su verdadero nombre, sellan el espíritu mesiánico de su mensaje como el que apareja con talento la luz y el sendero hacia el Señor”
En esta tesitura, Salomé (14-62 d. C.) hija de Herodías, danzó especialmente para el protagonista y resto de comensales. El hecho que ostentase sus dotes en el movimiento corporal, era algo que para los judíos se salía de lo común. Su representación cautivó a Herodes que no se demoró en llamarla y poner a su disposición lo que le pidiese.
Inmediatamente, Salomé se acercó al recinto de las mujeres y consultó a su madre que presidía el banquete, lo que debía solicitar. La declaración de intenciones no se hizo esperar, reclamando ante el asombro de los concurrentes la cabeza de Juan Bautista en una bandeja.
La pericia cómplice de madre a hija quería zanjar de una vez por todas, cada una de las reprensiones que les había hecho quién estaba a punto de ser decapitado. El emblema de la cabeza de Juan Bautista en una bandeja, recapitula la inercia persa de engalanar las fiestas con cabezas de rebeldes. La palabra incisiva y afilada dada por Herodes a Salomé, permitió que Juan Bautista se luciese como ofrenda.
¿Y qué decir del bautismo de Juan Bautista, tema culminante de esta disertación? Por su naturaleza, se nos confiere ser sepultados en la muerte para retornar a un cambio de vida y estado nuevo.
Toda vez, que el bautismo de Juan Bautista reside en la inmersión de un marco geofísico inconfundible.
Me explico: primero, este bautismo se desarrolla en el río Jordán, y adentrarse en sus aguas comporta arremolinarse a unas corrientes en permanente circulación. Desde el enfoque de la purificación, este aspecto combina un pragmatismo ritual y simbólico muy llamativo. Porque, quien recibe estas aguas, lo hace valga la redundancia, lavándose en un agua que súbitamente desaparecerá en su descenso.
Y, segundo, este río está apostado a unos metros del desierto de Judá en el que la literatura evangélica lo enclava al contexto de total severidad y escasez de las condiciones más necesarias para sobrevivir.
El hábitat del contorno y las diferencias típicas de la región, hacen que cualquier variedad animada o forma de vida que se dirime en su curso, sucumba al arribar en el Mar Muerto, donde la densidad y el alto grado de salinidad imposibilita cualquier resquicio de vida. Luego, el bautismo que Juan Bautista imparte al gentío, lo hace en la divisoria de la desaparición de la especie acuática, otorgando al rito una rúbrica teológica y escatológica extraordinaria.
Esta es a groso modo, la analogía de Juan Bautista, o lo que es lo mismo, la glosa del plan salvífico de Dios en acción, por cuanto puso sus ojos en él para ser Su embajador en el anuncio mesiánico de su venida, que no vendría por el esfuerzo humano, sino en virtud de la intervención directa de Dios, operando a través de su Mesías por la conversión.
De esta manera, se llevó a término la consumación de los tiempos con las promesas anunciadas durante siglos por los profetas.
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