Opinión

Israel se aproxima a una escisión política y social sin precedentes

Desde hace algunas semanas, el Estado de Israel persiste ante uno de los mayores flujos de protestas en lo que los medios de comunicación y críticos han evaluado como ‘golpe judicial’. Y es que, el ejecutivo extremista de Benjamín Netanyahu (1949-73 años) pretende minar la independencia y el poder del Tribunal Supremo con un conjunto de Proyectos de Ley que supeditan la máxima instancia judicial a la agenda y mandatos del Gobierno, confiriéndole una autoridad sin precedentes.

Al hilo de lo expuesto anteriormente, el ministro de Justicia, Yariv Levin (1969-53 años) ha afirmado que lleva lidiando por esta reforma algo así como dos décadas y aguarda ultimar la causa lo antes posible, ya que los Proyectos de Ley, valga la redundancia, no les queda otra que transitar por varias votaciones en el Parlamento, donde la coalición gobernante constituida por fuerzas conservadores, ultraderechistas y ultrarreligiosas controla 64 de los 120 escaños.

De este modo, Israel naufraga abocada en su mayor crisis constitucional desde que el nuevo Gobierno revelara su propósito de reforma judicial, que busca acortar la independencia de la Justicia y agigantar la supremacía del Ejecutivo sobre la misma. En tanto, el Gobierno fundamenta que el Tribunal Supremo ha fisgoneado en cuestiones políticas, por lo que es ineludible poner una limitación a esos poderes; mientras que los detractores de la reforma alegan que un poder judicial independiente es indispensable para el devenir democrático, donde los poderes legislativo y ejecutivo suelen fusionarse al ser el empuje gobernante quien absorbe la mayoría parlamentaria, con potestad casi dominante para aplicar leyes.

Con estos mimbres, el primer ministro israelí ha emprendido su particular cruzada contra el Poder Judicial, cuyos resultados no han podido ser otros que una protesta de calibre indefinible, en la que no ha quedado otra que suspender diversos vuelos de algunos aeropuertos y el sindicato más importante de trabajadores ha augurado una hipotética huelga general.

No ha de soslayarse de este escenario, que Netanyahu, aun enfrentándose a un juicio por corrupción, no da su brazo a torcer para aprobar una reforma judicial que en el fondo le otorgaría la voz cantante al Parlamento con mayoría para aprobar leyes o normas que preliminarmente haya invalidado la Corte Suprema, por lo que, de facto, se terminaría con la separación de poderes.

Y entretanto, el canciller alemán Olaf Scholz (1958-64 años) advirtió en su momento a Netanyahu, a cerca de su voluntad de confeccionar una reforma liberal a su libre albedrío: “Israel debe seguir siendo una democracia liberal”. No obstante, los días han transcurrido encaramados en los reproches y el mandatario israelí ha continuado avanzando en su obcecación, dejando al margen diversas destituciones que han salpicado desde altos mandos del Ejército hasta el ministro de Defensa Yoav Gallant (1958-64 años).

Ni que decir tiene, que los críticos con el Tribunal Supremo, entre los que comprenden los integrantes del Gobierno de coalición, declaran que se trata de un tribunal de predisposición izquierdista que ha desempeñado una escala cada vez mayor de participación en el espacio político.

Bajo esta evasiva, Netanyahu, animado por sus socios de Gobierno, ha ido promoviendo un torbellino de alteraciones que reducen la capacidad de acción del Tribunal Supremo sobre el Legislativo y el Ejecutivo. Atribuciones que gradualmente han reincidido en los legisladores del Gobierno, quienes con la transformación a la vuelta de la esquina se situarían con suficiente fortaleza para designar jueces, y ya no sería necesario que la selección dispusiese de acuerdos entre políticos y jueces del Tribunal Supremo.

Además, como ya se referido, dicha reforma se produce en un intervalo en que Netanyahu no puede legítimamente concurrir, al estar inmerso en un proceso judicial por numerosos cargos de corrupción. Si bien, se ha encargado de que esta legislación lo proteja ante una posible sentencia de culpabilidad.

Recuérdese al respecto, que Israel es un estado sin Constitución. Su praxis legislativa se asienta en leyes básicas y generales cuya finalidad pasa por respaldar los principios democráticos. También, el knéset o parlamento israelí, está controlado por la mayoría en el Gobierno. Con lo cual, este vacío de instrumentos democráticos hace realmente complejo cualquier tentativa por aplacar los posibles atropellos de la coalición.

Curiosamente, los más críticos de la reforma se encuentran dentro del país, pero también lo son sus aliados occidentales: no dar el brazo a torcer que estos cambios desmejorarán todavía más los tribunales y conferirán un poder prácticamente incontrolable al Gobierno, demolería los derechos y libertades. Por eso, el presidente norteamericano Joe Biden (1942-80 años) se ofreció a aconsejar a Netanyahu y “suavizar” la reforma, como igualmente el jefe del Banco Central de Israel ya previno de las desastrosas derivaciones económicas. De hecho, el ministro de Defensa solicitó al Gobierno que se detuviese el curso de la reforma, ya que un poder judicial que no es independiente no está en condiciones de salvaguardar los intereses de Israel en los temas legales internacionales. Críticas que como es sabido se volvieron en su contra con la destitución.

“Con el nuevo encaje de las piezas que conforma el puzle del Poder Judicial de Israel, se corre el riego de que se amplifique la corrupción, porque los controles y equilibrios son comparativamente quebradizos y este croquis da buena cuenta de la significación del poder dominante del Ejecutivo”

En términos generales, esta reforma judicial se articula básicamente sobre un paquete de cinco medidas específicas que trazan un cambio legislativo desde la elección de los jueces hasta la abolición de veredictos del Tribunal Supremo. Evidentemente me refiero al sistema de elección de los jueces; como a los cambios en el poder de la Corte Suprema para examinar las nuevas leyes; así como el Parlamento consigue poder de veto de las decisiones del Supremo; los cambios en el nombramiento de los asesores legales ministeriales; y, por último, el límite al concepto de la ‘razonabilidad’.

De manera sucinta, los puntos más controvertidos y digamos que discutidos de la reforma hacen alusión: Primero, el comité responsable de encomendar la elección de jueces se compone de nueve miembros, entre jueces en ejercicio, representantes del Colegio de Abogados, miembros de la knéset y del Gobierno. De manera, que se necesita un acuerdo para designar a los jueces.

Conjuntamente, la reforma diseñada por el ministro de Justicia busca aumentar a once los componentes del comité y variar su hechura: tres ministros y tres legisladores de la coalición, aparte de tres jueces independientes y dos legisladores de la oposición, lo que concedería al Gobierno una mayoría de seis miembros sobre once.

Esta es la adaptación amortiguada de la ley de selección de jueces retocada hace escasos días, ya que el primer procedimiento proporcionaba al Gobierno una mayoría de siete miembros con poder dominante tanto en la elección como destitución de los jueces, incluyéndose los del Supremo. Además, estaba previsto que se ratificara esta ley en la knéset.

Segundo, las novedades presentadas persiguen impedir que la Corte Suprema pueda explorar la legislación, incluidas la Ley Básica, cuerpo de leyes con categoría constitucional. La reforma demanda que la invalidación de cualquier ley precise del consentimiento del 80% del panel de jueces del Supremo, cuando actualmente solo es obligatorio una mayoría simple. Sin duda, este es un matiz que algunos detractores hacen valer, ya que muchos consideran que el Supremo posee demasiado poder para alterar leyes, aunque discrepan en el modo y apoyan que para la conformidad o corrección sea inexcusable algo más que una mayoría simple en el Parlamento.

Tercero, el Parlamento adopta la premisa de veto en los fallos del Supremo. Se trataría de una de las particularidades que más dolor de cabeza ha producido, ya que daría luz verde a que una mayoría parlamentaria simple anule sentencias del Supremo cuando estos objeten invertir o, quizás, cambiar leyes.

Hago hincapié en este punto, porque los que repelen la ley contemplan esta cláusula como un quebrantamiento de la separación de poderes y la independencia judicial y, por consiguiente, una amenaza a tener en cuenta para la democracia de Israel. Mismamente, la propuesta de ley que contiene la cláusula de anulación y que de la misma manera deja revestir leyes ante su revisión judicial, salvó en primera instancia hace unas semanas y su aprobación definitiva se demoró para el mes de mayo, después de la pausa parlamentaria por la celebración de la pascua judía o pésaj.

Cuarto, la reforma programada por el Gobierno procura renumerar los puestos de asesores legales que hasta este momento pertenecían a expertos independientes revisados por el Ministerio de Justicia a abogados designados políticamente. Asimismo, los dictámenes de esos asesores dejan de ser vinculantes y de obligado cumplimiento. Queda claro, que los ministros tendrán el mando para elegir y despedir a los asesores, lo que entraña una incuestionable politización de los controles judiciales.

Y quinto, la reforma quiere cercenar la trascendencia de la noción de ‘razonabilidad’ por el que los tribunales pueden subordinar por iniciativa propia a revisión judicial, cualquier resolución gubernamental, circunscribiendo la designación de cargos públicos, dependiendo de si estiman las medidas razonables o irrazonables.


En atención con este criterio, el Supremo entendió ‘irrazonable’ la distinción como ministro de Interior y Sanidad del líder ultraortodoxo Aryeh Deri (1959-64 años), que meses más tarde se le había juzgado por fraude fiscal y esquivara la reclusión por motivos de un acuerdo de culpabilidad en el que se comprometía a renunciar a la vida política.

En otras palabras y para un razonamiento más óptimo, los puntos anteriormente reseñados sondean más poder al Ejecutivo y menos al Poder Judicial, lo que conjeturaría degradar su independencia y restringiría enormemente la capacidad fiscalizadora de organismos como el Tribunal Supremo.

Y por si fuese poco a lo sintetizado, el Gobierno prosigue anteponiéndose con algunos de los flecos de esta reforma, incluida una ley que establecería el control sin reconocimiento jurídico. Es decir, por la fuerza de los hechos sobre el comité de selección de los jueces.

Mientras, desde no pocas parcelas toman nota del encontronazo no ya solo en la separación de poderes, sino igualmente en la economía. A la par, la Administración previene que la reforma judicial originaría que la Corte fuera más representativa de la diversidad de Israel y proporcionaría ventaja a los legisladores electos sobre los jueces no electos.

En la otra cara de la moneda, los críticos enfatizan que las nuevas reglas de juego excluirían uno de los pocos controles restantes sobre las anomalías del Gobierno israelí y podrían en bandeja el semblante de un Gobierno autoritario. Visto y no visto, otro caballo de batalla se abre con la subida global del autoritarismo populista como el más nocivo, consiguiendo descartar los contrapesos democráticos. Y con su esfuerzo por aminorar el poder judicial independiente, Netanyahu y su coalición y aliados ultraortodoxos están resueltos a verter su retórica antidemocrática en políticas puramente autoritarias.

No nos confundamos: hace demasiado tiempo que en Israel los valores democráticos están en la línea roja. La implacable ocupación de los territorios palestinos es esencialmente discordante con una sociedad democrática. El mecanismo israelí de pesos y contrapesos es frágil: el estado no se deja llevar por una Carta Magna afianzada y mucho menos por un parlamento bicameral y, ante la falta de un veto presidencial, el knéset está íntegramente vigilado por el Poder Ejecutivo. Pero los pasos desmedidos que el Gobierno ha inducido darían al traste con el último contrapeso a su poder. Particularmente, la reforma judicial que ha requerido acrecentaría su valía en la candidatura de los jueces y dejaría que una mayoría parlamentaria absoluta invirtiera las determinaciones de la Corte Suprema que deshagan una ley.

El brusco cambio al sistema legal que el Gobierno ambiciona admitir, otorgaría a los seguidores de Netanyahu en el knéset atajar el juicio penal por soborno y abuso de confianza, y desterrar las embocaduras acomodadas por los tribunales de asentamientos judíos en los territorios palestinos.

La apología orwelliana de la coalición israelí es que en los últimos años el Poder Judicial se ha dejado llevar por un activismo extremado, embotando la confianza pública y la gobernabilidad. Lo que objetivamente representa este contexto es que los jueces dificultan los conatos del gobierno de desacatar el estado de Derecho.

Existió un período en que Netanyahu acogía a capa y espada al Poder Judicial. Ya, en 2012, dio su palabra de contener cualquier plan de ley que sugiriese languidecer la Corte Suprema, expresando literalmente que “no se puede proteger los derechos sin cortes fuertes e independientes”. Si bien, era por pura ganancia personal: apoyar al Poder Judicial iba a ser su as bajo la manga para apuntalarse en lo más alto, el colofón que le ha caracterizado a lo largo y ancho de su trayectoria política.

Obviamente, el entorno ha permutado sustancialmente. Sus pretensiones políticas penden en este momento de una partida de transgresores de la ley e insolentes codiciosos. Sin ir más lejos, primero, el ministro del Interior ha sido declarado culpable de soborno, fraude y delitos tributarios; segundo, el ministro de Seguridad arrastra ocho condenas por instigación al racismo; y, tercero, el ministro de Vivienda manejó una fortuna con las contribuciones estatales a instituciones ultraortodoxas.

Netanyahu debe hallar ante todo formas o recetas encubridoras para gratificar a sus alimañas. Esto desenmascara sus síntomas por sostener presupuestos peculiares para escuelas ultraortodoxas. Aquí se pueden hallar igualmente las sutilezas por las que la mitad de quienes componen gran parte del bloque de los 64 escaños aliados a Netanyahu del knéset de los 120 miembros, llama poderosamente la atención que sean ministros y viceministros.

Para ello, de la noche a la mañana se han debido extraer varios ministerios, desmembrar otros y, a su vez, conceder ocupaciones intercaladas con responsabilidades en conflictos. Tómese como ejemplo, el caso de Bezalel Smotrich (1980-43 años), que es tanto ministro de Finanzas como segundo ministro de Defensa y responsable de la Administración Civil de Israel en Cisjordania.

Para reforzar la anexión completa a Israel de las tierras palestinas ocupadas, Smotrich, que de la misma manera es presidente del Partido Sionista Religioso, favoreció en 2021 un proyecto de ley que habría prohibido la Administración Civil. Indudablemente, surtirle de autoridad sobre la ocupación se semejaría a reconocer la posible anexión. Con ello, se habría catapultado cualquier espejismo de que la ocupación es transitoria y que Israel no es un estado en que se practica el apartheid o violación del derecho internacional público.

“Israel naufraga abocada en su mayor crisis constitucional desde que el nuevo Gobierno revelara su propósito de reforma judicial, que busca acortar la independencia de la Justicia y agigantar la supremacía del Ejecutivo sobre la misma”

Mientras tanto, el Ministerio de Asuntos Exteriores está conducido por dos miembros en rotación del Likud, el partido de Netanyahu de centroderecha, en un sistema que no hace nada por resurgir una institución capital, pero muy deteriorada. Y el recientemente reorganizado Ministerio de Asuntos Estratégicos es administrado por Ron Dermer (1971-51 años), exembajador en los Estados Unidos que en su día maquinó con congresistas republicanos para esquivar a la dirección de Barack Obama (1961-61 años) y malograr las conversaciones nucleares de Estados Unidos con la República Islámica de Irán.

Además, los aliados conservadores de Netanyahu en Estados Unidos preservan sus esfuerzos por debilitar la democracia israelí. El Kohelet Policy Forum, como grupo de experto israelí conservador y de derecha sin fines de lucro, ha ejercido un protagonismo central en el dibujo de la restauración del Poder Judicial, convirtiéndose en el aparejador de la controvertible ley de 2018 que muestra a Israel como la nación-estado del pueblo judío. Pero, por encima de todo, adopta una teoría política libertaria, en la que la multitud apenas debería esperar algún apoyo del estado.

Amén, que para Netanyahu, es más respetable infringir la promesa de un Gobierno pequeño que desempeñarla: sus votantes colonos judíos en tierras palestinas ocupadas y electores ultraortodoxos, se complacen de considerables subsidios sufragados por el sector de la alta tecnología y otros motores del desarrollo económico inducidos abrumadoramente por sus contrincantes liberales.

Según la IV Convención de Ginebra, la política de anexión de territorios ocupados y la discriminación y vulneración de los derechos de los palestinos llevan años promoviéndose, mientras presenciamos la propagación de asentamientos ilegales por parte de los colonos y un hormiguero de desposesión, traslados forzosos, violencia e inobservancia de las responsabilidades de Israel como potencia ocupante.

Luego, la reforma judicial que se fragua en Israel, ha causado una espiral de resistencia popular: decenas de miles de ciudadanos israelíes se han inclinado por protestas periódicas al margen del knéset y en el resto del país, llevando a un punto de hervor la ofensiva cultural y política que se ha ido inoculando.

Entre tanto, el gobernador del Banco de Israel, ha dicho con pelos y señales que las reformas judiciales podrían repercutir en la apreciación crediticia, percepción compartida por dos de sus antecesores. Al igual que economistas israelíes y economistas extranjeros han editado diversos mensajes que aconsejan que postrar el Poder Judicial, “perjudicaría no sólo a la democracia, sino a la prosperidad y el crecimiento”. Es más, ante el inminente temor de las secuelas económicas, empresas emergentes y fondos de capital de riesgo han sacado sus fondos.

Los aliados de Israel han subrayado aún más lo que en estos días convulsos se disipa: primero, el presidente americano vislumbró enfáticamente que un poder judicial independiente es una de las columnas principales de la democracia, tanto en Estados Unidos como en Israel, por lo que se puede deducir que es una piedra angular en los nexos de ambos países.

Y segundo, el caso concreto del presidente francés Emmanuel Macron (1977-45 años) ha sido, si cabe, más expresivo. Aparentemente le concretó al presidente israelí que si la reforma se toma en su proposición, Francia tendrá que deducir que Israel ha renunciado a las formas en que ambos estados conciben lo que verdaderamente es la democracia. Aunque la pregunta que, hoy por hoy, podríamos hacernos, es si Netanyahu entendió en algún momento la democracia de este modo.

En consecuencia, lo que en estos días se dirime con desasosiego en Israel, ha llevado al filo del abismo al país por miedo a la erosión de las instituciones democráticas, persiguiendo contra viento y marea que el Gobierno tenga mayor peso en el nombramiento de los jueces, así como que el Parlamento pueda admitir leyes o normas que previamente haya anulado la Corte Suprema. O lo que es lo mismo: el manifiesto de un sabotaje de acoso y derribo a la democracia israelí.

Con el nuevo encaje de las piezas que conforma el puzle del Poder Judicial, se corre el riego de que se amplifique la corrupción, porque los controles y equilibrios son comparativamente quebradizos y este croquis da buena cuenta de la significación del poder dominante del Ejecutivo. Se trata de un ingenio especialmente imprimido por lógicas personales, y en el que otean en el horizonte la acusación de cohecho, fraude y abuso de confianza contra Netanyahu.

Aunque ni mucho menos está apremiado a renunciar hasta que no se constate una condena firme, de ahí su atracción por acometer cuanto antes la reforma judicial, parte de la población sustenta la idea de que se le descarten los cargos para que no continúe progresando en su abordaje al Poder Judicial.

La pelota ya está en el tejado y la narrativa le ha sobrepasado al presidente israelí, forzado por socios que demandan más poder al Ejecutivo en detrimento de la Justicia, desencadenado multitudinarias protestas y generando una profunda grieta en la sociedad que contempla estupefacta un golpe contra la democracia.

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