Opinión

Inteligencia, mejor artificial

La reunión iba progresando adecuadamente, como esa anotación que ponen a los muchachos en el colegio (cuando se la ponen). Después de meses de llamadas y encuentros las dos partes llegaron a un acuerdo en una operación financiera de las gordas. Un acuerdo en lo básico. Tocaba entonces poner en negro sobre blanco lo acordado y que los matices, la letra pequeña, reflejara lo que ambas partes esperaban de aquella operación.

Para ello, las partes se hicieron acompañar de asesores (pero de los que saben de lo suyo) tanto para sugerir textos, párrafos, comprobar legalidad vigente, así como para ir limando asperezas que iban surgiendo.

Esos asesores fueron los que más se quemaron en la negociación (como debe ser) llegando a un texto en el que en un 90% estuvieron de acuerdo todas las partes.

Se convino que para lo que quedaba por cerrar era mejor verse, comprobada la intención de llegar a buen fin, y que cediendo ambas partes se pudiera llegar al acuerdo total y que allí mismo se firmara. Después del tiempo transcurrido y con varios momentos en los que parecía que todo se venía abajo, la firma del documento era el gran objetivo del año.

En un momento dado surge el desencuentro, por la interpretación de un artículo del Código Civil. Cruce de opiniones que volaban como flechas. Nadie consiguió imponerse por lo que llegó a la sala de reuniones un silencio atronador. Es curioso lo bien que queda en un templo o en un parque la ausencia de ruidos y lo incómodo que resulta en una sala de reuniones. Nadie sabía dónde mirar, los móviles vibrando y un “debería decir algo pero cualquiera se atreve…” Y eso que, según cuentan, los que allí estaban venían con los deberes hechos de casa, por así decirlo.

Para salir de dudas, la gran idea: consultar al chat gpt. Imaginable el careto de los mentados asesores. Y cómo se sentían: mal, por la consulta a “esa cosa”, mal porque “a ver que dice”, mal porque “para acabar así no echamos tanto tiempo a esto”, mal porque corre un sudor por la espalda de “vaya futuro que nos espera a los que nos dedicamos a esto” y sobre todo mal porque “a ver si chat gpt va a decir algo diferente a lo que yo opino”.

Hecha la consulta, la máquina en un segundo escupió la respuesta. Aunque se pretendía hacer como que “no deja de ser la opinión del ordenador” había ansiedad cuando se leyó. En resumen, la mayoría de los asistentes pensaba igual que el chat gpt. La inteligencia artificial había llegado para quedarse.

Gran alivio. Gran angustia. Un asesor más y más barato que cualquier otro.

Me contaron esta anécdota y me quedé pensando en las desgracias de los últimos días causadas por una naturaleza desatada. Y en la reacción de los responsables de la cosa pública que tan cara pagamos. Por resumir: ni sabían de los medios de que disponen ni cómo ni cuando ponerlos en marcha. Desbordados y superados. Y respecto a la organización, mejor no hablar.

Y pensé que entre tanto nombramiento como cada semana conocemos por qué no uno más: el de inteligencia (sin más) para que acompañe como una sombra a los gobiernos y le puedan preguntar 50 veces al día si es necesario.

Por ejemplo: “Oye, Inteligencia Artificial (IA) que hago con las centrales nucleares o con el alquiler vacacional”. O cualquier otra cosa: pronósticos del tiempo, a quien llamar en caso de desastre, como tratar a un primer ministro de país extranjero e incluso preguntas prudentes sobre “si meter mano a la caja o no”. Con la cantidad de información que maneja IA algo tendrá que decir e irá bien atinado. Lo mismo mejora lo presente.

Simplemente, un par de personas dando el toque humano y comprobando por si IA tiene un mal día (como cualquiera) y ya se pueden imaginar la cantidad de gente que sobra.

Me puedo imaginar a un asesor global a modo de vicepresidencia. Ahí lo dejo. Sin coche oficial, sin avión privado, sin ruedas de prensa…

Ahora que lo pienso mejor, no me lo imagino.

 

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