Opinión

La instantánea de un escenario convulso con certezas poliédricas y solapadas

Actualmente, nadie pone en duda que el continente africano es uno de los territorios más emergentes de la Tierra, y que, por tanto, en un futuro próximo su peso y protagonismo en la órbita de la política internacional se irá agrandando.

Especialmente, se le adjudica un grado uniforme a la zona Sur del Sahara, más conocida como el Sahel, que envuelve una vasta faja de unos 5.400 kilómetros poco más o menos, desde el Oeste del Océano Atlántico hasta el Este del Mar Rojo. Dicha superficie posee una amplitud que cambia entre varios cientos y mil kilómetros, solapando un plano de unos 3.000.000 de kilómetros cuadrados y englobando regiones correspondientes a estados como Senegal, Mauritania, Gambia, Guinea, Mali, Burkina Faso, Níger, Nigeria, Chad y Camerún.

Si bien, en los últimos años la extensión del Sahel se ha erigido en un entorno crónico de crisis y conflictos armados, donde la realidad de pobreza e inestabilidad social han agilizado los vasos comunicantes de acciones afines con la delincuencia organizada, menoscabando la paz y la seguridad en una amplia porción de África. Con lo cual, convulsionada por el proceder de grupos terroristas islámicos y del narcotráfico, el Sahel adquiere especial atracción para España y la Unión Europea, no ya sólo por su inmediación geofísica, sino por el potencial geoestratégico y económico de su demarcación. Luego, la multipolaridad se generaliza entre los actores preexistentes como EE. UU., o la República Francesa, y las emergentes como la República Popular China, donde en los conatos de dispersión de la influencia y reivindicación hegemónica territorial, el poder se posiciona y, a su vez, se impone en diferentes coyunturas.

Esta recreación adquiere su fogosidad en una atmósfera que, por su configuración política, social, económica, religiosa y cultural, se adhiere a una constelación de ingredientes internos y externos interrelacionados, que han de moverse hacia una transición armónica.

Así, los alicientes y afinidades de las potencias para este armazón indefinido se equilibran con intereses de otra categoría local y transnacional. Admitiendo una composición relacional externa, de la que se aprovechan bilateralmente las conexiones entre bandas criminales, grupos militantes y urbe local, proliferando exponencialmente las variables de conflictividad.

Ni que decir tiene, que la competitividad en el Sahel, de cara a una carencia de verificaciones y reglas de juego, se vale de estos multiplicadores de pugna empleándolos como instrumentos de poder, y como componentes que se entretejen y enmascaran al servicio de los diversos logros políticos y económicos.

Con estas connotaciones preliminares, el Sahel, nos rotula un contorno tortuoso que en su decanato ha sido protagonista de apreciables y solícitos derroteros comerciales de oro, algodón, sal y pieles que engrandecía a reinos y ciudades principales. No obstante, en los tiempos que corren los pueblos sahelianos muestran los índices de desarrollo humano más escasos, con indicadores de esperanza de vida, educativos y de ingreso per cápita de entre los más minúsculos del África Subsahariana.

Y frente a estas circunstancias desfavorables que difícilmente pasan inadvertidas, no existen recetas milagrosas contra la pobreza, pero sí visiones estratégicas comprometidas desde lo que se ha venido denominando ‘Comunidad Internacional’, que, por otra parte, ha de aceptar con zozobra el aumento de armas de destrucción masiva, la propagación del terrorismo a escala universal, laberintos armados, crisis financiera, cambio climático, intensificación del dominio de demandantes hostiles y migraciones indefinidas.

A todo lo cual, se desencadena una celeridad nunca antes jamás alcanzada en lo retrospectivo del tiempo, en una evolución que confirma las derivaciones divergentes y desigualdades, con un esparcimiento de energía que se convierte en fricciones como las que sobrevienen en el Sahel, no quedando incólume a conflagraciones, refriegas y escaramuzas desde el islam más radical hasta la colonización que atribuyó los rigurosos límites administrativos que, más tarde, desembocaron en acotaciones geográficas manejadas de modo autónomo y con neutralizaciones de los estados colindantes.

Por lo tanto, me refiero a un espacio geofísico que remolca tras de sí un caudal de siglas, estirpes, castas, tribus, camarillas y etnias con significaciones que en ocasiones se nos escurren de las manos, distantes de las distinciones y lógicas con las que habitualmente se analiza el curso sociopolítico.

Aunque hayan transcurrido demasiados trechos de la descolonización y posterior independencia o, mejor dicho, de la declaración de su subjetividad, en el Sahel nociones imaginarias o inexistentes como ‘democracia’, o indiscutibles e incuestionables como ‘dictadura’, ‘golpe militar’ o ‘yihadismo’, ya no descifran las galimatías del ensueño saheliano en demasía inteligible y dinámico.

De manera, que el Sahel es algo así como un recinto enrevesado e indescifrable que está a años luz de nuestra cotidianidad, pero que toca fondo en el frontispicio de la post modernidad a través de los migrantes, que no tienen la oportunidad de franquear un horizonte con mejores perspectivas.

Pero, por encima de sus apariencias exclusivamente geomorfológicas, el Sahel aglutina a las poblaciones árabes del Norte con los poblados negros del Sur, un área de aproximación entre creencias, convicciones y preceptos, donde la religión musulmana del Norte ha irrumpido y sigue su desenvolvimiento de imposición a los credos cristianos y animistas del Sur, dotados de movimiento, vida, alma y consciencia propia.

Esta circunscripción conoció en el ‘Medievo africano’ una época de intenso crecimiento sociopolítico que punteó la magnificencia del Sahel, con la aparición y transformación de Imperios y ciudades-estado tras su colisión con la cultura islámica, familiarizándose con etapas de bonanza y decaimiento, al acontecer distintas dinastías y procesos de descentralización o centralización. Toda vez, que hasta la distribución colonial y en paralelo a un restablecimiento de los métodos productivos y sociales, los viejos reinos perduran en causas de declive o se descomponen, dejando desiertos que auspician el afianzamiento de otros grupos de poder o el surgimiento de praxis anárquicas.

Lo más evidente es la hechura del más grandioso de los estados del África, el ‘Califato de Sokoto’, independiente islámico suní en el margen Occidental y justifica como en los siglos XVIII y XIX, respectivamente, hubo en el Bilad al Sudan, al igual que en todo el universo musulmán, una profunda corriente de florecimiento islámico.

La vertiginosa transmisión del Islam se divulgó esencialmente por los comerciantes musulmanes, no dejando de ser un culto de minorías aristocráticas de mercaderes acreditados por sus fortunas, pero sujetos al poder tradicional y de eruditos o ilustrados que se empleaban como numerarios o destacados funcionarios.

A su vez, numerosas elites particulares admitieron el islam por interés propio, así como por los rendimientos de estar emparentados en la comercialización transahariana.

Digamos, que durante centurias concurrió un islam laxo, que se fusionaba con otra sucesión de aplicaciones indígenas y preislámicas. Más adelante, las yihades, operaciones de conquista para la efusión de la fe, concedieron en el rumbo del siglo XIX el levantamiento de estados e imperios islámicos, hallando terreno propicio en las dificultades de los sistemas de poder, con la ayuda de los intermediarios musulmanes, que a fin de cuentas eran los que encarrilaban el negocio transahariano, con el servilismo de masas de campesinos abrumados por impuestos gravosos y emporios ganaderos afligidos por las servidumbres contrapuestas a sus derechos de pastoreo.

En 1804, se produjo en el ‘Reino Hausa’ a modo de ciudades estado independientes y situadas entre el río Níger y el lago Chad una yihad, con la subsiguiente instauración del Estado de Sokoto, actual Norte de Nigeria, perpetrándose una sumisión de los conjuntos poblacionales aún en gran parte animistas y de un poder consagrado que simbólicamente era musulmán.

A resultas de todo ello, en la totalidad de la comarca hausa se originó mediante el sufismo, el relevo de los reyes por emires, designados por su escrupulosidad y recogimiento religioso y no por su genealogía o descendencia, erigiéndose el Estado de Sokoto en una teocracia totalitaria, coincidiendo con los líderes de la religión dominante y las políticas de gobierno influidas por los principios de la fe arbitraria.

Fijémonos en la República de Chad, el ‘Reino de Bornu’ (1380-1893), que hasta mediados el siglo XVIII era la única potencia musulmana del Sudán Central, al evitar las guerras de renovación de la fe islámica, dilapidó su privilegio de los itinerarios comerciales en dirección a Fezzán y Trípoli y la inspección que ejecutaba de las rutas de peregrinación a La Meca en favor del ‘Reino Uaday’ (1635-1912) que, junto al Estado Sokoto, se transformaron en los centros neurálgicos intelectuales y comerciales más significativos de la región. Por ende, en las postrimerías de los años cuarenta, los emiratos apuntalaron sus estructuras terrestres.

Queda claro, que el islam personificó una alternativa para muchos africanos en virtud de los procedimientos coloniales europeos. Las disyuntivas mostradas no fueron unívocas e indistintas en cuanto a la filosofía y las obligaciones a continuar. En algunas incidencias la intransigencia cayó en episodios vehementes y cruentos como el caso concreto de la ‘Guerra Mahdista’ (1881-1899); en cambio, en otras, no existió ni tan siquiera impedimento, sino conveniencia y aun como en las creencias y prácticas obradas por la cofradía muridí de Senegal y Gambia, el colaboracionismo y las pautas de acomodamiento no fueron tan determinantes como para deteriorar su identidad.

"Este es el rostro amargo y silencioso del Sahel, convulso y traumático, y a su vez, epicentro y foco de la sinrazón más extremista, que lejos de aminorar su tiranía sobre la población y su creciente dominio territorial, dinamita la paz, fulmina la gobernanza y hace estallar cualquier indicio de progreso de millones de africanos"

Llegados a este punto, el siglo XIX discriminó el cénit de la supremacía de las zonas africanas en consonancia a los actores colonialistas europeos: con el escollo del libre comercio, los proveedores comerciales y el sostén de sus pertinentes administraciones, reclamaron el monopolio de sus parcelas de influjo y patrocinaron medidas proteccionistas por medio de la consolidación de impuestos aduaneros.

Este paso puntual ayudó no ya solo a alterar drásticamente este área en cuanto a la plasmación de los modernos estados africanos, sino de transfigurar sociedades, culturas y religiones, porque engarzó fórmulas de control de la tierra y de incorporación y manejo de la fuerza de trabajo encaminadas a producir la exportación. Lo que alcanzó una inmensa valía sobre los sistemas de vida de los moradores africanos.

Perceptiblemente, la colonización destapó el impulso gradual de las independencias de estas naciones, alineando su base económica al monocultivo o la mono producción para el intercambio, desatendiendo con ello esferas como la alimenticia y concediendo sumar otros eslabones en su cadena productiva, hasta desterrar los sectores rurales con la marginalización de imponentes territorios.

Hay que recalcar al respecto, que el colonialismo con su resistencia transitoria, tuvo efetos sistémicos potentes, transmutándose en la disección que erradicó el raigambre africano, abandonando a sus residentes a su suerte con exiguas probabilidades de sembrar modos y costumbres del ayer.

Además, en las colonias británicas y francesas, excluyendo la ‘Guerra de Independencia de Argelia’ (1954-1962), la transición resultó de manera pacífica, y cuando en 1956 Sudán se independizó del consorcio anglo-egipcio y Níger y Chad declararon la autonomía de Francia en 1960, el retroceso de las dos potencias occidentales se definió por un entorno de responsabilidad, con un traspaso de poderes a unas élites de gobernantes ligadas a las metrópolis, que encarnaban propósitos menos extremistas y más continuistas.

En otras palabras, tras la exclusión europea, valga la redundancia, la maquinaria administradora colonial se africanizó, conformando un prototipo de Estado tanteado internacionalmente y donde se conserva la traza socioeconómica de los períodos coloniales, defendiendo el sometimiento económico y malogrando los requerimientos que ambicionaban una mayor democratización de la política africana.

En pleno siglo XXI el Sahel persiste conviviendo en una rendija de identidad cultural, una especie de desmembración antropológica entre pueblos bereberes y africanos. Estos poblados cohabitan proverbialmente en una economía de subsistencia o casi de sobrevivencia, con una escrupulosa interdependencia entre pastores y agricultores, donde concuerdan notables recursos agrícolas, petrolíferos y mineros que inducen a un implícito desafío por su aprovechamiento.

A esta precariedad coadyuva la degradación ecológica perdiendo el potencial de producción, donde el terrorismo y la criminalidad organizada se topan en un terreno inagotable para retornar a las antiguas usanzas: santuarios y tráfico de esclavos regresan a la postmodernidad en una aldea integral interconectada.

El menester de amoldarse a una humanidad globalizada e interdependiente bifurca aún más la vigorización de esta demarcación y sus naciones, sobre todo, en el matiz del control de la soberanía y el desarrollo.

La globalización presente, con las incesantes fases de interacción por una interdependencia progresiva, que va más lejos de las distancias acostumbradas e inconfundibles por la soberanía, empuja a una geopolítica más problemática y ardua. Las variables geográficas que, con la combinación de actores y la circulación del poder, corren el riesgo de obtener rasgos neocoloniales y adjudicarse aspectos todavía más inhumanos y catastróficos.

Bien es cierto, que sin la globalización no figuran economías locales, sino geografías económicas que no se ajustan a fronteras nacionales.

Podría decirse, que el Sahel es algo así como un embudo aislado con una estabilidad deleznable, que se distingue por la coexistencia, el solapamiento, la superposición y los antagonismos de intereses de poder y argumentaciones de orden, entre las que se enfatizan los silogismos del Estado ‘formal’, el orden social característico ‘informal’, los bufidos de la globalización y, por último, el fraccionamiento de las capas sociales que abarca las variables étnicas, tribales y religiosas.

En definitiva, nos hallamos ante el semblante de ‘órdenes políticos híbridos’ que discrepan marcadamente del paradigma del Estado Occidental, no debiéndose excluir del todo, al contemplarse otras expectativas para la gobernanza. Esta posición puede coadyuvar a una reorientación de la contribución externa, para que esta redunde en su sinergia con la cooperación al desarrollo, las políticas migratorias y la seguridad.

En consecuencia, la bifurcación de la postmodernidad con el Sahel ha desligado las astenias estructurales de numerosos estados. Los elementos belicosos del esqueleto estatal, socioeconómico y cultural se rompen hacia dentro, lo que se conoce como ‘implosión’ y se tornan en multiplicadores de conflictividad, donde se desdoblan los automatismos relacionales con una amalgama de mecanismos internos y externos, conexos entre ellos y que se sirven recíprocamente de vínculos entre las bandas criminales, los grupos militantes y la población local.

"En el Sahel nociones imaginarias o inexistentes como democracia, o indiscutibles e incuestionables como dictadura, golpe militar o yihadismo, ya no descifran las galimatías del ensueño saheliano en demasía inteligible y dinámico"

Fundamentalmente, la ‘Primavera Árabe’ ha inducido al éxodo de combatientes y facciones integrantes que destinan el Sahel como púlpito para diseñar y constituir acciones intransigentes contra los regímenes sahelianos. Estos actores contactan con grupos subversivos y pobladores para materializar sus capacidades, en un sector en el que irremisiblemente se favorece la protección y desenvoltura de maniobra para los movimientos cómplices, y donde la porosidad de sus periferias y entresijos proporcionan actos sumergidos de toda índole que forjan elevadas compensaciones para los distintos objetivos.

Para hacer una similitud en lo que sucede, como en el pasado, el comercio transahariano era inspeccionado por los nómadas bereberes, mercadeando coaliciones con las comunidades locales y disponiendo de ventaja económica y militar, pero a día de hoy, estos trayectos históricos lo esgrimen los criminales y sus aliados.

Véase el grupo terrorista Al Qaeda del Magreb Islámico o Al Qaeda del Norte del África Islámica, abreviado AQMI, y sus afiliados operativos, más o menos islamistas, que vigilan estos periplos clandestinos y recaudan tasas a sus clientes como transgresores y migrantes irregulares.

Esta punta de lanza de inestabilidad ha ubicado su base operativa en el Sahel, amplificando aún más los inconvenientes añadidos del complicado sistema relacional de esta zona en el paisaje global, donde la carrera globalizadora y la interdependencia han conseguido aumentar su déficit estructural, dando ímpetu combativo a las entidades locales.

En un marco esquematizado se realza visiblemente que la interdependencia ya no es una manifestación que interviene según una cota de comparación regulada o al uso, se refiere a la consideración de complejidad, dado que las interconexiones entre los ejecutantes desiguales y sus intereses respectivos, hacen que sea escabroso un desarrollo lineal: catalogarlo como una simple desorganización, puede entorpecer su entendimiento.

En este momento de mutación sistémica hacia una configuración multipolar es imprescindible la tesis de los nexos con los centros de agregación, al afincarse otros contrapesos y determinar los lugares de crisis. Una multipolaridad, que, en detrimento de la integración e interdependencia, juega su baza entre los actores precursores como Francia y EE. UU., y los emergentes, como China, con sus muestras de soberanía e instancia hegemónica contraen y asignan estilos de poder, hasta armonizar e impartir beneficios locales y transnacionales.

Finalmente, esta maraña relacional arma la incrustación de otros demandantes transnacionales, quizás, menos tradicionales, particularmente formaciones criminales y terroristas que se superponen con demandas locales y limitadas, reforzando y diversificando la violencia, porque el poder como rúbrica de control se alinea y mismamente se enfrenta como dominación.

Así, en un entramado como el que transita en el Sahel, posiblemente el más encolerizado y llamativo de los que subyacen, se afianza el modelo panislamista azuzando tensiones entre Al Qaeda y Estado Islámico. Una intimidación que pretende conquistar territorios en las estrecheces sociopolíticas de las naciones sahelianas y auparse en contraste al patrón liberal globalizador, como aparato de geometría variable de Oriente Medio.

Y es que, en el Sahel, el talento competitivo de espaldas a una carencia de controles y pasos en falso, se aplica como ingenio de poder en cada una de las premisas de la conflictividad que se entremeten y encubren en diversos márgenes, siempre al compás de las atracciones políticas y económicas postmoderna, con las cuales se cristaliza la multipolaridad.

A tenor de lo expuesto en estas líneas, las piezas del puzle que contornean y circundan el Sahel, son nada más y nada menos, que Estados fallidos surgidos como resultado de una descolonización precipitada, que, a posteriori, desmembraron sus ataduras de las potencias coloniales y constituyen un serio quebranto para la mayoría de los estados del Viejo Continente.

Este es hoy por hoy, el rostro amargo y silencioso del Sahel, tremendamente convulso y traumático, y a su vez, epicentro y foco de la sinrazón más extremista, que lejos de aminorar su tiranía sobre la población y su creciente dominio territorial, dinamita la paz, fulmina la gobernanza y hace estallar por los aires cualquier indicio de progreso de millones de africanos.

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