Opinión

La instantánea de catarsis por el que deambula Reino Unido

Hoy por hoy, Reino Unido es un país dividido y sumido en una profunda crisis que duda visiblemente de su salida de la Unión Europea, sobre todo, si se ciñe a los distintos sentires de las generaciones más jóvenes que han conocido a cuatro líderes distintos en apenas seis años, todos ellos correspondientes al Partido Conservador que no consigue dar con la llave maestra de la estabilidad, mientras acuciantemente se desmorona en los sondeos.

Tras unos meses frenéticos y agitados con el desplome de Boris Johnson (1964-58 años) y la recalada a Dowing Street de Liz Truss (1975-47 años), para presentar su dimisión tras seis semanas, y entre medio, el fallecimiento inesperado de la reina Isabel II (1926-2022), arrastra los estragos de la inestabilidad energética y económica con la inflación desatada y graves inconvenientes de suministros a causa del Brexit.

Y es que, la que hasta entonces era la primera ministra del Reino Unido, compareció con un programa fiscal que comprendía recortes en los impuestos para al menos neutralizar la crisis económica, pero su plan no gozó de los efectos esperados. El propósito de Truss y del ministro de economía, Kwasi Kwarteng (1975-47 años), se basaban en reducir los impuestos para que la ciudadanía británica poseyera más y de esta manera reavivar la economía. Algo así como una reacción en cadena: si la gente contribuye con menos impuestos posee más dinero para gastar y los negocios tienen más ingresos para invertir y contratar a más personas. O lo que es lo mismo: decrece el paro y se impulsa el crecimiento económico.

Sin embargo, esta fórmula habría de lidiar un riesgo: si se rebajan los impuestos, el Estado deja de ingresar dinero para sufragar los servicios públicos y esto puede comportar una subida de la deuda pública y un déficit significativo.

“He aquí el último golpe de efecto que pretende empotrar la economía británica con la salida intempestiva de Truss, que no deja de eludir las convulsiones desde el Brexit, que, por otro lado, parece como si este se resistiese a pasar de la historia”

Este contexto potencial produjo inquietud entre los inversores que retiraron su dinero del Reino Unido. Como resultado se originó un declive del valor de la libra esterlina que obtuvo el precio más bajo de las últimas décadas. De hecho, el Banco de Inglaterra tuvo que actuar y comprar deuda pública para restablecer su valor.

Asimismo, el plan fiscal abarcaba una disminución de los impuestos en las rentas más elevadas: se excluía el impuesto del 45% del IRPF sobre la renta de las personas que reciben más de 150.000 libras al año. La intención era que estas cantidades pudieran invertir y crear otras empresas.

No obstante, esta medida indujo a un malestar generalizado, ya que se contemplaba como una forma de favorecer a los más ricos, en vez de apoyar a las clases más perjudicadas. Lo cierto es, que si las grandes fortunas dejan de pagar impuestos, los fondos públicos para utilizarse en salud, educación y otras prestaciones sociales también se empobrecen ampliamente.

Tras numerosas jornadas de fuertes reprobaciones por parte de la opinión pública, los medios de comunicación e incluso los componentes del Partido Conservador, Truss se vería forzada a recular y retirar dicha medida.

No cabe duda, que las crisis económicas suelen sustraer varios orígenes que son espinosos de reparar, porque están en manos de muchos elementos. En el caso concreto del Reino Unido, las secuelas de la pandemia se unen a los efectos desencadenantes del Brexit y a fenómenos globales como una inflación galopante. La crisis epidemiológica adquirió derivaciones calamitosas para la economía mundial: las restricciones, el cierre de comercios y las limitaciones en la movilidad menguaron drásticamente la actividad económica y los ingresos en cada uno de los sectores.

Además, Reino Unido se erigió en uno de los estados que aplicó menos excepciones para procurar conservar la economía pero, aun así, igualmente padeció importantes mermas económicas.

En aquellos intervalos puntuales, apenas se había transitado con el Brexit: la salida del Reino Unido de la Unión Europea se hizo efectiva el 1/I/2021. Eso constituyó una serie de variaciones en el presupuesto y las finanzas británicas que agrandaron el gasto: actualmente, el Reino Unido discurre como un país extracomunitario y, como tal, no comparte las ventajas fiscales que disfrutan el resto de los países miembros.

Evidentemente, esto ha puesto contra las cuerdas muchas de las operaciones comerciales, al abonarse aranceles y tasas que anteriormente no se liquidaban para exportar a Europa. Conjuntamente, ha ocasionado un conflicto en Irlanda del Norte que hasta ahora disponía de un estatus especial, porque se aprecia en la isla de Irlanda, pero es territorio británico.

Por último, el Reino Unido digiere el rastro implacable de una frágil economía global avivada por la escasez de materias primas, la falta de microchips o la guerra en Ucrania. Ni que decir tiene, que el laberinto en Europa ha derivado en una importante crisis de energía y ha apremiado a una inflación generalizada, con los precios de los productos básicos llegando a lo más alto.

A resultas de todo ello, desde su entrada en 1973, la conexión entre Gran Bretaña y Europa ha sido continuamente escabrosa. La marcha de una potencia económica y política de la envergadura de Reino Unido de la UE, deja importantes dilemas sobre el proyecto de integración europeo. Aunque por otra parte, valga la redundancia, podría abrir la puerta a la integración del resto de la Unión, al ser el actor que más impedimentos ha puesto a lo largo de la historia. Con las negociaciones del Brexit a flor de piel y franqueando un sinfín de coyunturas, es difícil retornar al pasado y recapitular las palabras de Winston Churchill (1874-1965) abogando por una Europa unida.

El ilustre político británico era un firme seguidor de una Gran Bretaña más comprometida consigo mismo en Europa, al tiempo, que respaldaba “una asociación entre Francia y Alemania” que tantas disensiones dispusieron en las dos guerras mundiales.

Hay que recordar al respecto, que Gran Bretaña ha sido uno de los grandes protagonistas económicos y políticos en Europa. Su capacidad económica, más su proyección y participación emprendedora en conflictos bélicos, afianzaron al Reino Unido como uno de los principales actores europeos y mundiales. Por ello, su abandono de la UE deja una grieta abierta en el Viejo Continente, porque conjetura decir adiós a la segunda economía más musculosa.

Ante semejante realidad, los cuestionamientos que sobrevuelan de manera extendida son, ¿se encuentra en jaque el proyecto de integración europeo? ¿Qué ha sucedido para que esta palpitante fusión política y económica supuestamente se dañe?

Para intuir la reticencia británica a los procesos de integración europeos, interesa examinar brevemente su semblanza en Europa. Así, en los años cincuenta, con Reino Unido consolidándose como una de las principales potencias tras la Segunda Guerra Mundial (1939-1945), los británicos confiaban en que no debían condicionarse a enclaustrarse en una iniciativa europea.

De esta manera, la hoja de ruta de Gran Bretaña surcaba por una hegemonía íntegramente comercial y política a ras internacional. De ahí, que Reino Unido desechase cualquiera de las ofertas de formar parte de la entonces Comunidad Económica Europea (CEE).

Habría que aguardar hasta alcanzado el año 1973, con una tercera solicitud de ingreso, para que Reino Unido se adhiriese formalmente al club europeo. Toda vez, que este consorcio no ha sido justamente una correspondencia demasiado plácida. Estamos ante un recorrido enteramente crispado, en la que el espectro político británico y de su sociedad se han declarado euroescépticos.

Pero las imprecisiones sobre el papel de Gran Bretaña en Europa se hicieron notorias en 1975, cuando se emplazó a un referéndum para resolver una probable salida británica de la CEE.

Esta peliaguda relación se prolongaría cuando la primera ministra británica, Margaret Thatcher (1925-2013) causó un viraje en sus enfoques políticos. De promover la integración británica en Europa, saltó en 1980 a reivindicar un cambio en las aportaciones a la CEE. Más aún, Thatcher llegó a indicar a la institución de mercado común que estaba por la labor de retener impuestos europeos, si no se producía un giro en las contribuciones británicas al presupuesto de Europa.

La ‘dama de hierro’, apodo que recibió la dirigente política, entendía que el Reino Unido cumplía con unos impuestos que sobrepasaban con creces lo que recibían. En este sentido, cabe sacar a la palestra la frase al pie de la letra en la que Thatcher decía: “¡Quiero que me devuelvan mi dinero!”.

Años más tarde, la sólida defensa de sus visiones tuvo ganancias y Gran Bretaña pudo comprobar como sus deberes de contribuir al presupuesto comunitario disminuían, mediante lo que se llamó “cheque británico”. De esta manera, quedaba otro ramalazo en la siempre tortuosa relación Reino Unido-Europa.

Pero las perturbaciones no cesaron y las nuevas disconformidades británicas estaban ahí. Thatcher insistía en las políticas europeas, objetando que usurpaban la soberanía nacional. Prueba de ello, es su intervención en Brujas en el año 1988, en la que su discurso diseminaba la semilla del euroescepticismo británico: presagiaba el fiasco a todos los niveles en la tentativa de la plasmación de un gran Estado europeo. Es así, como Gran Bretaña esquivaba integrarse en la zona del euro, manteniendo la libra esterlina como divisa. Y por si fuera poco en su obcecación, desestimó el llamado espacio Schengen puesto en marcha en 1995, que habilitaba la libre circulación de personas por territorio europeo.

Llegados hasta aquí, ¿por qué Gran Bretaña se había embarcado en un proyecto que frecuentemente le frustraba? Las réplicas se atinaban en el mercado interior, cuyo desarrollo favorecía a los intereses económicos británicos.

Pese a todo, la incorporación a la UE de países de Europa Oriental no era encarado con buenos ojos por parte de un sector determinado de la ciudadanía británica. Entretanto, eran muchos los que desconfiaban con quedar al filo de un puesto de trabajo por la presencia de extranjeros inclinados a trabajar por salarios mínimos.

Posteriormente, el paulatino escepticismo condujo al primer ministro David Cameron (1966-56 años) a plantear un referéndum sobre la estancia de Gran Bretaña en la UE. Ya, el 23/VI/2016, por un apretado margen de votos, los británicos optaron por la salida inminente de Gran Bretaña de la UE. A la postre, el Brexit acabaría engullendo a primeros ministros como al mencionado Cameron y, más tarde, a Theresa May (1956-66 años), dejando la jefatura del gobierno a merced del euroescéptico Boris Johnson (1964-58 años).

Resulta incuestionable, que Gran Bretaña durante su transcurso como miembro integrante de la UE, no se había involucrado de lleno en cada una de las decisiones de integración, fundamentalmente, en los asuntos de índole político y monetario. Su gran y ostensible atracción ha rondado en el libre comercio entre los estados europeos.

Haciendo un breve balance, con el Brexit, tanto Gran Bretaña como la UE, han salido perdiendo. Con una economía más globalizada, la desmembración y el retroceso hacia los señuelos nacionales generan extenuación.

Estaba claro, que la UE veía aturdido y descarriado a uno de sus socios, pero no era uno cualquiera, sino su segunda mayor potencia económica, nada más y nada menos, que alrededor del 15% del producto interior bruto europeo. El Brexit también dilapidaba la despedida de uno de los colaboradores principales del presupuesto europeo y en detrimento del centro financiero de la categoría de la Bolsa de Londres.

Todo ello sin soslayar, el fuerte golpe que representa respecto a la influencia política, puesto que Gran Bretaña es miembro permanente en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas.

A la par, un Brexit sin una conformidad política y comercial pertinente podría resultar terriblemente duro para el Reino Unido, como de hecho está ocurriendo con la carestía de materias primas como de alimentos, a lo que habría que sumar un imponente hundimiento de la libra, por no decir del desbarajuste que podría provocarse en los puertos y aduanas.

En otro orden de cosas, con el paso del tiempo la salida del mercado único de Gran Bretaña traería consigo el retorno a un escenario de aranceles, con el resultante encarecimiento de los productos perecederos.

De igual forma, la industria británica puede experimentar inactividad, porque las fábricas se aprovisionan de piezas provenientes de estados miembros de la UE. Este modelo de industria maneja un sistema de producción ‘just in time’, por lo que si las piezas no llegan en su debido tiempo, constituiría un patinazo en la productividad industrial.

Por lo tanto, la renuncia de Gran Bretaña al proyecto europeo deja una fisura profunda en el corazón de la UE. Cuando más indispensable se hace la cooperación política y económica, aflora la dicotomía, como si la propia Unión estuviese contradicha. Resulta embarazoso compaginar los intereses de países tan complejos y con alicientes variados. Las incompatibilidades y discordancias van haciendo mella, erosionando peligrosamente lo que en el ayer fue un proyecto esperanzador alumbrado tras la Segunda Guerra Mundial.

Años más tarde, Escocia, una de las cuatro naciones constitutivas que forman el Reino Unido y tal vez, la mejor presidida y donde el Brexit naufragó considerablemente, ha vuelto a exponer sobre la mesa la encomienda de un referéndum independentista, porque está dispuesta a regresar a la UE.

Y mirando a Irlanda del Norte, ha quedado en el limbo por sus límites fronterizos porosos con la República de Irlanda que forma parte de la UE. Esta divisoria que los irlandeses de un lado y otro atraviesan diariamente para desempañar sus labores o visitar a sus allegados, debería ir estableciéndose en una frontera dura a partir del rompimiento con Bruselas. Pero entrañaría retroceder a la tensión que condujo a una guerra que duró por décadas y que devastó esos territorios.

De manera, que podríamos estar hablando que Johnson admitió una especie de linde entre la Irlanda Británica y el propio Reino. Algo irrazonable que el extravagante ex premier, con anterioridad a su retirada, emplazó a los jerarcas de la UE que debería ser inspeccionado, probabilidad que rechazaron rotundamente.

La tormenta perfecta que abre el abismo de la crisis en Reino Unido, es hasta qué punto lo que sobreviene es claramente británico o se desborda de una economía global que siente innegables estrecheces para rehacer la tasa de acumulación y aplacarse. Es decir, para construir política. Definido de otro modo, hasta qué punto lo analizado es consecuencia y no causa, y en tal caso, qué es lo que habría que reflexionar en su génesis si se tratasen de revertir estos movimientos que van directos al precipicio.

Luego, fundamentar la verdadera raíz de la crisis financiera de Reino Unido sin referirse precisamente al Brexit en circunstancias de incertidumbre, sería pasar por alto un acaecimiento crucial. Llevaría a imaginar que las nefastas decisiones tomadas por el Gobierno de Truss, o del Banco de Inglaterra, son las causantes de la oleada de temor sobre su deuda pública y la divisa.

A día de hoy, todo un estado despierta a los resultados de haber confiado firmemente en la elocuencia política que aseguraba aplausos sin advertir su coste. El plante a la protección de la UE y el lugar aventajado de Londres en el mercado común, ha instalado a la economía británica en un entorno muchísimo más vacilante del que se podía esperar. Paradójicamente, con menor independencia a la hora de sancionar medidas.

Si hubiese que ilustrar un diagnóstico sintetizado de lo acontecido, habría que comenzar refiriéndose al pasado 22/IX/2022, fecha en que el Banco de Inglaterra decidió subir los tipos de interés en medio punto hasta el 2,25%. Sería menos de lo pronosticado, porque tanto el Sistema de Reserva Federal (FED) como el Banco Central Europeo (BCE) lo acentuaron en 0,75 puntos.

“La tormenta perfecta que abre el abismo de la crisis en Reino Unido, es hasta qué punto lo que sobreviene es claramente británico o se desborda de una economía global que siente innegables estrecheces para rehacer la tasa de acumulación y aplacarse”

Es aquí, donde se rasgaron las vestiduras de la libra esterlina porque los inversores piden una prima por su dinero en libras frente al dólar o el euro. Entretanto, el Banco Central comunicó que emprendería la contracción de balance con la venta de bonos por valor de 80.000 millones de libras a doce meses: apenas 6.600 millones al mes o 300 millones al día. Una cuantía intrascendente que multiplicó los sobresaltos para el gran capital. Si el contrafuerte de los activos en libras comenzaba a desbaratar su cartera, ¿por qué no habría de ocasionarlo un inversor?

Un día después, el Gobierno de Truss y el destituido ministro de finanzas, ofrecieron un plan de rebajas fiscales de 45.000 millones de libras como parte de un programa de estímulos de 165.000 millones a dos años.

Inmediatamente, de todo es sabido, estallaron las alarmas en los mercados, porque Downing Street difundía que procedería a nuevas emisiones masivas de deuda pública, pero demoraría las aclaraciones hasta el 31 de octubre. Cómo es lógico, un desliz mayúsculo, ya que veinticuatro horas antes, el comprador que hubiera querido hacerse con parte de esa deuda habría remitido el mensaje contrario.

Un despropósito garrafal que iba en contra de los empeños del Banco de Inglaterra por amarrar las inclemencias de la inflación y que en tierras británicas se ha precipitado al 10%. Incluso, un desacierto propio de un gobierno inadecuado que se apoya en los artificios ilusos del Brexit, de que apartarse de Europa le confiere una varita mágica.

Acaso habría que preguntarse: ¿por qué el mercado respondió de manera tan contundente?

Los grandes inversores no están por la labor de referirse a más gastos, ni más deuda que corone a una inflación agitada, porque termina desvaneciendo cualquier indicio de riqueza y da pie a una espiral de desgaste financiero.

Por esta razón, el Banco de Inglaterra se atinó ante una realidad súbita que rozó el colapso de su deuda. Desencadenándose un imprevisto de iliquidez como el de las quiebras del 2008: sustanciales fondos de pensiones exploraban vender sus bonos para sortear posibles pérdidas, pero no existía salida. En consecuencia, el Banco Central se vio abocado a desengrasar un plan de compras de emergencias al que ha consignado la friolera cantidad de 90.000 millones de libras en dos semanas. Si bien, para poner en curso estas cifras excepcionales, el Banco de Inglaterra hubiera duplicado su balance efectivo en menos de cuatro meses.

Pese a que el Gobierno de Truss no le ha quedado otra que dar marcha atrás a sus reglas de juego, desmontar este rompecabezas no le saldrá gratis. Por adelantado, el Banco de Inglaterra se dispone a dar un golpe de tipos de interés que, según y cómo, rechinará en los mercados. El interés de la deuda a diez años se ha encaramado netamente al 4,3%, en el caso del bono a veinte años al 4,9%, y a treinta años al 4,8%, todo ello, a pesar de las operaciones del Banco Central en esos vencimientos durante estas últimas semanas. La falta de credibilidad de la política británica, abstraída en una desbandada más allá desde que se inició la carrera engreída por el Brexit, se ha convertido en una trama para el mundo del dinero. Hoy, el castigo no puede ser otro que pagar más por menos y perder totalmente la confianza.

El cambalache radical de un mecanismo de comercio internacional que estuvo lubricado durante cuatro décadas, ha rechinado, arrojando descargas entre sacudidas y varios parones. Con la libra arruinada y los precios escalando a flor de piel, los pronósticos no son alentadores. Además, Reino Unido continúa con una economía que está siendo fuertemente castigada.

Este ha sido el último golpe de efecto que pretende empotrar la economía británica con la salida intempestiva de Truss, que no deja de eludir las convulsiones desde el Brexit, que, por otro lado, parece como si este se resistiese a pasar de la historia. Y a la vuelta de la esquina, el prefacio de oportunidad para Rishi Sunak y el fin de los despropósitos brexitistas, con la exigencia de establecer un nuevo rumbo que esfume los fantasmas fiscales ultraliberales.

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