El conflicto provocado por la injustificada, injustificable y brutal agresión de Rusia contra Ucrania va camino de permanecer en nuestras vidas, con sus impactos directos e indirectos, por más tiempo del que, en un principio, podríamos imaginar.
Corremos el peligro de creer que el hecho de dar por sentado que existe unanimidad sobre las motivaciones de los contendientes en dicho conflicto, hacen comprensibles para la opinión pública los pasos que los gobiernos de nuestros países están dando en el apoyo al país que ha sido objeto de la agresión (Ucrania) para defenderse del agresor (Rusia).
La pasada semana, el 3 de marzo, durante una comparecencia pública del ministro de Asuntos Exteriores ruso, Sergei Lavrov, en India, éste manifestó la disposición de Rusia a detener una guerra “que se lanzó contra ellos utilizando al pueblo ucraniano”. Esta afirmación provocó las risas del público, a pesar de lo cual, el ministro, inicialmente sorprendido, reaccionó continuando con su argumentación, tras una breve detención.
Existen determinados analistas del curso de este conflicto en suelo ucraniano que dan crédito a esta versión del origen de las hostilidades y pretenden transmitir la idea de que a Rusia no le quedó otra opción que invadir la vecina Ucrania, violar la frontera internacional existente entre ambos países, poner en marcha una inmensa maquinaria de guerra y ocupar con ella un país vecino provocando un éxodo de millones de personas y actuando militarmente contra población civil indefensa y contra las infraestructuras que deberían proporcionarles un justo bienestar.
Para estos analistas, las evidentes consecuencias de los daños producidos sobre la población civil de todas las edades y sexos, con especial impacto en los ancianos, las mujeres y los niños, es decir, la población más vulnerable, es imputable a la falta de responsabilidad de los gobernantes ucranianos, que, digan lo que digan estos analistas, no han invadido un país extraño ni se han lanzado a una operación de infligir daños a la población civil de ese país extraño. Parecen dar por buena la interpretación de ver a “los pájaros tirando a las escopetas”.
El mes pasado se cumplió un año del incremento brutal, injustificado e injustificable de las agresiones por parte del régimen de Vladimir Putin contra Ucrania. Se trata, efectivamente de un incremento porque el inicio de las agresiones ya había tenido lugar mucho antes, con la anexión de Crimea en 2014 y el comienzo, desde entonces, de las hostilidades de bajo perfil que mantuvieron, durante esos ocho años, la inestabilidad en las regiones del este de Ucrania.
Pero el 24 de febrero de 2022, a las 5 de la madrugada, se desencadenó la ofensiva brutal, de carácter general y convencional, por parte de la Federación Rusa, poniendo en juego todos los recursos posibles que consideraron necesarios para lograr todos sus objetivos. Operación que los estrategas de la desinformación del Kremlin denominaron, cínicamente, como “Operación Militar Especial”.
Las estimaciones iniciales, difíciles de confirmar, como ocurre en todas las guerras, nos hablan de una cifra del entorno de un cuarto de millón de muertes, sufridas por ambos bandos, así como de más de ocho millones de refugiados ucranianos.
Si somos honestos, hemos de reconocer que nos costó mucho aceptar de antemano que esto pudiera suceder en 2022 en Europa, a pesar de las advertencias previas de los Estados Unidos, del Reino Unido y de nuestros aliados de los países bálticos y de otros miembros del antiguo Pacto de Varsovia. Desde el inicio, hemos venido actuando a remolque de los acontecimientos. En primer lugar, a la expectativa de ver cómo se comportaban el resto de las naciones de nuestro entorno, acabando, finalmente, por asumir que hay dos principios sustanciales con los que todos debemos encontrarnos firmemente comprometidos: la cohesión de nuestras alianzas, especialmente la de la Unión Europea y la Atlántica y la prevención de una escalada no deseada por nadie y que sólo se puede imputar al criminal régimen de Putin.
El apoyo a Ucrania por parte de nuestro país y de todos los países aliados, tanto de la Unión Europea como de la OTAN, sigue siendo, como han dicho, tanto el secretario general de la OTAN como el Alto Representante de la Unión Europea para la Política Exterior de Seguridad y Defensa, absolutamente necesario y que, de cara a la próxima ofensiva rusa, previsible en el corto plazo, debe incrementarse significativamente.
Un éxito de la política agresiva del presidente Putin es algo que no nos podemos permitir. Si triunfara, significaría un severo desafío para la seguridad del mundo tal como lo conocemos y de los valores que defendemos.
Se dice con frecuencia y yo creo que es cierto, que Ucrania, además de defender la soberanía y la integridad territorial de su país, se encuentra, también, defendiendo el conjunto de valores que representa nuestro sistema democrático de entendimiento de la realidad.
Es este sistema, precisamente, el que se apoya, fundamentalmente, en el respaldo a las actuaciones de los responsables políticos por parte de la opinión pública. El presidente Putin, en alguna ocasión, se ha permitido bromear con este hecho asegurando que los líderes occidentales son débiles porque están sometidos a sus opiniones públicas, mientras que él no lo está (o cree no estarlo).
En los últimos tiempos venimos hablando en los medios de comunicación sobre la diferente ayuda militar a proporcionar a Ucrania, sin mencionar al mismo tiempo las razones que hacen absolutamente necesario el proporcionar esta ayuda que se derivan del hecho de que Ucrania ha sido invadida por la fuerza, sus ciudadanos empujados a un éxodo incalificable y los que han quedado en el país sometidos a actuaciones militares convencionales de gran intensidad y a la destrucción de la infraestructura civil necesaria para su supervivencia.
En un sistema como el nuestro en que las decisiones de nuestros gobernantes están legítimamente sometidas al escrutinio de la opinión pública es absolutamente imprescindible conceder importancia a la justificación de sus actuaciones y para ello no subestimar en modo alguno, dejándolo en manos de desaprensivos, la importancia del relato.
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