Celebra este domingo, 31 de julio, la Iglesia Católica, la festividad de San Ignacio de Loyola, fundador de la Compañía de Jesús. Antes de su conversión, Ignacio había sido caballero guerrero y combatiente en la defensa de Pamplona para las armas castellanas. Defensa, en la que resultó herido y como consecuencia de lo cual, durante su período de convalecencia, se entregó a la lectura de libros piadosos a través de los cuales se produjo su conversión, para mayor gloria de la Iglesia y de la tradición histórica de nuestra nación. Tal como reza el lema de la propia Compañía de Jesús, “a mayor gloria de Dios”. Habiendo nacido en Loyola, cerca de Azpeitia en 1491, fallecía en Roma el 31 de julio de 1556, razón por la que la conmemoración de su vida se celebra en esta fecha.
Hace unos años cayó en mis manos un magnífico libro de historia de las doctoras en Filosofía e historiadoras, las hermanas mellizas María y Laura Lara, que lleva por título ‘Ignacio y la Compañía’, en el que se expone una detalladísima historia del nacimiento, desarrollo y carisma de la Compañía de Jesús, a través de la biografía de su fundador y de las actuaciones de sus numerosos seguidores, los jesuitas. Me he permitido la licencia de emular el título de su obra para referirme, no exclusivamente a la Compañía de Jesús, sino a la innumerable compañía de santos, beatos, devotos y fieles que, a lo largo de los siglos han impregnado la historia de nuestra nación del culto a la figura de Jesús de Nazaret, del cristianismo y de la Iglesia Católica, acompañando de esa manera, de forma intemporal, a Ignacio de Loyola.
La semana pasada, con ocasión de la celebración de la festividad del Santo Patrón de España, Santiago Apóstol, venía a mi memoria una oración extraída de un libro de oraciones del Arzobispado Castrense y expuesta en el oratorio existente en la Comandancia General de Melilla, que reza de la siguiente manera:
“Dios, Padre nuestro,
que por designio de tu infinita bondad
has puesto a España bajo la protección
de la Inmaculada Concepción y del Apóstol Santiago,
haz que en nuestra Patria
la sabiduría de sus autoridades,
la lealtad de sus Ejércitos
y la honestidad de sus ciudadanos
robustezcan entre nosotros la verdad y la libertad,
la justicia y la paz, la unidad y la concordia.
Concédenos,
por intercesión de la multitud de santos
que han sido en nuestro suelo patrio testigos de tu amor,
permanecer siempre fieles
a las profundas raíces cristianas de nuestra historia.
Te lo pedimos por Jesucristo nuestro Señor.
Amén.”
Y es que resultan indiscutibles, desde un punto de vista meramente histórico, los estrechos vínculos que se han fraguado a lo largo de la historia en nuestra nación entre el pueblo español y la interpretación cristiana y más concretamente católica de nuestra existencia.
Hace dos semanas tuve la oportunidad de asistir a una celebración eucarística en un pueblo de las Encartaciones de Vizcaya, Gordexola, en el que, como cada año, a mediados de julio, se celebra la conmemoración de un hijo de la localidad, Francisco de Beráscola, que, habiendo nacido en la misma en 1564, participó, como franciscano, en la evangelización de la Florida, encontrando el martirio en dicha provincia en 1597. Durante la predicación, realizada por un diácono, se hizo referencia a la multitud de religiosos que, desde diferentes diócesis de toda España, protagonizaron la mayor campaña de evangelización, divulgando el mensaje de Jesús de Nazaret, en toda la historia de la humanidad, hasta el punto de que nuestra nación ha sido identificada, en el concierto de las naciones, con esta tarea evangelizadora como signo de identidad colectivo.
De acuerdo con el martirologio romano de 2005, en el que, a pesar de su nombre, no se citan los mártires, sino los santos y beatos de la Iglesia Católica, en esa fecha, la iglesia contaba con unos 7000 entre ambas categorías, de los que unos 1800 eran españoles. El país con más santos reconocidos por la Iglesia Católica es España con 747. Le sigue, en segundo lugar, Italia, con 331 y Francia, en tercero, con 163. El cuarto lugar lo ocupa el Reino Unido, con 100 santos, el quinto Polonia, con 75 y el sexto Alemania con 50 santos.
Algunos de los santos españoles son muy conocidos y forman parte, no sólo de la Historia de España, sino de la Historia amplia de la humanidad, por haberse desplazado por muchas partes del mundo en las que dejaron su impronta, tales como San Ignacio de Loyola, San Francisco Javier o Santo Domingo de Guzmán. Otros lo son por su legado espiritual, tales como Santa Teresa de Jesús o San Juan de la Cruz y otros por su canonización más reciente y por lo tanto más próxima para muchos fieles, tales como San José María Rubio o San Josemaría Escrivá de Balaguer. Un elevado número, como queda dicho, que hace de nuestra nación, la nación con más santos de la Iglesia Católica.
Quiera Dios que, entre todos, seamos capaces de emular a esa multitud de santos a los que hacía referencia la oración del Arzobispado Castrense expuesta en la Comandancia General de Melilla o, cuando menos, acogernos a su protección, para hacer avanzar a nuestra nación por los caminos de la concordia y del progreso fraterno.
A pesar del empeño de algunos por buscar y recrear los retazos más oscuros de nuestra historia, en los que cruel y torpemente nos enfrentamos en el pasado, es posible pensar en otro futuro y otro recorrido para nuestro devenir colectivo, que se inspire de una manera decidida en el ejemplo proporcionado por Ignacio y compañía.
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