Vaya esta opinión desde el más profundo respeto hacia la Iglesia católica, de su labor, sobre todo en la asistencia a los más necesitados, la promoción del bienestar de la sociedad o de los valores morales, la protección de la dignidad humana o el incentivo al diálogo interreligioso y a la educación y la cultura.
A partir de un creyente, pese a ser poco practicante, se puede opinar sin caer en la irreverencia que cualquier religión o credo debe tener la vocación de parecerse también, lo más posible, a la sociedad donde transmite la fe y ejerce su acción benefactora. La Iglesia católica, fundada por Jesucristo -a quien acompañaron principalmente en la génesis de su legado dos mujeres, entre otras, María, su madre, y María Magdalena -a la cual siguen casi 1.500 millones de personas en todo el mundo, se dice pronto-, no debería ser menos, quizás más aún.
Siempre las pasiones son las que mueven al mundo, las buenas y las malas, es quizás este momento singular en el que las segundas dominan por su protagonismo e incidencia. Un nuevo Pontífice entra en escena, como continuidad desde su incipiente y alentadora impronta de las reformas que su antecesor Francisco emprendió o intentó no sin dosis de arrojo y valentía: pedir perdón por los excesos de inmoralidad y abuso en el seno de la Iglesia, estar de lado de quienes la debilidad y desprotección han pinzado su vida o la participación más justa de la mujer en los asuntos de la Iglesia forman parte del equipaje que porta en este viaje que ahora inicia. No sólo es el líder espiritual global y Obispo de Roma por ello, es el jefe de un Estado, el Vaticano, de influencia innegable. Un Estado proyectado por la historia y siempre protagonista no sólo por sus intrigas, misterios y poder político, sino como ayudante frente a las desigualdades que en nuestro mundo habitan, algunas crónicas.
El rito, la liturgia, la excelencia y el protocolo que estos días han atraído la mirada del mundo hacia Roma recuerda, también, la necesidad de que uno de los elementos que tienen aún mayor recorrido, pese a algunos pasos dados, la mujer en los asuntos de la Iglesia, debe seguir siendo relevante y en avance en la curia. No es que se trate de buscar la paridad, sino de hacerla más partícipe en las decisiones y en la expresión de sus actuaciones buscando mayor proporcionalidad, persiguiendo una cuota razonable de presencia donde ahora, a la mujer, le es esquivo. Congregaciones u órdenes de mujeres dadas al servicio a los demás (algunas en vías de extinción y necesitadas de algún revulsivo), monjas de vocación y actuación, realizan por muchos rincones del orbe una labor tan callada como imprescindible para muchos desprotegidos que apenas tienen nada más que eso, su atención.
Es por ello y por su capacidad por lo que, aunque no se aparente en forma de reivindicación manifiesta, la realidad de la sociedad sí demanda ese ajuste y no sólo por la justicia, sino también por similitud real a ella, a la sociedad, sin renunciar a la estabilidad doctrinal, pero atendiendo a los retos de hoy. Bien son conocidas y respetadas la tradición, las normas y leyes de la Iglesia católica, si bien, también, en un mundo mutante y en perpetua marejada ojalá acentúe cambios en todo aquello que tiene importancia y valor en su devenir. La Iglesia, sin duda, lo merece.
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