La validez del porte de España en el Imperio Jerifiano concreta un punto de partida casi irrevocable, ya que la fundamentación de su labor colonial y la actuación de su autoridad, derivaba de la solidez de los requerimientos y del beneplácito de los mismos por parte de otros actores europeos que pisaban a fondo en sus proyecciones conquistadoras.
No obstante, los precedentes diplomáticos de las primeras décadas del siglo XX, mostraron de modo inconcluso y condicionado la complejidad de estas pretensiones. Y es que los derechos de España en Marruecos, se describieron a fuerza de preservar el escenario territorial del Mediterráneo Occidental e impedir el protagonismo de Francia, por momentos inquietante, tanto al Norte como al Sur de la Península. La pertenencia incuestionable de los presidios de Ceuta y Melilla y sus atracciones estratégicas, avivaron su posicionamiento en la Conferencia de Algeciras (16-I-1906/7-IV-1906) y en los acuerdos del Tratado del Protectorado (30/III/1912).
Sucintamente, en estos vagos intervalos de indefinición, el guion principal de la diplomacia hispana se recapituló en la percepción de que ésta se atinaba en el Marruecos contemporáneo “con plenos derechos históricos y en igualdad de condiciones que Francia”, a pesar de las piedras encontradas en el camino que esta disposición le había supuesto. Este sería el motivo central desde la instauración del Protectorado con el Gobierno Liberal de Manuel García Prieto (1859-1938), período en el que se origina no tanto la configuración radical del Nuevo Régimen, sino una abrupta retahíla de tentativas por precisarlo de manera más o menos liberal, hasta el preámbulo de la Guerra del Rif (1921-1927) con los regímenes de concentración nacional.
También, las fluctuaciones habidas por parte de Miguel Primo de Rivera y Orbaneja (1870-1930) ante la dimensión que tomaba el combate se vieron rebasadas, así como las ambigüedades de la Segunda República (14-IV-1931/1-IV-1939). Pese a todo, a pesar del alto coste en vidas humanas concurrían componentes difíciles de desdeñar y que por la puerta trasera se toleraron. Hasta el punto, de desenmascararse en escritos diplomáticos con rúbrica británica y francesa.
Sin ambages ni rodeos, los documentos hacían alusión a las capacidades irrisorias de España como actor colonial que podrían extractarse: primero, la postergación de la nación; segundo, la situación de un país extenuado; tercero, la omisión de los progresos de la Revolución Industrial; y cuarto, la evidencia de que el colonialismo en América no era sino un huella en lo retrospectivo del tiempo en cuanto al Imperio de Ultramar.
Dicho esto, para bien o para mal, aceptando el formalismo de sus reclamos históricos, diversos despachos e informes destacaron la coyuntura de que la hechura de España en Marruecos respondía más a un anhelo por defender las ficticias apariencias a nivel internacional, que a una determinación colonial en sí, y que de ello podían extraerse resultados imprevistos.
Luego, para España era ineludible pisar con paso firme en el septentrión marroquí. Impresión que compartía el Residente General de Rabat, Louis Hubert Gonzalve Lyautey (1854-1934), monárquico al servicio de la Tercera República Francesa y que a juicio de muchos, acabó convirtiéndose en icono del Protectorado y figura destacada en Marruecos, además de ser el símbolo en relación a la táctica de expansión indirecta por medio de la metódica superposición de una política de disuasión y compromiso con los notables marroquíes. Interesa subrayar, que estas indicaciones e indirectas trotaron en el período descrito. O séase, desde el estreno y próximo plantel de la zona de influencia española en Marruecos hasta la perturbación militar (17-20/VII/1936) enfilada contra el Gobierno constitucional de la Segunda República.
Asimismo, estos razonamientos de signo político y geoestratégico sobre la competencia de España como poder colonial, se encuadraban en una realidad vasta y si cabe, con mayor trazado histórico. Expuesto de otro modo: en una causa escalonada de acoplamiento intelectual sobre la alteridad del Oriente, como idea de ver al otro, no desde una perspectiva propia, sino teniendo en cuenta creencias y conocimientos, porque ya en los inicios del siglo XIX, ésta había surgido en varias naciones europeas. Más adelante, los frenesíes y apreciaciones del orientalismo occidental sobre el atributo del Oriente, se tornarían en caldo de cultivo sobre el que habrían de aflorar hipótesis legitimadoras sobre el ejercicio civilizador en el espectro árabe y la aptitud de las potencias coloniales para llevarla a buen puerto.
Lo cierto es, que la tarea de España quedaría instantáneamente proscrita a las orillas históricas, absorbida a la de una patria cuyas peculiaridades y dinamismos nacionales se habían visto amortiguados por un prolongado declive trabado en el siglo XVII, cuyos últimos indicadores venían aparejados desde 1898. De este modo, España, se aquilataba como una pieza desdichada de este puzle de estados desahuciados, inválida para cristalizar una gestión colonial afín, e inmersa en una profunda praxis de introversión sobre su parte y función requerida en la modernidad.
"Mucho ha quedado escrito y documentado para dejar asentado en la Historia del Marruecos Colonial, los espectros del influjo en las tiranteces diplomáticas habidas entre un coloso imperialista arrogante ampliamente reseñado en el tiempo: Francia; y un actor que entre turbulencias y mucho ruido, no pasaba por su mejor momento: España"
Ni que decir tiene, que este cúmulo cultural e ideológico no sólo se plasmó en el vertiginoso descarte de España del reparto colonial, sino que igualmente dio pie a un elenco de apostillas y llamadas sobre sus verdaderas potencialidades expansionistas. A criterios de muchos, las muestras sobre estos aferramientos barren una diversidad de visos como la apatía del colonialismo, la explotación de Marruecos como moneda de cambio para conservar un statu quo beneficioso para Inglaterra en el Estrecho de Gibraltar, o la reincorporación de la misma en el tablero europeo tras el cataclismo de Cuba (3/VIII/1898) y la aparición de los traumas como contrapeso. En cambio, otros persisten todavía en una opacidad comparativa que, tal vez, no incumbe con su trascendencia.
Obviamente, el peso de Lyautey en el Protectorado francés del que se mostró convencido que la recuperación del poder del Sultán alauita era un instrumento resolutivo en una carrera consignada a colocar el último remache del enterramiento de la insurgencia, fueron puntuales en los años que ocupó la Residencia General de Rabat y el breve período que lo desempeñó como Ministro de Guerra. Hasta tal punto, de ser un patrón a seguir para la expansión pacífica de los imperios europeos en el universo árabe. Y dada su visión en la cresta de la Administración Colonial, sus valoraciones sobre la legitimidad de la representación de España en Marruecos resultaron esenciales.
Tal es así, que en pleno apogeo de la contienda del Rif que enfrentaba al Ejército Colonial de España contra el corolario de cabilas satélites dirigida por el líder carismático del movimiento anticolonial, Abd el Krim (1882-1963), Lyautey, calibró milimétricamente en un documento su enfoque sobre la estampa hispana en Marruecos. En tanto, en otros gabinetes, el Residente General únicamente se circunscribía a sugerir aclaraciones más o menos aisladas sobre la intervención española, habitualmente chasqueantes, ahora lo hacía con una visual genérica de larga trayectoria en la que abarcaba reparos morales e históricos.
Conjuntamente a los impedimentos de España como potencia colonial, Lyautey, desplegó su panorama particular, vinculándolo a las incompatibilidades históricas de la misma como nación y de los españoles como conjunto poblacional. Sus estimaciones englobaban una justificación íntegra y, a su vez, una recapitulación de los rasgos primordiales de ser español, entre las que estrechaba un extremo prejuicio despuntado de la certeza de los obstáculos y un antagonismo indiscutible y sin recatos hacia las consecuciones francas. De ahí, que entre otras cuestiones, no daba su brazo a torcer que el empaque de España en Marruecos había sido concebido como una continuación de la lucha alzada entre el islam y el catolicismo, rematando a su dictamen que los hispanos hallaron en el estado africano a su contendiente ‘natural e histórico’ con el que intentaban por todos los medios prorrogar el combate pendiente desde antaño.
El alarde innato y su negación a admitir la consumación del período omnipresente de las Américas, habían descubierto en el Imperio Jerifiano un punto cardinal de regeneración. Con lo cual, Marruecos, emergía en aquellas mentes más como un marco de contiendas sucedidas, que como un paisaje de oportunidades pendientes. Lo que el primer comisionado General Residente del Protectorado francés (28/IV/1912) contemplaba como una nulidad extremada, para entender los presupuestos y las complicidades del colonialismo innovador. Como a este tenor, la circunstancia de que los musulmanes encontraran a España como el contrincante hereditario y que los nativos les manifestaran su aborrecimiento y rechazo en una medida difícil de imaginar.
Otra de las pruebas que esclarece estas significaciones sobre la incierta legitimidad de España en Marruecos, procede de antecedentes británicos, que frecuentemente son más pragmáticos en su vislumbre y que proporcionan valoraciones indicadoras sobre su talente colonial. Entre ellos y de modo relevante, se hallan indicios tradicionales al dominio imperial como expresión de la supremacía cultural y racial de lugares europeos sobre sociedades complejas, como proposición del liderazgo de los pueblos desarrollados sobre las razas retrasadas y como derivación de la lucha por la supervivencia que escindía a los países avanzados de los agónicos.
Las muchas suspicacias y escepticismos sobre la legitimidad de España en Marruecos, se ligan justamente a la parálisis de éstos para intuir los presupuestos y proceder en atención a los mismos. A la par, los agentes británicos desaprobaron marcadamente los procedimientos agraviantes con que se inauguró la Administración Colonial Española (1912-1915), no tanto por su irracionalidad exclusiva, sino sobre todo, por su falta de conexión y correlación con lo que se concebía como las metodologías y sintomatologías de civilizaciones modernas, que para ellos asentaba el incruste del andamiaje colonial. De la misma forma, otros carices de la Administración que tampoco daban la sensación de acomodarse con este pensamiento y noción imperial, recibieron un trato indiferente por parte de los encargados británicos.
Posteriormente, con la irrupción del régimen democrático (Segunda República), la aproximación desmedida de la política colonial al factor indígena causaría estupefacción en el entorno británico y preocupación en algunas materias. La confirmación de cordialidad y afabilidad pública y especialmente, en el relato a los súbditos del Sultán como ‘hermanos de sangre’ por los procuradores de la dirección política republicana, sería admitida en la órbita británica con frialdad, al analizar la política española de alternarla en Marruecos como iguales y verla desacertada y comprometida.
De sobra es sabida la proyección que los puntos de vista de Lyautey hicieron mella en lo concerniente a las disyuntivas de legitimidad entre Francia y España. En otras palabras: su repulsa a reconocer la designación del Protectorado español en Marruecos; o su observación incesante a la zona de influencia hispana y, por último, los reproches a las facultades desproporcionadas del Jalifa. Posiblemente, la historiografía no ha subrayado en su justa medida y de modo rotundo, que bajo estos desvaríos militaba la sobrecarga de convencimientos subjetivos apoyados en calificaciones más o menos intransferibles sobre la disposición de España.
A lo largo del entresijo belicoso del Rif, estas impresiones se hicieron ostensibles en varios momentos, mayormente cuando el Mariscal anunció a su Administración proposiciones que parecían objetar las máximas del Tratado de 1912, pero que estaban en consonancia con la exigua legitimidad que Lyautey confería a España como actor colonial. Su decisión aventurada de ocupar la zona española y tras el repliegue impuesto por Primo de Rivera, era contrapuesto a los tratados internacionales, pero estaba en sintonía con una posición revocatoria sobre su presencia en Marruecos. La tesis que Lyautey decía desempolvar de los acuerdos del Protectorado, como el derecho de Francia a involucrarse en la zona contigua cuando la congestión de la autoridad española intimidaba con enfocar a los insurrectos hacia la extensión francesa, tuvieron un efecto incontrastable en su Gobierno, que en principio respaldó la iniciativa antes de que la inquebrantable y resuelta oposición británica le presionara a desecharla.
"La imagen del Ejército de África aparecía más como chivo expiatorio de los desaguisados y traspiés coloniales, que como promotor de los mismos, ante un infante avezado y alzado en pie de guerra como el rifeño"
Las diferencias de los delegados británicos tuvieron su repercusión en los escritos confeccionados por el Foreing Office, que concordaron en puntear que los mayores inconvenientes que padecía España provenían de su indecisión para mostrarse ante los marroquíes como gestores cualificados de una civilización superior. La verificación de estas lagunas causó inquietud en el departamento, que deducía la presentación de España en Marruecos como un aval contra las aspiraciones francas y a favor de la conservación del statu quo en el Estrecho de Gibraltar.
De tal forma, que las fuentes diplomáticas británicas se vieron obligadas a utilizar otras vías que aparecían de las indecisiones y escrúpulos sobre el alcance y los medios coloniales de España, llegando a abarcar ofertas ajenas a los Acuerdos de 1912. Tómese como ejemplo, la composición infundada con los empeños italianos en el Mediterráneo Occidental, concretamente en la ciudad de Tánger. Estas adopciones definitivamente se excluyeron ante la categórica obstrucción francesa a los anhelos fascistas, pero no cesaron en absoluto del círculo de los dictámenes del Foreing Office. Sobre todo, en los arduos trechos de la Guerra del Rif.
En definitiva, la infausta y secundaria función de España en la palestra internacional y la concepción colonial en las postrimerías del siglo XIX, se vieron pulverizados en el caso del Imperio Jerifiano, por argumentos de comisionados franceses y británicos derivados de los presupuestos, adquiriendo formas y expresiones inconfundibles. La fuerza de gravedad de las mismas en los gabinetes de decisión de la política colonial, adquirió el suficiente fuste como para rebatir algunos cabos sueltos de los pactos sobre el Protectorado.
Ahora bien, al igual que en la cuestión de la legitimidad de España, tanto en los sumarios diplomáticos británicos como franceses, predominaron referencias dañinas sobre la indisposición de las Tropas Coloniales Españolas, que a tientas destaparon los tintes más negros creíbles en la deficiencia de una milicia de este encaje.
Así, variables en demasía enjuiciadas como la escasez en los recursos, el pobre equipamiento y adiestramiento de los contingentes; la desinformación de la dureza orográfica, la lengua y las costumbres de las cabilas por parte de los jefes y oficiales; la falta de coordinamiento en las operaciones materializadas; o las antipatías clarividentes entre junteros y africanistas aferrados a los manuales clásicos de hacer la guerra, hicieron aparatoso en varios documentos la improcedente andadura africana del soldado español, que ratificaba lo que los mismos filtros militares admitían sin reservas.
Sin embargo, concurrieron disensiones en la modulación, porque mientras algunos observadores francos consideraban que la principal dificultad del Ejército de España se debía a su temperamento. Es decir, el empleo de sus tropas como elemento represor revelaba amplias cotas de fricción y deslustre en los cuadros de mandos y el enojo era palpable en amplios sectores castrenses. Además, estas unidades no estaban duchas y dependían de los activos nativos para sus acciones, redundando inexcusablemente en su moral. Hasta el punto, que su fiabilidad bélica era intermitente.
Ahora, la imagen del Ejército de África aparecía más como chivo expiatorio de los desaguisados y traspiés coloniales, que como promotor de los mismos, ante un infante avezado y alzado en pie de guerra como el rifeño.
Junto con las torpezas y descalificaciones reiteradamente mencionadas, se rubricaban las realidades peliagudas en que el Ejército Colonial había sido emplazado en Marruecos: con una inestable delegación del territorio salpicada por la nula inversión en educación, inexistencia, poco más o menos, total de los servicios de transporte y la degradación de los métodos administradores, escenificaba un dibujo cargado de rémoras casi inabordables. Igualmente, emergieron realces encaminados a algunas ramas del Ejército Colonial, sobre todo, en lo que atañe a la Legión de Extranjeros y los Grupos de Fuerzas Regulares, a quienes se les distinguían como las únicas fuerzas seguras y eficaces para llevar a término la fase de ocupación y reflotar la verticalidad en desnivel.
Pero, por encima de todo, prevalecían Informes en los que el Ejército de África, como guarnición del Protectorado, denominado en sus comienzos, Ejército de Operaciones de África y desde 1927, Fuerzas Militares de Marruecos, había sido plantado en una posición territorial embarazosa: precario en instrumentales y pertrechos, encarado ante una opinión pública disconforme en la Península y encomendado con un golpe de fortuna en pacificar una región adversa y sin apenas recursos y espolvoreada por rebeliones de distinto signo. A ello hay que añadir, el gancho entre algunos representantes británicos hacia la milicia hispana que se forjaron en citas al frente, en clara distinción con la conducción de las autoridades francesas, moldeado en reuniones con sus delegados y en los que se multiplicaron conjeturas y recomendaciones.
Esta reimpresión del blanco sobre el negro, chocaba con el carácter tosco en el Protectorado de Francia, donde el diagnóstico sobre las Fuerzas Coloniales de España se basaban en otros postulados. La vivencia prematura y la incongruencia irrefutable entre los aprietos y estrecheces aludidos y los éxitos del Ejército franco, traducen los aires desdeñados de las autoridades francesas hacia su vecino marroquí.
El efecto dominó de Lyautey como el perro viejo que sabe a ciencia cierta las muchas limitaciones por las que divaga España, resultan fundamentales en este contexto. Su predisposición a diversificar y realzar la diferenciación entre su talento colonial y las mañas españolas, articulado a las evasivas de meditar la cooperación entre ambos ejércitos, dispusieron en buena medida el rumbo de los engranajes entre los dos Protectorados.
Por lo tanto, la parca valoración que hormigueaba sobre el Ejército de África no estaba únicamente fundada en aspectos estratégicos u operativos. A su juicio, a la chita callando, los mandos españoles habían consentido el entremetimiento de funcionarios germanos en su sector, convirtiendo su zona de influencia en otro frente abierto que ponía en jaque a Francia ante la competitividad alemana.
O séase, a su parecer, España había traicionado a Francia.
Recuérdese al respecto, que con la Primera Guerra Mundial (28-VII-1914/11-XI-1918), Lyautey, convirtió Marruecos en un baluarte anti alemán y en filón de mano de obra barata, abastecimientos y tropas prestas a servir al país franco.
Es interesante hacer constar brevemente en esta exposición para no extralimitar la extensión de sus líneas, que la evocación de esta rivalidad franco-hispana y los efectos desencadenantes de la misma en sus avatares, persistirían en el Residente General durante el transitar de los años azarosos de la Guerra del Rif, a pesar de los cambios integrados, tanto en clave política como en las Fuerzas Armadas desde 1918.
De hecho, terciados los años veinte, imperaban matices estratégicos que retraían la contribución militar ante el pronunciamiento nacionalista rifeño y del que se encargó de hacer significar de puño y letra al milímetro, puntualizando el menester de no incomodar a las hordas levantiscas, que con impetuoso resentimiento no perdían de vista los avances y procesos del colonialismo en suelo africano.
Consecuentemente, mucho ha quedado escrito y documentado para dejar asentado en los anversos y reversos de la ‘Historia del Marruecos Colonial’, los espectros del influjo en las tiranteces diplomáticas habidas entre un coloso imperialista arrogante ampliamente reseñado en el tiempo: Francia; y un actor que entre turbulencias y mucho ruido, no pasaba por su mejor momento: España.
Indiscutiblemente, esta parálisis y escasa cooperación entre ambas potencias no pasaron indemnes. Si bien, años más tarde, se originó un cambio de paradigma en sus afinidades y contactos directos, del que progresivamente escaparon reflexiones y réplicas más acordes sobre las autoridades civiles y militares establecidas en el territorio norteño, tras el desmoronamiento de la casuística del líder supremo magrebí, Abd el Krim, quién hasta la saciedad, enarboló la resistencia rifeña.
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